Ayer mientras hablábamos intentaba definir el tono de tus ojos: cuando hablabas se inclinaban amenazadoramente hacia las praderas y las flores que navegan en la tibieza. Cuando me escuchabas, sin embargo, se encaramaban en los andamios de las nubes hasta alcanzar el índigo del éter. Luego, cuando el ocaso tiño la conversación de rojo, se transformaron en castillos de arena y niños gritando.
Tus palabras, por otra parte, saltaban y rebotaban en las consonantes, agujereaban las vocales y abatían a las tildes gruñonas. Las mías, por el contrario, calculaban cada paso, se sobrecogían con los giros verbales y se asombraban con la vitalidad de tus palabras.
Hablar contigo es, sin lugar a dudas, un ejercicio que pienso repetir con frecuencia.
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