Archivo mensual: diciembre 2009

Reflexiones en torno al término de los actos

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“De estas calles que ahondan el poniente,
una habrá (no sé cuál) que he recorrido
ya por última vez, indiferente
y sin adivinarlo, sometido”

Límites (Borges)

A las once de la mañana del sábado 3 de mayo de 2003 me despertaba de una borrachera bíblica. Los recuerdos, aunque tenues, danzaban en mi cabeza: la noche fría, la música y una mujer intentando apuñalarme con una navaja. Me palpe el cuerpo; ni un rasguño. Otra aventura sin desenlace fatal, pensé. Los intestinos lanzaban gruñidos amenazantes gracias a que no había comido en los tres días que duró la bebeta.

Aquella mañana no sospeché, sin embargo, que estaba evocando la última chalina. No había forma de saberlo: no había señales en el cielo ni animales realizando actos contra naturales. Nada. Todo fluía con normalidad.

Veintidós días después –domingo 25 de mayo- mientras dictaba una clase de cálculo vectorial, convulsioné violentamente. Luego vinieron las hospitalizaciones, los exámenes y el diagnóstico final: epilepsia post traumática; causa: malasia cortical en la región antero lateral de la circunvolución superior del lóbulo temporal izquierdo; tratamiento: un gramo diario de Fenitoína Sódica.

El neurólogo, el día del análisis, me miró a los ojos y me dijo: “vea; usted tiene problemas de alcoholismo; si decide tomarse la Fenitoína no puede volver a tomarse un trago en su vida. Puede, por otra parte, no ingerir la droga, convulsionar de tres a ocho veces al día y seguir tomando aguardiente. Las convulsiones en sí mismas no lo matarán; sentirá una disminución en sus capacidades cognitivas, pero nada más. Lo peligroso es que tenga un ataque pasando una calle, nadando o manejando; usted decide: no más trago y no más convulsiones o más trago y la posibilidad de morir en la calle como, disculpe que lo diga así, como un perro callejero”. Después de un ataque como el que me dio la respuesta era obvia: no más alcohol. Y así ha sido hasta ahora.

Lo interesante del asunto es aquella idea de no saber cuándo se hace algo por última vez. Quizás alguno de ustedes no volverá a leer en un computador; es probable, igualmente, que alguien, en este instante, esté fumando el último cigarrillo o esté bebiendo el último café. ¡¿No les parece horrible esa perspectiva?!

Aunque suene perverso es bastante factible que eso suceda. El último cigarrillo, a manera de ejemplo, lo consumí, en la carrera décima, a las ocho de la noche del primero de febrero de 2007. Le hubiese hecho, si hubiese sabido que era el cigarro postrero, algún homenaje o lo habría aspirado lentamente; quizá tendría la colilla en una urna custodiada por el cartón de Bachiller; o lo habría guardado junto a las camisas… no sé. Pero simplemente lo fume, lo tire al piso y lo apague con el tacón del zapato. Allí quedó el egregio pitillo: pisado en medio de la acera.

Por ello les pido, amables lectores, que disfruten el cigarrillo, el trago, la comida, lo que sea, como si fuera la última vez, porque, quizás, no existe una nueva oportunidad de hacerlo.

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Mínimas (16)

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Pregunta # 4

Si sólo se trata de lujuria en busca de un cuerpo anhelante, silencio que desea susurros y soledad que demanda migajas de fidelidad; ¿por qué, entonces, es tan embarazoso confesarle al oído cauto, al cuerpo deseoso y a la soledad expectante, que estamos dispuestos a satisfacer sus apetitos?

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Encrucijadas

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Cuando era niño imaginaba que la traición era una carga insufrible. La adolescencia llegó, años después, con la certeza que nunca engañaría a ninguna mujer y mucho menos a un amigo. A los veinticuatro años emergió, sin embargo, la traición con una expresión cordial. Imaginé, al principio, que pertenecía al pegajoso mundo de la fantasía, y como tal la trate; pero los días revelaron que todos los caminos conducen a la infamia y que, si antes no había llegado a ella, había sido por falta de oportunidades. Debo confesar, asimismo, que al comienzo me repugnaban su mirada estrábica y la pestilencia que arrojaban sus dientes ambarinos; pero una vez los ojos se acomodan a la apariencia y el olfato se ajusta al hedor, su compañía se transforma en un haz de luz; afirma con el verbo pomposo que lo hizo merecedor de aquella fama de seductor extraviado que lo acompaña a donde va. Lo conozco desde los días en los que fuimos profesores en un colegio de Fonseca. Él dictaba trigonometría y cálculo en tanto que yo dictaba español en sexto y séptimo. Todas las noches íbamos a beber hasta que la embriaguez nos hundía en la fosca de la melancolía. En numerosas ocasiones compartimos amores. El último de ellos nos empujó, no obstante, a darnos trompadas frente a los alumnos. Esa misma tarde él se vino para Bogotá con el tabique torcido y un ojo morado. Yo hice lo propio, dos días después, con un diente menos y con la familia de Edith buscándome para hacer justicia por su propia mano.

Por ello, mi querido Leonardo, me extravío en los meandros de la carne: nada mejor que gozar los orgasmos pedregosos de las mujeres que crecen a la sombra de los almendros, las manos trémulas de las jóvenes que escapan del cerco de los padres para iniciarse en las artes amatoria o la mirada altanera de las esposas que adornan las frentes de sus maridos; continúa. Vienen a mí, entretanto, los pequeños ojos de Edith y el amor -frenético y ululante- en los atardeceres de Fonseca. Escapaba a la hora del descanso para dirigirse a la casa abandonada que quedaba a tres cuadras de la suya. Allí colgábamos un chinchorro para lanzarnos desde las colinas del amor delirante de una adolescente de diecisiete años junto con la calculada pasión de un hombre de veintiséis. Ella, cuando el sol empezaba a descender, extraía del morral un cepillo redondo con pepitas blancas y empezaba a peinarse con la mirada intrincada en las sombras de los árboles. Después se vestía lentamente, me daba un beso en la frente, daba media vuelta y salía por la rendija de la pared que amenazaba caerse por completo.

El desenfreno patrocinado por la lascivia de Gonzalo causo la perdida de Edith; manifiesto con la voz extraviada en los laberintos del arrepentimiento. Una noche de septiembre le dije a Gonzalo, en medio de una traba de pepas, que violara a Edith. Le solicité, una vez terminó de ejecutar su atrocidad, que la amarrara al árbol del patio. Así lo hizo. Salimos, después de abofetearla y gritarle improperios, a terminar de embriagarnos. Cuando regresé encontré los muebles picados por el machete que custodiaba la casa y una nota en la que Edith me sentenciaba -como lo hicieron sus hermanos años atrás- a morir acuchillado; recapitulo con la voz arenosa.

Edith era la mujer destinada a librarme de las zarpas de la promiscuidad: si hubiera aceptado mis invitaciones, en lugar de las suyas, no hubiera tenido que mendigar sus caricias en las manos de otras mujeres ni me hubiera hundido en la soledad que germina en las comisuras del amor de una noche, señala con una sonrisa opaca. Por eso, cuando Edith me preguntó si sabía donde estaba, no dude en traerla hasta acá. Un silencio viscoso ocupa las tinieblas que amparan el tugurio donde estamos bebiendo desde la noche anterior. La traición es, como empezará a corroborar en un instante, el atajo del cobarde, concluye en el instante en el que un brazo me toma por el cuello y me lanza al suelo. Cuatro puntapiés, segundo después, golpean simultáneamente mi estómago, mi cara y mis piernas. El embate del cuchillo se confunde, acto seguido, con la descarga de baldones que sobreviene a la salva de golpes…

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