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Clandestinos

muro1(Fuente de la Imagen)

Había noventa centímetros de silencio entre tu curiosidad y la mía. Sin embargo nos manteníamos distantes, serios y ajenos. Así debía ser: al fin de cuentas yo no era más que el primo de tu novio. Ni siquiera podía ser aquel amigo que aprovecha el desorden, los tragos y la algarabía para acercarse, rozar la piel, coquetear sutilmente y luego retirarse. Por aquellos días sólo estaba autorizado a contemplar la manera en la que emergía desde las grietas de las miradas furtivas, un muro enorme, pétreo, de palabras no pronunciadas. “Me gustas”, “me encantas”, “tienes algo que me atrae”, “eres interesante”. Después estaba el silencio y el respeto y las miradas y de nuevo el silencio y de nuevo las miradas y más silencio y el muro crecía y crecía, dele que dele, hasta que no éramos más que conceptos, meras especulaciones en el entramado simbólico, sólo una mancha que parecía mujer, un borrón que parecía hombre. ¡Qué mancha tan atractiva! ¡Qué borrón tan interesante! Éramos lo que nos tocaba ser en las pocas reuniones a las que ibas aferrada a su brazo, la timidez tiñendo tus mejillas. Hola, te decía. Hola, respondías y cada uno a se iba para su esquina. Los salones comunales, las salas, los asados se transformaban entonces en un ring de boxeo donde nos tanteábamos a lo lejos, ojos que medían, que se agachaban o gambeteaban, piernas que se cruzaban y descruzaban, manos que sudaban. Dulce pelea contra nuestros temores, amargo empate a ceros. Hasta luego, decía yo. Chao, respondías tú. Cada uno para su largo túnel de inexistencia hasta que venían los bautizos, el año nuevo y aparecías aferrada a su brazo, las mejillas rojas, las hermosas piernas, los ojos tanteando el terreno. Hola, decía yo. Hola, respondías tú y cada quien se iba para su esquina. Hasta que una noche o una tarde, nunca lo supe, te fuiste de su lado. Se dejaron, y dejándose, me dejaste a mí. Te esperé en fiestas y reuniones familiares. ¿Dónde está su novia?, preguntó algún curioso. Terminamos, pronunció la voz que hacía juego con el brazo al que venías aferrada. Luego todo fue un olvido incapaz de hacer lo que tenía que hacer: anular las migajas sobre las que sostenía esta vinculación que no era relación, amistad, enemistad ni soledad. Sólo vestigios que se acomodaban en aquellas regiones en las que la fantasía construye mentiras. Así te fuiste desvaneciendo hasta ser un murmullo leve, imperceptible, en el concierto de mis recuerdos. Hace un par de minutos, no obstante tu huida hacia la nada, decidiste salir de las catacumbas del olvido y dejar una huella en mi perfil de facebook. A partir de ese instante cada sombra, cada filo, cada brillo clandestino empezó a encajar hasta que te transformaste en la mujer que me esperaba en la otra esquina de todas las reuniones familiares…

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No reside destinatario

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A la memoria de Nabyl Cortes

Veintitrés años. Veintitrés años y una semana. Esa era la edad que usted tenía cuando murió. Ahora que soy uno de esos viejos de los que renegábamos, y a quienes nunca les dimos la oportunidad de explicarse, estoy tentado a decir que usted era un niñito, en diminutivo, como si quisiera acentuar la invalidez de su edad. Veintitrés añitos. Casi nada. Ni siquiera había empezado a construir su identidad, como no lo habíamos hecho ninguno de nosotros (los de siempre, los del colegio, los de toda la vida). Aún éramos lo que nuestros padres habían hecho de nosotros. O querían hacer de nosotros. Después nos fuimos apartando de sus directrices hasta ser lo que somos. ¿Qué somos?, se preguntará usted. La verdad, no sé. Le podría decir, en contraprestación, qué hacemos. A mí, por ejemplo, me da algunas veces por decir que soy profesor. Otras tantas me da por decir que escribo.

¿A qué se dedicaría usted en este momento? Quizás habría seguido con la idea de ser bombero y seguro que habría desistido a mitad de camino. Por ahí contaba Walther a propósito del proyecto, que usted le mostró una foto en la que está sobre uno de aquellos carros de bomberos enormes, rojos, llantas veloces, manubrio postizo, que servían para que uno se desmierdara en la primera callejuela inclinada que apareciera. Si ve que siempre quise ser bombero, dice Walther que dijo usted al tiempo que le mostraba la foto. Poco después de habérselo dicho y de que sobreviniera su muerte (que estuvieron bastante cerca), tuvimos la oportunidad de ver la fotografía gracias a que su abuela la había hallado entre los libros de la habitación que aún le decían, empujadas por la inercia de la costumbre, “el cuarto de Nabyl”. Todos miramos la fotografía con el vértigo de quien contempla la profundidad del abismo y sentimos deseos de llorar largamente, como si se hubiera muerto nuevamente.

O tal vez habría cuajado la idea de ser chef. Marica, deberíamos meternos a un curso de chef en el Sena, me dijo usted al margen de la Calle Cuarenta y Cinco una tarde de lloviznas y presagios. ¡De una!, respondí contagiado por su energía. Tres semanas después averigüe qué debíamos hacer para entrar. Usted nunca lo supo. ¡Cómo iba a saberlo si la muerte no le dio tiempo de enterarse de esas pequeñeces! Se lo iba a decir la noche que le conté al Negro que estaba saliendo con Astrid. Usted, poco después de mi confesión, me miró como si hubiera perdido el juicio. No tuve tiempo de demostrarle que tenía razones poderosas para hacerlo: tenía la certeza que usted y Walther detendrían al Negro mientras yo salía corriendo. Ustedes, contrario a mis expectativas, empezaron a caminar para atrás. Un paso, dos pasos, tres pasos. Clac, clac, clac. El segundero transitando mansamente. El Negro levantándose y mirándome con los ojos inyectados en sangre. Otro paso para atrás y los brazos levantados para evitar que les salpicara sangre a la cara. Mi vida completa desfilando frente a mis ojos a la velocidad de las tragedias. Clac, clac, clac. El segundero continuaba en su tránsito circular. No hay problema, dijo El Negro poco antes que la vida retornara a mi cuerpo.

Después vino el largo y minucioso ejercicio de organizar aquella fiesta en una casa semi-destruida de Chapinero. Venían las ideas, venían las cervezas. Emergían nuevas ideas, emergían nuevas cervezas. Irrumpían otras ideas, irrumpían otras cervezas. Hasta que nos echaron de la tienda y tuvimos que irnos a la casa de Walther. Allí seguimos bebiendo, pero las ideas para la fiesta se habían agotado. Tampoco quedaba rastro de mi intención de ponerle al día sobre las averiguaciones del Sena. Sólo quedábamos nosotros y el recuerdo de la época del colegio. Dele y dele al aguardiente hasta que brotó el amanecer, nítido, agresivo, sobre las terrazas de las casas. En ese momento usted afirmó, con su infatigable optimismo, que dormiría media hora y luego se iría a trabajar. A pesar de su buena voluntad, abrió los ojos a las once de la mañana, justo después que le llegara la certeza que tendría problemas con su tío. Al rato nos fuimos caminando por las calles que naufragaban entre las guedejas del sol del medio día, el dolor de cabeza y las nauseas. Hable y camine, camine y hable, hasta que apareció la buseta por alguna grieta de la mítica Calle Sesenta y Ocho. Emprendió, entonces, su patentado pique de choro al tiempo que me gritaba, nos vemos luego…

Pero no nos vimos luego porque usted se fue de cabeza en el lago. En uso de sus facultades o en ausencia de ellas. No importa. Lo relevante es que se fue de la misma manera que huye la sangre de quien se asusta. O como se acallan el murmullo después de un disparo: de tajo, sin aspavientos, de repente, de un solo golpe.

Siempre he querido pensar que aquella noche del trece de diciembre del dos mil dos, justo diez años antes de estas palabras, usted saltó la reja, evadió la seguridad y posteriormente se dio a la tarea de deambular por el parque. Primero caminando entre las sombras de los árboles, tropezando en los altibajos, cayendo en las inclinaciones que aparecían intempestivamente. Después llevado por la inercia del paseo, por el empuje de los pensamientos. Al final el lago: una mancha más oscura que la oscuridad de la noche. No sé si se fue al borde y se hundió lenta pero irreversiblemente hasta quedar aferrado al fango de la muerte. No sé si pegó el glorioso pique de choro y se lanzó. Plash. Un leve chapoteo de agua y luego el blub de su cuerpo abriéndose camino para la eternidad. Así, en medio de la noche, sin testigos, sin un alma que diera fe de lo que hizo, de lo que dejó de hacer o de lo que le hicieron, si es que le hicieron algo. Sólo dejó conjeturas en las últimas horas de su existencia. Conjeturas y un dolor amargo, difícil de digerir, agrio como el óxido del tiempo, una aflicción que vive atravesándose en las arterias de la memoria.

Solo en su soledad se fue para la perpetuidad en la que nos aguarda con su mirada ladeada, con su tumbao de malevo, con sus veintitrés años y una semana.

¡Qué pronto te fuiste Nabylón!

Cómo me gustaría que aún subsistiéramos en medio de la borrasca etílica para ver cómo van cayendo los compañeros, uno detrás de otro, en los pantanos de la borrachera. Puf, puf, puf. Para después quedarnos aferrados al trago y a la charla sobre las mujeres que nos miran desde la altura de su indiferencia. Nabylón, ¿alguna novedad? Ninguna. ¿Rumbeos? Cero. ¿Y usted? A ceros, como siempre. Y como siempre levantaría el codo para espantar la frustración. Pero queda el trago, diría antes de entregarle la botella. Pero queda el trago, repetiría usted con los ojos vidriosos de la borrachera. Después contemplaríamos las esperanzas que se iran tiñendo con la misma serenidad con la que la alborada envuelve las tinieblas…

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Milena

(Fuente de la Imagen)

Fue la primera mujer sobre la tierra porque antes de ella sólo existían tías, primas, hermana, mamá, ninguna de ellas mujer en la amplitud del término. Ella fue quien convocó cada rincón de la nostalgia y cada hebra de los nervios que la percibían en sus terminaciones desplumadas de tanto contemplarla en una fotografía, de tanto repetir su nombre con la esperanza y el temor que la reiteración tuviera la facultad de hacerla venir de aquella ausencia que tanto se parecía a la Nada que era más grande que mi universo de cinco años. El recuerdo de su cuerpo y sonrisa me daban ganas de algo que no sabía qué era ni de dónde venía, pero que era tan cierto y determinante como el hambre o las ganas de ir al baño. En la penumbra de los días las personas o los eventos parecían anunciar sus cortos pasos, sus ojos cafés, su insoportable seguridad frente a mí, un guiñapo de nervios y tensiones que no pudo articular palabra en los minutos en los que bailamos al compás de un merengue de Wilfrido Vargas. Después de aquella noche de baile y beso regresaba su hermana que era mayor que los dos, su papá que hablaba con voz de trueno, la mamá que parecía copia de mi madrina, su compañera de trabajo. Iban y venían en parejas, solos o los tres, siempre con la misma carcajada poderosa, con la misma amistad holgada, trayéndome el desasosiego, las ganas de llorar, la alegría que se desinflaba al saber que Milena no venía, que se había quedado estudiando o en la casa de una amiga haciendo tareas, acaso paseando por pueblos o ciudades que nunca había oído en mis escasos años de existencia. ¡Cómo es posible que no esté con sus papás!, renegaba para mis adentros con una ira mal contenida; daba media vuelta y bajaba por las mismas escaleras donde la besé por segunda vez, con el alma dos escalones abajo, temerosa de enredarse en sus pestañas o de perderse en los andamios de su confianza penetrante y artera. Una tarde cualquiera dejé de esperarla, de adivinarla en el gorjeo de los copetones, en el cabeceo de la mata de balazo que crecía desenfrenadamente, en las visitas de sus papás, en las reuniones de mis padrinos que congregaban toda suerte de familiares y amigos con hijos de todas las edades entre los que nunca estuvo ella a pesar que Patricia, su hermana, siempre asistía con la sonrisa copiada de su hermana menor, de mi Milena, como llegué a decirle en el escepticismo de los seis años. Luego vino el éxodo hacia nuevas congojas, hacia otras mujeres que me dieron sus labios y la esperanza y el dolor del amor. Nunca, sin embargo, sentía el pánico que despertaban las manos algodonosas, los giros firmes, inequívocos, la mejilla inmensa, inabarcable, la confianza que conocí en Milena. Todas las mujeres tenían el estigma de medirse con ella, mi primer amor, el único que trajo un rebaño de incertidumbres a mis cinco años, el que tuvo la fortuna de encabezar este amor precario y estrecho que sólo puede amar a una mujer a la vez, que fue infortunado en la adolescencia y quien se recuperó a los veintisiete años, cuando la mujer de acento de río crecido me trajo confianza, suerte y también el rosario de relaciones constantes y de días que se han acumulando uno detrás de otro, en una hilera que se alarga más allá de los límites de la visión, y que fueron borrando, desdibujando a Milena, a mi Milena. Al final de tanto desplome, de tanto olvido, la encontré en fecebook. La reconocí, cuando examiné la fotografía del perfil, porque conserva la misma frente amplia bajo el mismo capul, sus ojos perdieron el fulgor de la niñez pero conservan su mirada rasgada, pequeña, forcejeante con la que me miró cuando la invité a bailar entre la guasa de los otros niños, las manos perdieron, o eso parece, su cualidad algodonosa, su sonrisa derivó en la misma mueca dulce y abierta de su mamá. Al fondo de la imagen se puden vislumbrar bombas, regalos y confetis desperdigado en el piso, sugiriendo, casi afirmando, que es el final de una piñata como aquella perdida en los recodos del tiempo en la que le di un beso tímido en su mejilla derecha, en la que me gané una caja de herramientas que mi mamá arrojó a la basura gracias a que le quité una pata a la mesa del comedor con el serrucho que venía en ella, en la que conocí el desasosiego de querer que Milena se fuera para finalizar el tormento que me desgarraba el alma, en la que experimente, por primera vez, que existen fuerzas más poderosas que la voluntad del Ser Humano…

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Mínimas (29)

Pregunta # 8

Lo único que espero del próximo año son aquellos pequeños momentos, insignificantes en su repetición, en su fascinante reincidencia, que se escurren por las rendijas de las horas, de los días, de las semanas que se desbarrancan en meses y años: los atardeceres que asaltan el margen occidental de la Universidad Nacional, transformando el afán de los estudiantes en un caminar pausado, desprovisto de cualquier apremio, en grupos de jóvenes que dialogan a gritos, entre carcajadas atronadoras, crepúsculo que deriva en el tinto que humea entre las tinieblas o en el último cigarrillo del día. Y usted, apreciado lector, atenta lectora, ¿qué espera del próximo año?

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Fanfarria para el hombre común

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Variante de la obra de Aaron Copland

Entiendo que no es fácil luchar con los ojos cerrados, con la boca apretada, en medio de ventiscas, de aguaceros inclementes, en la soledad más ominosa, a la intemperie de los interrogantes, sin saber si esa condición, si ese clima, persistirá. Sé, asimismo, que de algún recodo, de algún callejón oscuro, emerge una mano, acaso un amor, que nos lleva, o al que llevamos, bajo el aguacero que empieza a amainar o que embate con mayor fiereza pero al que, visto bajo esta nueva circunstancia, se acepta, se ama incluso, y descubrimos que la vida (esa que nos pesaba tanto, que nos agobiaba con sus impertinencias) es una fiesta alucinante en la que nos vemos obligados, una que otra vez, a bailar con las feas, con las malcaradas, pero en la que tendremos, de ello no nos quede duda, la oportunidad de hacerlo con las carismáticas, con las hermosas, con las interesantes, las que siempre, qué bueno, esperarán que les hablemos, que nos acerquemos con pasos seguros, con una mirada cómplice, acaso sugerente, que les indique, que les haga saber que soplan vientos favorables o, a lo mejor, que se acercan noches de versos y serenatas… vistas así las cosas, mi apreciado lector, tienes dos opciones frente a la vida: sentarte y aburrirte mientras los demás bailan, ríen, se emborrachan, tal vez se agotan, al igual que nosotros, o puedes, por el contrario, trenzarte con aquella muchacha que toda la noche te ha mirado desde la esquina, bajo aquellas bombas rojas que parecen a lo lejos, acaso por efecto del alcohol, preservativos inflados, aquella niña que no le prestaste atención cuando entraste, o que la viste y te pareció fea al compararla con la morena del fondo o con la rubia de curvas apetitosas que coquetea con la concurrencia, la muchacha, como decía, que ahora, bajo la influencia de las horas, del aguardiente que abunda en las mesas, empieza a gustarte por su silencio, por la solidaridad que ves en sus ojos, por aquellas piernas que emergen de una falda que se acorta a cada segundo, a cada trago, a cada sonrisa… quizás, no lo puedes saber aún, ella te dé lo que necesitas, o, tal vez –tampoco puedes saberlo-, te presente a la jovencita que todos miran, que todos imaginan entre sus sábanas, la que no ha salido a bailar porque continúa esperando que la invites al centro de la pista, para vanagloriarse de bailar contigo, el más denso, el más oscuro y, por tanto, el más interesante de la celebración…

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400

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Un círculo está dividido en 400 grados centesimales. 400 es un Auto Número (también se llama, por alguna razón desconocida, Número Colombiano) en base 10 y, dado que es divisible por su base de diez dígitos, es, asimismo, un Numero de Harshad. 400 fueron los elegidos para sustituir el Boulé (asamblea griega a la que pertenecían 500 ciudadanos mayores de treinta años) que perdió, en el 411 A.C, la Expedición a Sicilia (en esta batalla murieron 40.000 atenienses). El error HTTP 400 se muestra en los casos en los que, por problemas de sintaxis, no se puede cumplir la solicitud hecha por el usuario. 400 eran, en criterio de Ward McAllister, el número de personajes “respetables” de la Ciudad de Nueva York («If you go out side that number you strike people who are either not at ease in a ballroom or else make other people not at ease»). Atari 400 fue el primer computador personal diseñado para competir contra Apple; de este modelo existían dos tipos: Candy, de bajo costo y Colleen, de alto nivel y capacidad (Colleen era la bellísima secretaria de Atari). 400 era el número de plazas del RMS Olympic, primer Transatlántico de la Serie Olympic, hermano del Titanic y del Gigantic (este último fue rebautizado Britannic gracias al hundimiento del segundo de ellos). La Materia Perdida se encuentra, según un equipo de científicos de la Universidad de California, a 400 millones de años luz. 400 Clubes de 55 Asociaciones de fútbol recibirán de la FIFA parte de las ganancias acumuladas en el Mundial Sudáfrica 2010; los Clubes que recibirán mayores beneficios son: Barcelona con 866.267 USD, Bayern de Munich con 778.667 USD y Chelsea con 762.667 USD (la participación depende del número de futbolistas convocados al certamen y del tiempo en el que cada uno de ellos estuvo en el mundial). 400 era el nombre del tren de pasajeros que unía las ciudades de Chicago con Saint Paul y quien era operado por la Chicago and North Western Railway (así se le denominaba porque cubría en 400 minutos los 400 kilómetros que unen estas ciudades). Alarico decidió, en el 400 D.C, acaso empujado por su avidez, ocupar el norte de Italia para ir, posteriormente, sobre Roma (ciudad que, en efecto, saqueó en agosto del 410). 400 son los post publicados en este blog y 400, como ustedes imaginarán, son las palabras que componen esta entrada.

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