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Un canto triste de melancolía

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Todo empieza con una llovizna tímida que incita al trote con hojas de periódico sobre la cabeza o, quizás, a la marcha con las manos hundidas en los bolsillos del pantalón. Sobreviene, poco después y sin previo aviso, un aguacero interminable que enturbia el ocaso y del que emerge un rumor de tristezas hacinadas en atardeceres igualmente lluviosos; irrumpen, por tanto, astillas de amores desairados, frustraciones olvidadas en algún recodo de la vida y promesas quebrantadas impunemente. La melancolía se encausa hacia aquella impalpable depresión que despluma el irresponsable impulso de vigilar las nalgas de tu compañera (ancas, de las que sea dicho de paso, nunca, bajo ninguna circunstancia, serás su ocasional dueño). Llegan, por vía inductiva, los celos que te impulsan a vislumbrar a tu esposa deseando a sus colegas (o, lo que es peor, siendo deseada por ellos). Piensas, en consecuencia, que no puedes estar tranquilo con tanto ojo hambriento, con tanta mano urgente que se embosca en la cordialidad de un saludo, en la complacencia de un favor o en la mansedumbre de una vieja amistad. Sopesas, una vez has especulado sobre su traición y su consecuente huida, las dimensiones de la intemperie de interrogantes en la que naufragarías. El chaparrón amaga con transformarse, por quinta vez, en un diluvio bíblico. Te contemplas zozobrando en el entrevero policromático de paraguas y bolsas que amparán de la intransigente tormenta, al blower o a la lustrosa frente. Acude el olor a cansancios húmedos y a soledades empantadas que surcarán las busetas y que, al agrietar la tolerancia sobreviviente, te obligarán, contra tu inquebrantable condición de tacaño, a solicitar un taxi. El indómito taconeo evapora las imágenes y las pestilencias para lanzarte a la irrevocable ondulación de las nalgas que te tienen al borde del infarto. Te imaginas -no puedes evitarlo- bajándole los pantalones con más violencia que pasión. La detonación de un relámpago sacude la oficina y, de paso, los crespones de tu entelequia lujuriosa. Suspiras con rabia; tomas el teléfono y digitas los números para pedir el vehículo que te conducirá por los recovecos de una melancolía difusa, al tiempo que Joan Manuel cantará, desde alguna comisura de tu cerebro:

Una balada en otoño,
un canto triste de melancolía,
que nace al morir el día.
Una balada en otoño,
a veces como un murmullo,
y a veces como un lamento
y a veces viento.

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De vez en cuando la vida (Joan Manuel Serrat)

Hay días en los que la vida se levanta con la mirada fría y el cuerpo gris; camina lentamente y está malhumorada. En estos períodos debemos escuchar sus consejos y aguardar que la brisa atice la hoguera de sus ojos. En otras ocasiones, por el contrario, se levanta sonriente y pasea por la casa con collares de flores y ojos de algodón. En ese momento debemos danzar con ella, cantar todas las mañanas y enamorarnos todos los atardeceres…

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Marta (Joan Manuel Serrat)

Las palmeras empujadas por una mano transparente; el rumor del agua lamiendo la arena caliente; la tarde desangrándose sobre el mar y la ciudad sucumbiendo al embate de las tinieblas.

En el fondo de este paisaje aparece una mujer de dieciocho años remolcando la ternura del viento en sus cabellos. Después, por supuesto, el romance a la orilla de la noche y la consecuente despedida del mar, de la arena caliente y de los cabellos del viento.

Más tarde, cuando el tiempo siembra la cicatriz en el alma, el retorno al lugar del crimen y la razonable reincidencia en la memoria: el mar que lavo sus pies y la arena que sostuvo sus pasos; la ciudad donde la vida se durmió y el cielo azul que deletreo su nombre…

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Pueblo Blanco (Joan Manuel Serrat)

Sobre recaídas y rehabilitaciones hablaba Cortazar a su tía en una poema titulado Me Caigo y Me Levanto. Sobre derrumbes y catástrofes versan los documentales del Discovery Channel. Sobre asesinatos, desapariciones y torturas tratan las noticias. Al parecer la vida, y el mundo en el que esta camina, es un continuo y eficiente abatimiento de sus elementos constitutivos. Todo en ellos –en la vida y en el mundo- es cambiar, evolucionar y morir; si esto es así ¿de qué sirve vivir si terminaremos en una fosa o en un panteón? La pregunta, puesta sobre la clara hoja, se ve más tersa, menos híspida: no tiene las cortantes de las reflexiones ni las espinas de la desilusión.

Hace unos años, por otra parte, en el precipicio de un despecho, compre un par de Cd’s de Joan Manuel Serrat. Entre las canciones había una que me gustaba justamente porque abordaba el tema con la mansedumbre de las sinfonías y con el rigor del analista; el argumento de esta se insinúa,  tímido, en la descripción de un pueblo que muere en la indolencia del olvido y la arrogancia de sus habitantes…

Les dejo, pues, con una versión sinfónica de esta canción que encontré en el amando Youtube.

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Lucia (Joan Manuel Serrat)

Hay amores que nacen en las vecindades del desenfreno y su hálito es breve como silencio; otros nacen en las cordilleras de la adversidad y su fruto es dulce; hay amores que se generan en los entresijos de la distancia y su ondulación sobrevive a la hoguera del tiempo…

Estos amores, sin importar su origen, conducen evocaciones al margen de una fecha o guían comentarios en el viento del olvido. En mi caso una mujer con acento de río crecido me ha traído un recuerdo de un año de distancia y una canción que quiero compartir con ustedes y que, por supuesto, le dedico a ella.




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