No hablábamos mucho, es cierto. Tampoco se puede decir que tuvimos una amistad a prueba de ventiscas, y mucho menos de ventarrones. Te llamaba cuatro o cinco veces al año y nos encontrábamos igual número de veces. Conversábamos sobre lugares y amigos comunes. La tertulia decaía varias veces, pero no me importaba puesto que sabía- y aún sé- que tendremos cientos de amaneceres juntos para agotar las palabras que tengo sembradas en la garganta. (Viendo tus fotos en ignotas tierras pensaba que veremos, quizás, los ribetes de nuestra salud amarillarse a causa del otoño de los años y, tal vez, tendremos descendencia que juzgarán nuestros errores).
Lo incompresible, en ese orden de ideas, es el temor que le des la espalda a nuestro destino quedándote en las campiñas del norte. Tiemblo, por tanto, al pensar que dejarás versos huérfanos y amaneceres oscurecidos; o al suponer que tus manos no sembraran caricias en mi pecho y tu lengua no labrara mi boca en las cumbres de la pasión. Y me amedrento que esto pase porque, desde aquella madrugada de diciembre he construido, con las migajas de paciencia que dejan los días, castillos de paredes ambarinas y torres que rasguñan el cielo. ¿Imagínate tener que abatir paredes y acuchillar cocodrilos?
¡Tantas palabras y tantas quejas para decirte que te extraño y que espero que cumplas tu promesa de visitarme en enero!
(Estas palabras nunca llegarán a tus ojos por obvias razones).