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No reside destinatario

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A la memoria de Nabyl Cortes

Veintitrés años. Veintitrés años y una semana. Esa era la edad que usted tenía cuando murió. Ahora que soy uno de esos viejos de los que renegábamos, y a quienes nunca les dimos la oportunidad de explicarse, estoy tentado a decir que usted era un niñito, en diminutivo, como si quisiera acentuar la invalidez de su edad. Veintitrés añitos. Casi nada. Ni siquiera había empezado a construir su identidad, como no lo habíamos hecho ninguno de nosotros (los de siempre, los del colegio, los de toda la vida). Aún éramos lo que nuestros padres habían hecho de nosotros. O querían hacer de nosotros. Después nos fuimos apartando de sus directrices hasta ser lo que somos. ¿Qué somos?, se preguntará usted. La verdad, no sé. Le podría decir, en contraprestación, qué hacemos. A mí, por ejemplo, me da algunas veces por decir que soy profesor. Otras tantas me da por decir que escribo.

¿A qué se dedicaría usted en este momento? Quizás habría seguido con la idea de ser bombero y seguro que habría desistido a mitad de camino. Por ahí contaba Walther a propósito del proyecto, que usted le mostró una foto en la que está sobre uno de aquellos carros de bomberos enormes, rojos, llantas veloces, manubrio postizo, que servían para que uno se desmierdara en la primera callejuela inclinada que apareciera. Si ve que siempre quise ser bombero, dice Walther que dijo usted al tiempo que le mostraba la foto. Poco después de habérselo dicho y de que sobreviniera su muerte (que estuvieron bastante cerca), tuvimos la oportunidad de ver la fotografía gracias a que su abuela la había hallado entre los libros de la habitación que aún le decían, empujadas por la inercia de la costumbre, “el cuarto de Nabyl”. Todos miramos la fotografía con el vértigo de quien contempla la profundidad del abismo y sentimos deseos de llorar largamente, como si se hubiera muerto nuevamente.

O tal vez habría cuajado la idea de ser chef. Marica, deberíamos meternos a un curso de chef en el Sena, me dijo usted al margen de la Calle Cuarenta y Cinco una tarde de lloviznas y presagios. ¡De una!, respondí contagiado por su energía. Tres semanas después averigüe qué debíamos hacer para entrar. Usted nunca lo supo. ¡Cómo iba a saberlo si la muerte no le dio tiempo de enterarse de esas pequeñeces! Se lo iba a decir la noche que le conté al Negro que estaba saliendo con Astrid. Usted, poco después de mi confesión, me miró como si hubiera perdido el juicio. No tuve tiempo de demostrarle que tenía razones poderosas para hacerlo: tenía la certeza que usted y Walther detendrían al Negro mientras yo salía corriendo. Ustedes, contrario a mis expectativas, empezaron a caminar para atrás. Un paso, dos pasos, tres pasos. Clac, clac, clac. El segundero transitando mansamente. El Negro levantándose y mirándome con los ojos inyectados en sangre. Otro paso para atrás y los brazos levantados para evitar que les salpicara sangre a la cara. Mi vida completa desfilando frente a mis ojos a la velocidad de las tragedias. Clac, clac, clac. El segundero continuaba en su tránsito circular. No hay problema, dijo El Negro poco antes que la vida retornara a mi cuerpo.

Después vino el largo y minucioso ejercicio de organizar aquella fiesta en una casa semi-destruida de Chapinero. Venían las ideas, venían las cervezas. Emergían nuevas ideas, emergían nuevas cervezas. Irrumpían otras ideas, irrumpían otras cervezas. Hasta que nos echaron de la tienda y tuvimos que irnos a la casa de Walther. Allí seguimos bebiendo, pero las ideas para la fiesta se habían agotado. Tampoco quedaba rastro de mi intención de ponerle al día sobre las averiguaciones del Sena. Sólo quedábamos nosotros y el recuerdo de la época del colegio. Dele y dele al aguardiente hasta que brotó el amanecer, nítido, agresivo, sobre las terrazas de las casas. En ese momento usted afirmó, con su infatigable optimismo, que dormiría media hora y luego se iría a trabajar. A pesar de su buena voluntad, abrió los ojos a las once de la mañana, justo después que le llegara la certeza que tendría problemas con su tío. Al rato nos fuimos caminando por las calles que naufragaban entre las guedejas del sol del medio día, el dolor de cabeza y las nauseas. Hable y camine, camine y hable, hasta que apareció la buseta por alguna grieta de la mítica Calle Sesenta y Ocho. Emprendió, entonces, su patentado pique de choro al tiempo que me gritaba, nos vemos luego…

Pero no nos vimos luego porque usted se fue de cabeza en el lago. En uso de sus facultades o en ausencia de ellas. No importa. Lo relevante es que se fue de la misma manera que huye la sangre de quien se asusta. O como se acallan el murmullo después de un disparo: de tajo, sin aspavientos, de repente, de un solo golpe.

Siempre he querido pensar que aquella noche del trece de diciembre del dos mil dos, justo diez años antes de estas palabras, usted saltó la reja, evadió la seguridad y posteriormente se dio a la tarea de deambular por el parque. Primero caminando entre las sombras de los árboles, tropezando en los altibajos, cayendo en las inclinaciones que aparecían intempestivamente. Después llevado por la inercia del paseo, por el empuje de los pensamientos. Al final el lago: una mancha más oscura que la oscuridad de la noche. No sé si se fue al borde y se hundió lenta pero irreversiblemente hasta quedar aferrado al fango de la muerte. No sé si pegó el glorioso pique de choro y se lanzó. Plash. Un leve chapoteo de agua y luego el blub de su cuerpo abriéndose camino para la eternidad. Así, en medio de la noche, sin testigos, sin un alma que diera fe de lo que hizo, de lo que dejó de hacer o de lo que le hicieron, si es que le hicieron algo. Sólo dejó conjeturas en las últimas horas de su existencia. Conjeturas y un dolor amargo, difícil de digerir, agrio como el óxido del tiempo, una aflicción que vive atravesándose en las arterias de la memoria.

Solo en su soledad se fue para la perpetuidad en la que nos aguarda con su mirada ladeada, con su tumbao de malevo, con sus veintitrés años y una semana.

¡Qué pronto te fuiste Nabylón!

Cómo me gustaría que aún subsistiéramos en medio de la borrasca etílica para ver cómo van cayendo los compañeros, uno detrás de otro, en los pantanos de la borrachera. Puf, puf, puf. Para después quedarnos aferrados al trago y a la charla sobre las mujeres que nos miran desde la altura de su indiferencia. Nabylón, ¿alguna novedad? Ninguna. ¿Rumbeos? Cero. ¿Y usted? A ceros, como siempre. Y como siempre levantaría el codo para espantar la frustración. Pero queda el trago, diría antes de entregarle la botella. Pero queda el trago, repetiría usted con los ojos vidriosos de la borrachera. Después contemplaríamos las esperanzas que se iran tiñendo con la misma serenidad con la que la alborada envuelve las tinieblas…

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Cuarenta y tres metros

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Fue suficiente un roce de miradas para que nos conectáramos desde las dos orillas de un río de personas y mesas. Ella estaba con su pareja y yo estaba sentado junto a mi esposa. Marjorie, mi mujer, no tardó en descubrir las ojeadas que erraban por los cuarenta y tres metros que nos separaban. Arribó la incomodidad con todos sus aguijones. ¿Quién es ella?, pregunto interrumpiendo una conversación azarosa. ¿Quién?, respondí como lo hacen todos los hombres que se sienten descubiertos antes que las ideas (las malas ideas) concluyan su proceso de maduración. Ella, la que lo mira desde hace una hora (no era una hora sino catorce minutos). ¿Cuál?, rematé con otro interrogante con la esperanza que se perdiera en el laberinto de dudas y respuestas para que emergiera, minutos después, en un diálogo inofensivo. Eso, hágase el pendejo, objetó, destruyendo, de esa manera, la única estrategia existente desde los días en los que Filipo de Macedonía, padre de Alejando Magno, la estableciera: confunde y reinarás (creo, de hecho, que es divide y reinarás; para el presente episodio tiene, sin embargo, la misma validez). El caso es que arribó, al término de un bufido que descuadernó los arbustos, una ráfaga de silencio que abrió un abismo de segundos que se marchitaban lentamente.

Poco después la muchacha se levantó y vino contoneando las caderas en una vorágine de balanceos provocativos que succionaba manteles y hojas, que decapitaba frases, que despeinaba las hebras de viento. Marjorie se encrespó cual mar embravecida. No existe mujer que acepte que otra venga a pavonearse de esa manera en el territorio que no es territorio, ni enclave o consulado, sino un espacio tan etéreo como la ley que lo genera y tan escurridizo como los múltiples estatutos que le crecen con los años hasta transformarlo en una maraña de normas tácitas y explícitas que siempre, sin excepción, castigan al hombre por ser como es. Ella continuaba acercándose y Marjorie seguía erizándose como si fuera un animal defendiendo la comarca en el que habrán hijos, casas a quince años, deudas, peleas y reconciliaciones; es decir, en el que hay futuro en estado sólido.

Yo, entretanto, quería bramar con todas las fuerzas de la testosterona que burbujeaba en las vecindades de los ojos. Y no era para menos: ella, ese imperio de carne y sensualidad, venía a toda vela a mi encuentro sin temerle a la mirada rencorosa de mi esposa, a los susurros que hacían ondular su minúscula falda, ni a su pareja. Nada la detenía. Parecía que sólo la impulsaba el deseo de poseerme en un frenesí de sudor y flujos seminales. El cerebro para este momento había apagado todas sus funciones cognoscentes y sólo operaba en modo emergencia. Simultáneamente la especie humana, la bendita especie humana, pedía desde las cumbres metafísicas que hiciera posible su perpetuación. Quizás, me digo en el instante que escribo estas palabras, es el único momento en el que el acto y la potencia son uno y la misma cosa: la perpetuación de la especie (que sólo existe en potencia) se cumple en el ejercicio sexual (que sólo se consuma en acto)… en fin. Concomitante con el llamado de la especie, pero desde los abismos de la animalidad, rugía el instinto sexual: toda la fuerza de la naturaleza se acumulaba en una región que demandaba toda la sangre posible, abandonando, de esa manera, al pobre cerebro a la deriva de su suerte (que era poca).

Ella seguía acortando la infinita distancia que nos separaba. Marjorie la miraba con los ojos inyectados de sangre, en tanto arrugaba la servilleta para retener el alarido que ahogaría el fandango con la eficiencia de un cañonazo. Seguía acercándose y mi mujer continuaba poniéndose rígida y le vibraban los maseteros y el músculo orbicular. La respiración se había transformado en una especie de sortilegio que pretendía convocar un rayo que la reduciría a un cúmulo de ceniza y rescoldos que ella pisotearía a su antojo.

Me levanté cuando le faltaban dos centímetros para llegar a la mesa. Las piernas sólo se sostenían por el ímpetu de la reproducción. Cuando estaba frente a mí dijo en un susurro leve, manso como el silencio que se filtra entre los versos, tierno como la sonrisa de una mujer, Hola. Hola respondí al tiempo que ella continuaba su marcha hasta llegar a la mesa que estaba detrás de mí y abrazar a un hombre corpulento. La sangre se redistribuyó instantáneamente por todos los órganos y extremidades hasta llegar al cerebro (quien dos segundos antes me avisó, a pesar de su avanzado grado de invalidez, que había hecho el ridículo). Sentía que todos me observaban, pero mi esposa era la única que me lanzaba una mirada que helaba la sangre. ¡Idiota!, señaló con rabia. Luego se hundió en una región perdida en las nebulosidades de la indignación. Yo sabía que era lo último que le escucharía esa noche (y quizás el resto de semana). Mañana, o el próximo mes, dependiendo de su humor, cuando vuelva a hacer uso de la palabra, se referirá a ella como “la zorra del centro comercial” (acentuando las comillas con voz temblorosa) y me recordará este episodio hasta el final de mis días para hacerme pagar, de esa manera, la osadía de haberle mostrado, así sea por un par de segundos, la posibilidad de que ese futuro sólido se puede derretir y escurrirse por la rendija de la primera mujer que atraviesa el cuarto piso de un centro comercial.

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Trote de las horas (1)

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Dedicado a Diego Navarrete en su cumpleaños treinta y tres

Vamos en medio de la carretera que separa, o mejor, que une a Villa de Leyva con Arcabuco, es de noche, cerca de las ocho, es siete de diciembre de mil novecientos ochenta y siete, Día de la Velitas, en mayúsculas, como todas las festividades en esta nación de conmemoraciones. Las montañas se iluminan por bombillitos pequeños que en realidad son montones de helechos, de hierba seca, de leña quemándose para saludar a la Virgen que pasará levitando encima de las volutas de humo. El año anterior, recuerdo mientras avanzamos en esta oscuridad tan impenetrable, tan densa que hay que separarla con las manos, ayudaba a mi abuelo a reunir helechos, chamizos, troncos grandes y pequeños que se fueron amontonando, que fueron creciendo, avanzando en su afán de remontar las alturas de las que bajaron para transformarse en este cúmulo de materia inerte; después, cuando la tumulto superaba los dos metros, cuando la noche se hizo espesa, mi abuelo prendió un trapo viejo y lo lanzó al montón que se encendió inmediatamente con una furia descomunal, gemían los troncos en su última agonía, la llama crecía y crecía y crecía y crecía en busca del tapete de estrellas que titilaban indiferentes a nuestros destinos, a nuestras desventuras. Yo no sabía si gritar o llorar de la impresión que me causaba esa enorme bola de fuego que expelía un calor capaz de deshacernos con la misma eficiencia con la que la lupa derrite soldaditos de plástico. Entre más crecía más nos alejábamos por la impertinencia de las llamas, “así es el infierno”, afirmaba Cleotilde, la compañera de mi abuelo, la moza, como le decía mi mamá con un odio visceral, “por eso hay que leer las Sagradas Escrituras”, concluía con la mirada extraviada, con la voz perdiéndose en los meandros de la demencia que se la llevaba de año en año por caminos de herradura, por calles empedradas, a gritar incoherencias, a vociferar con la boca llena de espumarajos, con una biblia maltrecha que años después yo le robaría, hasta que los hijos la traían a Bogotá y le daban kilos de Carbamazepina (la misma que consumo pero por razones distintas) hasta hacerla regresar a los esquivos cauces de la razón. Vamos llegando al Alto de Cane, la quebrada suena al fondo, entre las tinieblas, yéndose, huyendo de la vida que vibra en las gargantas de las ranas. Por acá pasaré ocho años después en el techo del bus de Calambres con seis amigos, los del colegio, los de toda la vida, los imprescindibles, los que siempre estarán para recordar o para hablar o para vivir. Íbamos, decía, embruteciéndonos con Ron Tres Esquinas, con Peches, con el viento, con el sol, con el paisaje y con la juventud que parecía eterna y que veinticuatro años después de esta noche de luna nueva, de evocaciones, de recuerdos y premoniciones, se deshilachará en las agujas de todos los relojes que le saldrán al paso, en los amores no correspondidos, en las encrucijadas, en todo quedarán aferradas las hebras de esa juventud que nos subirá a esa bus olvidado de la mano de Dios. Luego tomamos, tomaremos, porque será ocho años después de este viaje que empieza a hacerse largo, diez galones de chicha, 37,85 litros, 37850 centímetros cúbicos de bebida espirituosa, ancestral como la tierra a la que la regresaremos entre arcadas, entre la mirada asombrada de Cleotilde y las carcajadas de Javier. El que mejor estará será Diego Navarrete, a quien va dedicado este escrito, de quien quería hablar, pero la escritura es caprichosa, resabiada como una mula: por más que uno le jale las riendas se va por esos andurriales espinosos, escabrosos, peñas por las que uno se puede ir de cara contra el mundo para levantarse sin dientes, sin un ojo, manco como aseguran que era Cervantes. Diego Navarrete, decía, estará más lúcido, pondrá orden en ese naufragio de murmuraciones, de exclamaciones que pedirán la atención de los demás, de carreras vacilantes para vomitar afuera, al lado del cerezo, bajo los andenes de la Vía Láctea. ¡Tanta lucidez en este laberinto de existencias descarriadas! Tomaremos caldo mientras los otros dormirán los excesos etílicos, redondearemos las pocas ideas que no se fueron por las cañerías de la noche. Después todo lo consumirá el olvido, la negligencia de esta cabeza que recuerda lo que quiere, lo que le viene en gana, de esta cabeza que mastica y bota, que chupa la savia de algunos instantes y bota el resto del día, con todos sus filos, con todo y los millones de palabras que entraron y salieron de ella. Entre charla y charla vamos llegando a la Tienda de Joaquín, la misma que me verá borracho cientos de veces, en la que correré para no morir asesinado por las balas de Jacinto Espitia, un veterano de alguna de esas guerras que le nacen al planeta como verrugas en su lomo, que me verá agonizar de amor por una muchacha que no me dará ni la hora, que me verá comprar una canasta de cerveza para mis amigos del colegio con plata ajena, con dinero hurtado. Es hora de bajarnos de este sonajero de ventanas y puertas desajustadas, contemplo las bombillas que empiezan a extinguirse en las montañas que sobrevivirán al holocausto nuclear al tiempo que llega a mi oído los sonidos lentos, uniformes, que conducen a Joaquín entre las breñas de su ceguera. Tomemos este sendero irregular que nos llevará a la casa en la que mi abuelo duerme su borrachera diaria, su eterna fuga de este vida que lo devorará dieciseises años después, como me devorará a mí, como los devorará a ustedes, pacientes lectores.

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Carta al silencio de la noche (12)

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Fuiste, en el galope de la niñez, la más inalcanzable de mis fantasías. Tu estatura y confianza aventajaban, en el momento que nos conocimos, la timidez de mis estrenados nueve años. Recuerdo que esa noche mi mamá me arrastro, como acostumbraba hacerlo por aquellos años de poco carácter, hasta tu silla; encajó tu mano en la mía y me ordenó, con el tono castrense que aún conserva, bailar contigo. El pánico preliminar se diluyó, segundos después, en las fronteras de tu ternura al igual que la incertidumbre de mis pasos vacilantes se transformó, gracias al imperio de tu paciencia, en aceptables ondulaciones.

El siguiente año nos encontramos, por aquellas contingencias de la navidad, en la casa de tu tía. Constaté, en el instante que te vi, que el arribo a la primera década no trajo la valentía que había insinuado mi ingenuidad: no tuve el valor de saludarte y, menos aún, de hablar contigo; pude, tan sólo, lanzar una sonrisa magullada cuando tú y tu familia se marcharon a celebrar la Noche Buena (aquel diciembre inició la serie de reuniones navideñas en las que -salvo por tres modestas conversaciones- te contemplaba desde el abismo de la cobardía).

El tiempo borró -cuando la adolescencia entró por la ventana de mi infancia- los trazos de un amor diseñado para sobrevivir al amparo del silencio. Poco quedó, por tanto, cuando el mismo azar que nos reunió en aquellas celebraciones decembrinas nos empujó a ser vecinos. Pude -gracias a que la indecisión se transformo, al igual que la abstinencia de palabras, en una anécdota almacenada en el cajón de la deshonra- paladear los coloquios que el amor, por vías de la paradoja, no autorizó en la niñez que, para mi fortuna, partía lentamente (nunca, en los días de vecindad, cometí la imprudencia de suponer que el acopio de tertulias y lugares comunes construiría el anhelado noviazgo).

Hoy, después de quince años de olvido, tu recuerdo emergió aferrado a los matices del ocaso. Traías aquella mirada que encrespaba mi tranquilidad y las manos que me guiaron en la manigua de los acordes tropicales…

Sean, pues, estas palabras un tributo a ti, mi primer –y acaso único- amor platónico.

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Susurros del destino

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Hasta ayer ubicaba a mis hijos en el lejano (y acaso inaccesible) futuro. No tenían personalidad definida, tono de piel, color de ojos ni nombre. Eran, en pocas palabras, una ventana abierta al horizonte. Esta mañana, sin embargo, uno de ellos (o el único de ellos, no lo sé) emergió en los sueños de Marjorie. Es chiquito y blanquito, aseguró en medio de aquellas sonrisas centelleantes que la hacen dueña y señora de mis pensamientos. ¡Qué bien!, me dije en medio del asombro; ¡heredará los matices de mi piel y mi estatura! La miré a los ojos, y a pesar que hubiera querido decirle -además de lo anterior-que preferiría que alcanzara la estatura que me fue negada, las palabras no se decidieron a profanar el silencio que cayó sobre la mañana gris. Extendí el brazo y le desordené la melena con mis dedos. Me lanzó una mirada tierna al tiempo que la evocación se desvanecía en las tinieblas del olvido.

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Evocaciones (7)

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Aquel atardecer el viento acariciaba mansamente las ramas de las acacias y sacudía con ternura los pétalos de las begonias. El sol sonreía pálidamente sobre el asfalto humedecido por una tímida llovizna. El timbre del teléfono encrespó el silencio en el que navegaba el apartamento. Camine lentamente hacia el aparato que repiqueteaba desde la yerma sala. Al levantarlo oí la voz de la vecina preguntando por mi mamá. No señora Patricia; ella no está, dije con desgano; yo le digo, no se preocupe, rematé. Colgué con la certeza que no le diría nada a mi mamá. Miré el reloj de mi muñeca. Las tres y media de la tarde; hora de salir. Tomé la maleta que me espera sobre el sofá y me dirijí a la puerta. El teléfono vuelve a despeinar la tregua que presagia ausencias. Doy media vuelta y me acerco al artefacto. Al contestar escucho la misma voz arenosa. En esta ocasión el recado se hace más largo y específico. Contemplo con impaciencia al segundero pisar las líneas grises del reloj. Por alguna razón recuerdo las películas gringas de beisbolistas que se lanzan sobre arenosas almohadillas con ovaciones de fondo. La vecina sigue explicando al detalle las circunstancias que la obligaron llamar dos veces al apartamento. Los canarios lanzan un triste gorjeo detrás de las rejas. Señora Patricia, digo en medio del tumulto de palabras; tengo que salir ahora mismo para Tunja. Cuelgo sin dar otra explicación ni esperar respuesta.

A la mitad de la cuadra veo cruzar el colectivo por la avenida. Me debato entre esperar el próximo o correr detrás de este. Al término de un segundo de deliberación me lanzó a trotar por las hendidas callejuelas. Un rugido manso anuncia la decisión del conductor de elevar la velocidad. Freno en seco. Lanzo un improperio ampuloso que incomoda a la señora que espera, a la sombra de un árbol cetrino, el arribo del sosiego. Me ubico en el margen de la sombra del mismo arbusto con el fin de esperar el advenimiento del próximo colectivo. El viento, entre tanto, decide juguetear con una bolsa blanca de un supermercado del barrio. El cierzo, después de algunos segundos de invisibles trompadas, decide enganchar la chuspa a un remolino de polvo y hojas que retorna de la esquina. Lanzo una sonrisa de doce quilates que irrita a mi vecina de andén. Brota del remolino de hojarascas un colectivo blanco. Rueda, contrario del primer vehículo, con paciencia mineral. Insto al conductor, mediante un rosario de insultos, a que acelere el autobús. Leyendo mi mente –o acaso mis labios- el piloto detiene el automotor. ¡Malnacido!, grito con rabia. Uiiichhh, dice la señora al tiempo que abandona la tersa sombra. Camino hacia el microbús clavando los tacones en el pasto. Me subo con ira, pago el pasaje y me acomodo en el segundo asiento de la fila de sillas que escoltan al auriga grecoquimbaya. El chofer me mira por el retrovisor con sorna. Siento el impulso de ultrajarlo pero el instinto de supervivencia ataja mi boca. Lanzo, como sucedáneo, una mirada estriada. El automóvil huye de la tolvanera con un trote que rasguña mi paciencia.

Frente al centro comercial Plaza Imperial una mujer levanta la mano para anunciar el deseo de tomar el vehículo. Este frena diez metros adelante del lugar donde ella espera con el brazo alzado. Camina lentamente hasta la ventana del copiloto y le pregunta al conductor si pasa por el Éxito de la 170. Sí, dice él secamente. Gracias señor, dice al aire frío del atardecer. Al subir la miro a los ojos; ella hace lo propio. Se dirige hasta mí al tiempo que giro sobre mis nalgas para dejar franco la ruta hacia la silla de la ventana. Se sienta. Murmura entre dientes una frase que no logro entender. La miro con curiosidad. Ella, al parecer, no se percata de mi contemplación inquisidora. Saca dos billetes del bolsillo de la maleta. Mete las manos a los bolsillos de su Jean en busca de monedas. Continúa musitando palabras incomprensibles. Saca, al final de una larga pesquisa, una moneda de doscientos pesos; introduce uno de los billetes al mismo saquillo donde salió. Me mira a los ojos al tiempo que dice: pagas, por favor. Lo hace con tal naturalidad que tomo el billete ajado y la moneda tibia (mis manos en ese momento estaban congeladas) y se los entrego a la señora del puesto de adelante para que las deposite en el perol metálico. Giro la cabeza para observarla de nuevo. Algo en ella me es familiar pero no logro saber qué es. Quizás la conozco en alguna de aquellas vidas paralelas que abandonamos con cada decisión, con cada quiebre del azar. Acaso, continuaba pensando mientras ella se perdía en la contemplación, atiborró mi vida de emociones, sentimientos y esperanzas en algún sendero claro que jamás conoceré. Una fuerza invisible me impulsó a preguntarle hacia qué lugar viajaba. Voy hacia Duitama, me dijo con la mirada ensartada en mis ojos. Y tú, ¿a dónde vas?, preguntó sin desclavar los ojos. Voy a Tunja, dije con un tono oloroso a laureles…

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Mi vida en cifras

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He vivido 10598 días. He estado 22 años inscrito a algún tipo de institución escolar. He hecho 22 semestres de pregrado (dos de los cuales los hice de noche). He iniciado dos carreras y no he terminado ninguna. He inscrito 75 materias en pregrado de las que he aprobado 43. Me han sacado en pregrado más de 225 notas. Fume 12 años y bebí 10 años. Estuve 3 años vinculado al ejército. Me he enamorado más de cincuenta veces (la mayoría no se ha enterado). Sólo una vez lloré por una mujer. He tenido cuatro novias formalmente (dos de ellas me aventajaban en edad). La policía me ha detenido cuatro veces (dos por estar borracho, una por echar piedra y otra por empujar a un patrullero). Estuve en dos tiroteos. Dos veces me han intentado acuchillar (las dos veces ebrio y a causa de una mujer). Cinco veces me han robado intimidándome con un arma. Me han hospitalizado tres veces: a los 5 años por un ataque de asma; a los 17 por un accidente de tránsito; a los 23 por una crisis convulsiva. Estuve en coma durante veintidós horas. He convulsionado una vez. Me leí tres veces El Mundo Como Voluntad y Representación de Schopenhauer y cuatro veces El amor en los Tiempos del Cólera de García Márquez. Leí el Quijote entre las nueve de la mañana y las once de la mañana del día siguiente (con 8 interrupciones: cinco viajes al baño, una llamada y dos recesos para comer). Leí más de doce novelas de Herman Hesse y todos los libros de Pessoa que estaban en la Biblioteca Luis Ángel Arango en el año 2001. He visitado treinta y nueve bibliotecas. Tengo una hermana menor y más de setenta primos. Nunca he salido del país. He sembrado tres árboles, no he escrito ningún libro y no tengo hijos. Jugué ajedrez doce veces embriagado (todas con mi primo). Tres veces acompañé el alcohol con Bach (una de ellas aluciné por el exceso de alcohol). Cinco veces me emborraché solo. Una vez me tomé 375 c.c. de aguardiente de dos tragos. Dos veces tomé 45 cervezas (las dos ocasiones con mi primo Rodrigo). Ocho veces amanecí en una casa desconocida sin saber cómo llegué a ella. Uno de mis amigos (Nabyl) apareció muerto una madrugada de diciembre. Otro de mis amigos (Diego Patiño) vive en Francia desde hace nueve años. Diego Navarrete (amigo del colegio) ha estado en Francia, en Holanda y creo que en las Guyanas. Una vez me di trompadas con uno de mis amigos (Giovanny). He dado clases de matemáticas (casi todas sus áreas) y de Física (Movimiento Armónico Simple, Electricidad y Magnetismo). He salido dos veces en televisión y he tenido una presentación de teatro callejero…

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