Archivo mensual: agosto 2010

Al margen de la sensatez

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De tarde en tarde, dices con la mirada empantanada de interrogantes. De tarde en tarde, reitero con la voz intrincada en las telarañas de la melancolía. Te levantas, poco después, con las mariposas del Sinú enredadas en tu cintura, para vestirte lentamente: las medias veladas; el cachetero de arabescos y colores impetuosos; el brasier, el pantalón de paño que subes con movimientos frenéticos y la camisa de botones que se abren al antojo de tu sensualidad. De tarde en tarde, me digo en el momento que empiezas a esparcir maquillaje sobre la piel diseñada para soportar la canícula caribeña. Después enciendes el celular para llamar a tus hijos: los interrogas sobre las tareas que inevitablemente quedarán inconclusas; el odioso almuerzo del colegio y los insoportables compañeros; el raspón en educación física y la evaluación de cálculo. Arriban, al final, un “te amo” y el subsiguiente beso ajado de tanto repetirse y repartirse. Cuelgas para llamar, acto seguido, a tu marido; sobrevienen, entonces, las quejas por la incompetencia de la coordinadora médica, el salario que no alcanza para cubrir simultáneamente la hipoteca y el colegio de los niños, el gruñido en el motor del carro y el inatajable desplome de los años. Emerge, en la última cuenta del rosario de desazones, un “te amo” protocolario y la misma cita de los últimos diecisiete años de vida común. Cuelgas con la mirada lluviosa y el alma vacilante. De tarde en tarde, indicas con resignación. De tarde en tarde, repito midiendo las tinieblas que engullen la habitación. Sabes que no puedo abandonarlos, murmuras con voz trémula; no por ahora, te corriges. Lo sé, concedo. Extraes de tu cartera un cepillo simultáneamente con el ajuste de ideas y prejuicios. Te peinas con meticulosidad frente al espejo al tiempo que tus ojos emigran al paciente con colesteatoma o hacia el imparable crecimiento de las deudas. Cuando terminas eres nuevamente la respetable otorrinolaringóloga de la igualmente honorable Central de Especialistas. No has querido terminar la universidad y buscar trabajo, te defiendes en la orilla del atardecer; ¿cómo quieres que deje a un prestigioso cardiólogo por un vago?, rematas con las infalibles palabras que terminan de encender la ira acumulada en los doscientos veinte atardeceres. Después viene la ristra de argumentos para terminar el romance: la diferencia de edades (“cuando tenga cincuenta años tú tendrás treinta y ocho y no querrás vivir con una anciana”); los prejuicios (“no soportaría la presión de mi familia”); los hijos (“¿cómo les digo que cambié a su papá por un estudiante universitario?”); su esposo (“no puedo pagar diecisiete años de matrimonio de esa manera”). Tomas, al final del inventario de razones, tu cartera, abres la puerta y empiezas a caminar por el pasillo con pasos orgullosos de llevar sobre sí la autoridad de tres especializaciones en Estados Unidos, un matrimonio venturoso y un trabajo respetable.

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En la penumbra del Almendro

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Después de notar que yo estaba simultáneamente feliz y lúcido, una conjunción no sólo rara sino imposible, ella también quiso sentir lo mismo, pero los contrapesos de la nostalgia inclinaron su ánimo hacia el pesimismo. Me contempló, en ese instante, desde el abismo de soledad en el que quedaban treinta y tres años de evocaciones, una familia numerosa y lo único estable en aquella vida caribeña: la ristra de desengaños que la condujeron, en última instancia, a mis brazos. Sus ojos, segundos después, se pusieron lluviosos y, por primera vez desde que arribó a Bogotá, tuvo la certeza de haber cometido el peor error de su vida.

Nos conocimos, por aquellos caprichos del azar, en el apartamento de uno de los tantos cortejos que derivaron en una amistad venturosa (a este lugar concurrimos gracias al doble naufragio de amores desorientados: ella ascendía de los pantanos de una relación malsana en tanto que yo resbalaba por los andamios de aquellos noviazgos que zozobran en un mar de tedio y lugares comunes). Ella contemplaba, aquella noche, el desfile de hombres de mirada altanera y mujeres de caminar encendido. Tenía los brazos aferrados a la reja de la ventana y vestía una pequeña falda que autorizaba al ojo -y, posteriormente, a la imperiosa mano- a merodear la contundencia de dos piernas que se hallaban, por la incierta asamblea de factores genéticos, en la intersección entre los rollizos perniles de la repolluda y las magras pierna de la escuálida; llevaba, a la par, una camisilla de tiras que permitía contemplar dos hombros sicalípticos y un generoso cuello que llegaba hasta la incertidumbre de una melena felina. La salude después del interminable sondeo visual. Giró la cabeza y, sin bajar los brazos, lanzó un “hola” sombrío. ¿Cómo te llamas?, inquirí después de una pausa incómoda. Eso no es asunto tuyo, respondió con indiferencia. El desplante, en oposición a cualquier razonamiento, me animó a continuar indagando: ¿vives con Patricia? ¿Eres policía?, inquirió después de clavar las púas de una mirada acostumbrada a retar. No, respondí desafiante. Entonces deja de preguntar pendejadas, replicó con el odio que se había estancado en las grietas de un amor desairado. Se encerró, antes que pudiera objetar, en su cuarto. Extraje, sin demora, una tarjeta color marfil; escribí en ella una nota de trescientas cincuenta y siete palabras en la que rechazaba el indebido uso de aquella voz celestial que debería estar encrespando las hebras de la eternidad, en lugar de escarnecer al género humano (la anotación articulaba la autoridad de quien busca la reparación de un agravio y la ternura entusiasta del recién seducido). Carmen, al término de una elipsis de diez minutos, salió con pasos de leona enjaulada. Dos horas después Patricia, al encontrarnos retozando sobre el sofá de haya y pino que sobrevivió a la voracidad del ex esposo y su tropel de abogados, señaló, sin que su voz delatara el menor asomo de disgusto o sorpresa: les aconsejo, si no quieren que los eche a patadas de mi casa, que se vayan a tirar lejos de mi sofá. Al siguiente día decidimos, después de la reincidencia erótica y la consecuente expulsión, vivir en Bogotá.

Creí que eras un hombre diferente, dijo poco después que retirara la esquiva lágrima que descendió por su mejilla. Su mente emigró, en ese instante, hacia los días en los que ella, junto con un racimo de hermanos y primos, nadaba en las confusas aguas de la Ciénaga Grande. De aquellas jornadas sólo quedaron media docena de recuerdos deshilachados por el tiempo, una cicatriz en el hombro izquierdo y la convicción de haber conocido, bajo la canícula caribeña, los ojos de la felicidad.

– Nunca imaginé -continuó con voz enlutada- que me traicionarías. He sobrellevado aquella irresponsabilidad congénita que defiendes con toda clase argumentos; comprendí, incluso, que las palabras se fatigaran por el uso y que las caricias se marchitaran; pero nunca, bajo ninguna razón, admitiré que te acuestes…

– Nunca me he acostado con ninguna mujer diferente a ti, interrumpí al tiempo que desaparecía la euforia de la cocaína.

– Entonces, ¿de quién es esto?, interpeló al tiempo que sostenía, con la punta del índice y el pulgar, lo que parecía ser un recibo.

– No sé.

– Es increíble las cosas que se pueden comprar con el cuerpo, afirmó mientras caminaba hacia el comedor. El sargento del apartamento 306 me obsequió un arma a cambio de acostarme con él, señaló al tiempo que extraía un revólver del cajón de la cómoda…

Un estallido sacudió el sosiego de las tres de la tarde de aquel domingo extrañamente soleado. Un ardor palpitante en el abdomen me lanzó, un segundo después, al suelo. Juro que te equivocas, sostuve con la consciencia aferrada a un hilo que amenazaba troncharse en cada intento de respiración. Una nueva detonación terminó de fracturar el letargo dominical.

La segunda descarga llegó hasta los oídos de un hombre que abría la puerta del edificio. En un arranque de pánico subió las escaleras con frenesí. Al llegar al cuarto piso escuchó el tercer cañonazo. Un vendaval frío le recorrió,a toda vela, la espina dorsal. Encontró a Carmen, al irrumpir en la residencia, con la cabeza molida por un disparo certero. Frente a ella, en un pantano sanguinolento, me aferraba a la conciencia a pesar de los balazos en el omoplato y en el vientre; a mi lado navegaba, en el tremedal de sangre y polvo, la factura de motel que él, para hacerle una broma a Carmen, había dejado en mi billetera, el mes anterior…

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