(Imagen de Leandro Bueno)
(Capítulo anterior)
El perfume de Alexa se incrusta en las sábanas como un aguijón en la herida abierta. Miras las arrugas engendradas por el frenesí amoroso. Sonríes con ternura al tiempo que giras la cabeza hacia arriba. Contemplas la geografía del techo: las hondonadas, las sombras proyectadas por la luz del bombillo y las cúspides amenazantes. Viene a tu memoria los huesos fanfarrones de la cadera. Extiendes el brazo para tocarlos a través de la penumbra del recuerdo. Un viento tibio que nace en la boca del estómago se transforma en regocijo al saberte colono de las crestas iliacas y conquistador de las cuencas de la tenue Alexa. Giras la cabeza para contemplar el vacio que dejó enterrado en los edredones. Ves en la almohada un cabello largo, ambarino y delgado. Evocas su pelo envolviéndote la cintura cuando ella exploraba con sus labios la topografía de tu piel. Una erección tibia endereza al ariete que derribó barbacanas y recorrió impenetrables foscas. Ves el glande ensancharse y ruborizarse como un niño tímido. Germina, segundos después, como un trébol húmedo aquel cosquilleo de la pelvis que te ha llevado a conflictos de naturaleza heterogénea. ¡Bien lo vale!, te dices con arrogancia de matarife. Un dolor manso en la boca del estómago despluma, sin embargo, tu jactancia. Imaginas a Alexa atravesada por las miradas lascivas de los peatones mientras camina por las calles opacas de la ciudad del destierro. No debí dejarla sola, concluyes apesadumbrado. Recuerdas, para tu disgusto, que la dejaste salir a las nueve y media de la noche a deambular por el barrio Restrepo en busca de una estación de transmilenio. Carlos Eugenio Restrepo, le dices a la penumbra. Viene a tu mente la imagen del periodista antioqueño con su mirada altanera y su mano izquierda aplastando un par de guantes blancos. El retrato es desplazado al instante por la imagen de tres ancianos sentados en un sofá que amenaza ruina. El Canapé Republicano, te oyes decir. No la debí dejar ir sola, repites. Se despertó asustada con el cabello revuelto. Te miró a los ojos con asombro, como si nunca te hubiera visto, luego se levantó con un salto armonioso, casi gimnástico. ¿Qué hora es?, preguntó con la voz afectada por el sueño. Las nueve y media dijiste con el celular lanzando un destello azul en tu mano derecha. ¡Me van a matar en la casa!, dijo al tiempo que levantó la ropa del suelo. Antes que pudieras enderezarte escuchaste el golpe de la puerta del baño y el ruido de telas desarrugándose. ¿Por qué te vistes encerrada en el baño?, le preguntaste con sorna. Mi papá me va a matar, decía multiplicada por el eco del baño. No tienes tres años; ya eres mayor de edad y sabes perfectamente lo que haces, dijiste con la voz endurecida. Tengo diecisiete años Diego, dijo a boca de jarro. ¿Diecisiete? ¿Tienes dieciséis años? ¡Me dijiste que tenías dieciocho años! Tu voz empieza a encresparse. Te mentí, confiesa con una naturalidad que te enardece. ¡¿Lo dices tan tranquila?!, inquieres con ira. Sí, responde sarcásticamente. Salió del baño transformada en una niña de la casa con el cabello cogido por una cinta negra y con los ojos abatidos por la preocupación. ¡¿No te has vestido?!, interroga irritada. No, respondes con el mismo tono que empleó segundos atrás. Me voy, dice para afanarte. Que te vaya bien, respondes mientras subes las cobijas a la altura del pecho. Te mira con odio; toma la maleta que pende del perchero; abre la puerta y espera bajo el marco durante un inabarcable segundo. Gira sobre sus talones y te mira a los ojos. Sientes que estás en una película y que en cualquier momento la voz felpuda de Joan Manuel Serrat cantará en off. Un gemido ahogado que viene del pasillo desgreña el mutismo de Alexa al tiempo que en las arrugas de tu cerebro empieza a cantar Joan Manuel Serrat:
Te levantarás despacio
poco antes de que den las diez
y te alisarás el pelo
que con mis dedos deshilé,
y te abrocharás la falda,
y acariciarás mi espalda
como un «Hasta mañana»,
y te irás sin un reproche,
te perderé con la noche
que llama a mi ventana,
y bajarás los peldaños
de dos en dos, de tres en tres…
Después de contemplarte gira y sale dando un portazo. Te acomodas boca arriba para examinar el techo del cuarto. Diecisiete años, le dices al recuerdo que empieza a evaporarse con el perfume. La melancolía empieza a roerte las entrañas; quisieras tenerla a tu lado para abrazarte a ella y sobrevivir al naufragio umbroso que se atornilla a la cama. Desde el fondo del olvido trepan aquellos ojos verdes que no has podido descifrar. Quisieras tenerlos en lugar de esa mirada apolillada que te ha dejado el sarro de los años. Anhelas, asimismo, tener la cabeza apoyada en el estómago de Alexa. La cama del cuarto vecino golpea la pared al tiempo que un suspiro ampuloso deforma la noche. El golpeteo desarruga tu memoria liberando, además de la embestida lingüística a sus húmedos pliegues y el posterior embate del pene, los dulces quejidos de Alexa y el cabeceo frenético de tu pene en el apogeo de la reyerta. Un ráfaga de ternura y ardor aceleran tu corazón. Contemplas la noche que espera al otro lado de la ventana al tiempo que empiezas a acariciarte el pene con la palma de la mano…
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