Con la dulzura de tus dieciocho años sembrabas geranios en el tedio de la tarde y tu cuerpo de palmera encendía las pajizas miradas de tus compañeros. Yo, por el contrario, cargaba con dificultad una edad que, a fuerza de golpes y magulladuras, me quedaba pequeña.
Después de seguirte con la mirada por pasillos y pastizales el tiempo nos condujo al mismo callejón gris. Y fue justamente en esa calleja dónde las palabras se hicieron nubes y las miradas se transformaron en puentes que se perdían en el horizonte. El rincón plomizo se transformo, por tanto, en una sucursal del Olimpo con sueños danzantes y héroes de iluminado entendimiento. En aquello días tu mirada, dulce por axioma celestial, se incrustó en los cancerígenos pliegues de mi melancolía con la firmeza del rayo. Mis palabras raídas por el uso se incrustaron, a su vez, en la blanda comarca de tu corazón (esto no lo sé de cierto, pero lo supongo). El caso es que un día el mismo tiempo que nos unió decidió arrojarnos a caminos divergentes: a ti te envió a praderas azucaradas y a mí me lanzó a contornos espinosos. Desde ese momento no existe atardecer en el que no te vea caminar en busca de la sombra de los árboles; luego de rastrearte con la mirada, evoco las mañanas luminosas en las que compartimos arco iris y su repentina interrupción; en ese instante me derrito en palabras acuosas que lanzo a la brisa con la esperanza que te lleguen; doy media vuelta y continúo alambrando la cárcel que nos separa…