Dedicado a las mujeres que despiden, despidieron o despedirán, un amor.
Reemplace, en primer lugar, los ojos que lo amaron; destituya los gladiolos que murmuran desde el pasado; corte la mano que acaricio su frente y entiérrela en los surcos del olvido. Tronche, acto seguido, la luna y expulse las tinieblas que suspiran su nombre. Es de suma importancia que no olvide, en este punto, apagar la voz que mascullaba obscenidades y los labios que medían la geografía de su piel (si no toma en cuenta esta advertencia es probable que la traicione el corazón). Acuchille, una vez se han cerrado las rutas de la evocación, los versos que palpitan detrás de la fotografía, borre las estelas de su sonrisa, anule su voz, apuñale sus palabras, lije sus abrazos, degrade sus afirmaciones y repudie su memoria. Saque -si su voluntad no se ha desmigajado en alguno de los pasos anteriores- la mano que le queda (recuerde que la otra está enterrada en los surcos del olvido); despídase de él, de usted, de las calles que concurrían a su cinismo, del gorjeo de las alondras, de sus besos y de aquel rincón de su cuerpo al que se aferraba en las noches de desasosiego. Encienda, para terminar, su mejor sonrisa y entréguese al azar de los amores susurrantes.