Archivo mensual: noviembre 2008

Añoranza

atardecer

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Con la dulzura de tus dieciocho años sembrabas geranios en el tedio de la tarde y tu cuerpo de palmera encendía las pajizas miradas de tus compañeros. Yo, por el contrario, cargaba con dificultad una edad que, a fuerza de golpes y magulladuras, me quedaba pequeña.

Después de seguirte con la mirada por pasillos y pastizales el tiempo nos condujo al mismo callejón gris. Y fue justamente en esa calleja dónde las palabras se hicieron nubes y las miradas se transformaron en puentes que se perdían en el horizonte. El rincón plomizo se transformo, por tanto, en una sucursal del Olimpo con sueños danzantes y héroes de iluminado entendimiento. En aquello días tu mirada, dulce por axioma celestial, se incrustó en los cancerígenos pliegues de mi melancolía con la firmeza del rayo. Mis palabras raídas por el uso se incrustaron, a su vez, en la blanda comarca de tu corazón (esto no lo sé de cierto, pero lo supongo). El caso es que un día el mismo tiempo que nos unió decidió arrojarnos a caminos divergentes: a ti te envió a praderas azucaradas y a mí me lanzó a contornos espinosos. Desde ese momento no existe atardecer en el que no te vea caminar en busca de la sombra de los árboles; luego de rastrearte con la mirada, evoco las mañanas luminosas en las que compartimos arco iris y su repentina interrupción; en ese instante me derrito en palabras acuosas que lanzo a la brisa con la esperanza que te lleguen; doy media vuelta y continúo alambrando la cárcel que nos separa…

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Reflexión inspirada por la puesta del sol

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Si me preguntaran qué me dejó el bachillerato yo les diría que me legó una lista, quizás interminable, de razones para sonreír. Si bien asimilé algunos conceptos y atisbe la aurora de la vida no podré asegurar que aprendí lo necesario para sobrevivir en el árido campo académico ni mucho menos podré decir que penetré en los secretos de la supervivencia. El paso por el bachillerato fue, a mi parecer, un recreo interrumpido ocasionalmente por algunos trabajos impertinentes: en ese tiempo aprender era lo menos importante, lo primordial era, por el contrario, hundirse en la esponjosa irresponsabilidad de la adolescencia, masticar la caña de la vagancia hasta hartarse de su dulce jugo (quienes me conocen dan fe que bebí todo el néctar de la torcida rama). De aquellos días no sólo me han quedado un inventario de anécdotas hilarantes y amigos a prueba de vendavales, sino la certeza que el único sentido de la vida es, justamente, vivirla sin reservas.

Pero hasta la mejor fiesta cesa su algarabía y su frenesí. El festival de alegría concluyó, en mi caso, el 28 de noviembre de 1996. Al siguiente día, en medio de una borrachera bíblica, entendí que el delirio se marchitaría con el arribo de los años y los compromisos. Lamentablemente no me equivocaba: doce años después estoy frente al computador viendo languidecer al adolescente que se escabullía por las paredes del colegio para cumplir la cita con el tabaco y el alcohol al tiempo que el sol esconde su cabeza en las tinieblas del ocaso.

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Nota al respaldo de una fotografía

Mirando detenidamente la imagen encuentro un sendero de pecas franqueando tu tabique que no vi en las escasas noches que estuvimos juntos. Descubro, además, la huella de los años en los surcos, abandonados al viento y a las lágrimas, que sostiene tus ojos. Tu sonrisa, a pesar de ser postiza, recuerda las estrepitosas carcajadas que lanzabas en las cafeterías de la universidad. El tiempo, además de las estelas en tu piel, ha abatido los rizos con los que antaño jugaban mis dedos.

En la misma foto me veo, por otra parte, más cachetón gracias a una barba que resiste peinillas y tijeras. Los ojos que antaño sondeaban la oscuridad de la noche están sostenidos por tenues ojeras. Mis dientes resienten once años de bruxismo y veintiocho años de uso constante. Una frente brillante reemplaza la indomable cabellera de aquellos años.

Para el advenedizo el retrato no tiene nada novedoso; para el conocedor, sin embargo, el retrato habla de espinas que aún muerden y de felonías emboscadas en los pliegues de la hermandad; de amores materializados en el rumor del alcohol y forjados en las tinieblas; de años de auto recriminaciones y de atardeceres de evocaciones afiladas; de sentimientos encontrados y de oportunidades halladas…

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Mutaciones labradas por el tiempo

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Los años modifican las apetencias. Cuando era niño, por ejemplo, soñaba con carros a control remoto -que en aquellos lejanos días vehículos atados por un cable a un control pequeño, con cuatro funciones: adelante, atrás, derecha e izquierda-y pistolas de balines. Cuando entró la efervescente adolescencia rogaba para que la cerveza fuera gratuita y para que las mujeres, además de correr desnudas, siempre estuvieran dispuestas a acceder a mis requerimientos. Ahora sueño con lugares llenos de pastillas, jarabes y grajeas de todos los colores y sabores, con la facultad de curar cualquier dolencia.

Las apetencias vienen articuladas a parajes específicos. En la niñez los lugares soñados eran las jugueterías o los parques de diversiones –que en aquel tiempo llamaban ciudades de hierro-. En la adolescencia las comarcas deseados eran playas nudistas y cantinas llenas de barriles de cerveza y adolescentes con diminutos tops y falditas pequeñas (debo confesar que los lugares en los que prefería tomar eran las casas de mis amigos o la mía; y si se trataba de lugares foráneos prefería las tiendas de mala muerte que estaban (y aún están) custodiadas por bolsas de agua y matas amarillas de sábila). Ahora sueño con droguerías interminables, con cientos de estantes en los que se exhiben miles de jarabes, vitaminas y pastillas.

Antes la mujer perfecta era aquella que bebía durante días sin dormir y sin emitir una queja (aunque no lo crean, conocí algunas mujeres con esta particularidad). Ahora la mujer soñada es aquella con la que puedo entablar conversaciones interminables. Antaño anhelaba morir desnudo en medio de una borrachera bíblica. Ahora deseo morir tranquilamente en mi cama. Antes vivía en y por el trago, ahora no tengo otra razón para vivir que la vida en sí misma. Antes me importaba un comino los compromisos, la universidad, las instituciones, la autoridad, hoy tampoco me interesan…

Como ven los años han transformado a un joven irresponsable y alcohólico en un adulto irresponsable e hipocondriaco. ¿Creen que fue un buen cambio?

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A la vital A. T. y a la razonable J. P.

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Hoy, con el perdón de los lectores, hablaré a dos mujeres que conocí en el departamento de matemáticas de la Universidad Nacional. La primera de ellas decidió partir a Sostrup, un frío pueblo de Dinamarca, para hacerse monja. La segunda resolvió, en un incomprensible arranque de crueldad, terminar el blog en el que trabajó más de un año. Las acerca, paradójicamente, la distancia con la mayoría de las estudiantes de matemáticas. Las aleja los asideros con los que sostienen su vida: una se hunde en las experiencias y la otra contempla desde las ventanas de un convento la existencia. Las dos, según el resultado de los sondeos, cavan la tierra para encontrar la raíz del amor.

A una de ellas la conocí una tarde de septiembre en el margen izquierdo del departamento de matemáticas. Después que queme accidentalmente una franja de pasto seco al lado de un árbol me dijo: nunca he conocido a alguien que tenga tan mala suerte. Mi primo tiene peor suerte que yo, le contesté; él atribuye su destino a haber nacido un viernes trece. Luego de este prólogo nos vimos ocasionalmente en el departamento (ella, al igual que yo, acostumbra no asistir a más de ocho clases al semestre), además de encontrarnos en algunas reuniones de amigos comunes.

A la segunda la conocí gracias al concurso “Blogobundos”. Contesto uno de los correos masivos de mis contactos de Facebook; en su respuesta me comunicaba que su blog también estaba concursando y me invitaba a visitarlo. Cuando pique en el link me encontré con una bitácora que había recorrido meses atrás. Una tarde la hallé casualmente en la puerta del departamento. Conversamos, al calor de un café, durante una hora sobre nosotros, nuestras vidas, nuestras expectativas, etc. Recuerdo que su lenguaje me pareció muy dinámico y ágil, (avergonzando a las palabras medidas al milímetro que salían perezosas de mi boca).

Ayer, por conducto de Facebook y de la blogosfera me enteré de la aciaga noticia: una estaba en Dinamarca escuchando el murmullo de las oraciones al tiempo que la otra se despedía de la blogosfera con un post breve. Las dos dejan un silencio espeso en el viento y un relente de ausencia en la aurora. Sé que a ninguna de las dos le hable tanto como lo he hecho con otros compañeros o compañeras de matemáticas, pero siempre han tenido un rinconcito en mi corazón a causa de los post concisos de una y de la fragilidad de la otra. Las dos hablaron de la incertidumbre del amor y de las espinas que lo hacen más apetecible; las dos señalaron las huellas que dejaron en la arena del tiempo y la brisa que se empeñaba en borrarlas…

Sean, pues, estas breves palabras un homenaje a la reflexiva J.P. y a la entusiasta A.T.

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Sobre mis lectores

teclado

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Ayer me encontré con Bolaños, un compañero de la universidad. Después de saludarnos y de hacer las preguntas protocolarias me dijo que ha leído el blog y que le gustó lo que encontró. Me preguntaba, además, las razones por las que no publicaba un libro con mis escritos. Luego de agradecerle y hablar un rato con él nos despedimos para continuar con nuestras respectivas obligaciones.

Cuando venía a mi casa pensaba que el objetivo trazado se ha cumplido: busco entretener y eso hago. Dudo que mis escritos sean para un público restringido, especializado, y por ello mismo, estéril. El hecho de recibir elogios y reconocimientos de personas sin profesión alguna, biólogos, matemáticos, abogados, antropólogos, diseñadores gráficos, ingenieros y bachilleres demuestra que el objetivo de llegar z un público amplio se ha cumplido.
Dado el desarrollo tecnológico y el auge de lo que podemos llamar medios alternativos de difusión me parece tonto, por otra parte, tener que suplicarles de rodillas a las editoriales para que publiquen mis escritos. Es tonto por dos razones: porque al publicar no llegarían al público que deseo que lleguen puesto que casi nadie compra libros (menos si estos cuestan más de treinta mil pesos), y si deciden gastar su dinero en comprar libros lo último que harían sería comprar el trabajo de un completo desconocido. En segundo lugar, porque terminaré, a la postre, subordinándome a los requerimientos, necesidades o condiciones de los editores, menoscabando la espontaneidad mis escritos, lo cual es, sobra decirlo, su principal virtud.

No podría asegurar que los demás blogueros tengan las mismas razones para escribir en sus blogs. Habrá, seguramente, blogueros que lo hacen con la esperanza que algún día los lea un editor de las editoriales de renombre y saltar, así, a la fama que supone merece. Pero la mayoría, para nuestra fortuna, escriben en blogs por el sólo impulso de hacerlo, no tienen pretensiones estéticas, o no creen que están revolucionado la escritura…

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Carta al silencio de la noche (11)

¿Recuerdas las largas caminatas con el mugido de los buses y el bullicio de las personas en las que te hablaba de los poemas de Sabines y los boleros de Santos? ¿Te acuerdas de aquella vez que nos sentamos en una silla de la calle 65 a besarnos incansablemente hasta que el amanecer emergió de las montañas? Fueron noches maravillosas.

Ayer, cuando escuché Con la Frente Marchita, recordé lo que sentí aquella noche que me dejaste a la deriva de las tinieblas, sin explicaciones y con los sueños ahogándose en la alcantarilla. Evoqué la incertidumbre que sobrevino y el desasosiego que esta trajo consigo. Después, con el paso de los años, entendí que no tenías otra opción: perseguías el esquivo proyecto de vida que tenías –y quizás aún tengas- sembrado en el alma. Yo no hacia parte de ese programa, era solamente un abalorio ocasional, y como tal era reemplazable. Comprendí, además, que el amor no retornará a su cauce, ni que me pedirás perdón por haberme abandonado (conclusiones ridículas, lo sé, pero conclusiones al fin y al cabo). Llegaron a continuación las mujeres con su sabiduría a sanar las cicatrices del alma y luego arribaron los senderos por los que mis pies transitan.

Supongo que te acuerdas, por otra parte, que hace dos meses te llame buscando que nuestra amistad retornara a los viejos cauces. Me dijiste que no querías verme; que te fastidian mi melancolía y mis cursilerías; que “meterme contigo” fue una equivocación de la que no terminas de arrepentirte; que los únicos amores que pueden aspirar a tocarte son los que emergen de los congresos de medicina o de los quirófanos. Después de la retahíla cortaste la llamada dejando la melancolía mirándome desde su gancho…

Hoy, mientras veo a una pareja de adolescentes besarse en la misma silla en la que nos acariciábamos, escribo las últimas palabras del amor que solamente entró a mi cabeza de quijote sin rocín ni molinos de viento. Te dejo, para finalizar, a Adriana Varela interpretando la canción de Sabina que tarareabas en las tardes lluviosas (por increíble que te suene esta versión mejora la interpretación de Sabina).

Un abrazo a la mujer que prefiere los amores nadan en el mar del prestigio a los que flotan en los riachuelos de los versos y los boleros…

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A J. P.

El día de mi cumpleaños recordé a la mujer que cumple años el mismo día. Evocaba las conversaciones con el viento limando las palabras y el sol hundiéndose en las montañas. Éramos dos niños (ella con dieciséis años, yo con dieciocho) que jugábamos –y aún jugamos- a ser adultos. Nunca tuve el valor para decirle que sus palabras me encandilaban igual que su ternura, o que en las noches etílicas imaginaba romances tormentosos con finales edulcorados dignos de ser interpretados por Meg Ryan y Billy Cristal. Después de un par de conversaciones y un libro de Neruda decidí, por alguna inexplicable razón, irme por el sendero del silencio abandonándola en la incertidumbre. El resultado, previsible dado su carácter, no se hizo esperar: durante dos años dejó que mi saludo cayera en las tierras yermas del la indiferencia (hay que aclarar, sin embargo, que durante este periodo nos vimos, a lo sumo, cuatro veces). Una buena tarde de mayo la encontré en la Biblioteca Luis Ángel Arango. La salude suponiendo que mi salutación sería abandonada en el piso de granito de la biblioteca. Tras una breve pausa me miró a los ojos y me respondió con un frío “Hola”. Conversamos durante unos cuantos minutos. Ella salió a la casa y yo me quede en la biblioteca esperando el arribo de los libros. Después de ese día (mayo del 2000) la llame borracho en un día empotrado en el año 2001. luego de esa llamada poco he sabido de ella. Sé que se graduó y que trabaja en Bogotá, que es mi amiga en Facebook (cuenta que casi no usa) y que el jueves de la semana pasada cumplió 27 años.

Continuando con la línea imaginativa de aquellas noches anegadas de alcohol y de frenesí decidí dedicarle la canción que le hubiera cantado si mi cobardía, igual que otras tantas veces, no me hubiera inclinado al abandono en vez de animarme a continuar.

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Mi vida en cifras

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He vivido 10598 días. He estado 22 años inscrito a algún tipo de institución escolar. He hecho 22 semestres de pregrado (dos de los cuales los hice de noche). He iniciado dos carreras y no he terminado ninguna. He inscrito 75 materias en pregrado de las que he aprobado 43. Me han sacado en pregrado más de 225 notas. Fume 12 años y bebí 10 años. Estuve 3 años vinculado al ejército. Me he enamorado más de cincuenta veces (la mayoría no se ha enterado). Sólo una vez lloré por una mujer. He tenido cuatro novias formalmente (dos de ellas me aventajaban en edad). La policía me ha detenido cuatro veces (dos por estar borracho, una por echar piedra y otra por empujar a un patrullero). Estuve en dos tiroteos. Dos veces me han intentado acuchillar (las dos veces ebrio y a causa de una mujer). Cinco veces me han robado intimidándome con un arma. Me han hospitalizado tres veces: a los 5 años por un ataque de asma; a los 17 por un accidente de tránsito; a los 23 por una crisis convulsiva. Estuve en coma durante veintidós horas. He convulsionado una vez. Me leí tres veces El Mundo Como Voluntad y Representación de Schopenhauer y cuatro veces El amor en los Tiempos del Cólera de García Márquez. Leí el Quijote entre las nueve de la mañana y las once de la mañana del día siguiente (con 8 interrupciones: cinco viajes al baño, una llamada y dos recesos para comer). Leí más de doce novelas de Herman Hesse y todos los libros de Pessoa que estaban en la Biblioteca Luis Ángel Arango en el año 2001. He visitado treinta y nueve bibliotecas. Tengo una hermana menor y más de setenta primos. Nunca he salido del país. He sembrado tres árboles, no he escrito ningún libro y no tengo hijos. Jugué ajedrez doce veces embriagado (todas con mi primo). Tres veces acompañé el alcohol con Bach (una de ellas aluciné por el exceso de alcohol). Cinco veces me emborraché solo. Una vez me tomé 375 c.c. de aguardiente de dos tragos. Dos veces tomé 45 cervezas (las dos ocasiones con mi primo Rodrigo). Ocho veces amanecí en una casa desconocida sin saber cómo llegué a ella. Uno de mis amigos (Nabyl) apareció muerto una madrugada de diciembre. Otro de mis amigos (Diego Patiño) vive en Francia desde hace nueve años. Diego Navarrete (amigo del colegio) ha estado en Francia, en Holanda y creo que en las Guyanas. Una vez me di trompadas con uno de mis amigos (Giovanny). He dado clases de matemáticas (casi todas sus áreas) y de Física (Movimiento Armónico Simple, Electricidad y Magnetismo). He salido dos veces en televisión y he tenido una presentación de teatro callejero…

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Tatuaje del alma (Romualdo Brito)

En los caminos del despecho hay un momento especialmente doloroso: cuando nos encontramos con la causante de nuestras aflicciones. En ese instante, el padecimiento que suponíamos vencido, se levanta decidido a lanzarnos al fondo del estanque. El cielo se hunde estrepitosamente y nuestra razón se abate ante la evidencia: el amor sigue aferrado a su dulce mirada y al brillo de sus voz…

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J.

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Otro aguijón en la cadena de rosas y espinas.

J.


Sé que nuestra relación fue semilla lanzada al asfalto
y que pereció en la primera llovizna de adversidades amargas
pero nuestra remota amistad no tiene porque
recorrer la misma ruta de infortunio
                                                          tú lo sabes.

Me dicen que estrenas alas de responsabilidad
en la dulce cárcel del amor
y que ahora estás lejos del muro de tristeza donde tracé mi nombre
una festiva noche de septiembre;

dicen también que amputaste la soga que encadenaba tus pasos
a las frías noches de septiembre en los que él se lanzaba por las ventanas de tu corazón

Tus sueños de mariposa trasnochada vuelan
nuevamente sobre la brisa de las oportunidades
bajo la amarilla luz del sol
                                       abrevando en el cáliz de la zozobra
como corresponde a las errantes mariposas del corazón

me encuentro
                       por mi parte
rumiando las oxidadas palabras del huerto del desengaño
-aquel vergel que todas las madrugadas cubro con excremento seco,
amargo como la sal de la vida y pestilente como la soledad en la que me hallo-.
espero que la fetidez de estas palabras no malogren la pureza de tus días
ni la tranquilidad de tus noches.

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Conversaciones ajenas

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El trasporte público bogotano es un desfile de personas con audífonos. Algunos, en el borde de la estupidez, gritan para que el interlocutor los oiga y este hace lo propio para que el otro escuche su respuesta. Yo odio ese tipo de instrumentos para espantar el tedio de trancones o la fatiga del viaje. Mi distracción, contrario al común de las personas, es escuchar todo lo que suena alrededor: conversaciones, ruidos, murmullos, estallidos, etc.

Hace tres días, por ejemplo, escuchaba a la vecina de silla (mujer de veintitantos años, rubia pintada, ojos verdes, falda corta, medias de malla) llamar a tres personas: al primero le dijo que llegaría diez minutos tarde; al segundo le dijo que no la llamara porque apagaría el celular a causa de un parcial; al tercero le dijo que apagaría el celular porque tenía una reunión con el jefe. A los tres les decía “bebe”…

La semana pasada escuché una conversación digna de los Simpsons:
– No me dijiste que no volverías a ver con XXXX, decía el muchacho con la voz temblorosa.
– …
– No, no quiero hablar con ese hijueputa.
– ….
– Quihubo hermano, ¿qué hace?…

Como pueden ver es más entretenido espiar las conversaciones ajenas que desconectarse del mundo.

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