Somos, en este pequeño reducto de minutos acorralados, de horas marginales, dos náufragos que comparten la incertidumbre del cuerpo (si es posible que aquellos actos puedan participar de la generosidad de aquel verbo). No podemos, por tanto, menos que desearnos sin complejos ni culpas gracias a los destellos de las prohibiciones, a la comodidad que supone llamarte Narnia en lugar de decirte Cristina, o Juliana (hecho que me introduciría, si se mira con detenimiento, en tu mundo de cabriolas y rebotes con el título de amante, del otro, de aquel a quien visitas cuando el alma te pide vértigo o precipicios) o que me llames Florentino en vez de decirme Diego, como me dicen todos, o casi todos, encajándote así en este laberinto de silencios, de miradas extraviadas, de sueños confusos, en el que caen quienes me conocen. Por ello me alegra cuando llega el correo en el que informas (porque sabes que tus bien proporcionadas carnes te dan la posibilidad de exigir) que debo esperarte a las tres de la tarde en la Estación de Las Flores (lugar donde, en efecto, aguardo a que llegues con aquel pesimismo sin fisuras con el que recibes la vida, con aquel jean que acentúa cada turgencia y cada hondonada, con aquella blusa de botones que se abren a voluntad). Luego caminamos hacia el mismo motel, hacia la misma señora que nos recibe con ojos enrojecidos por el sueño o la rabia y quien nos asigna uno de aquellos cuartos que zozobran en el silencio de la tarde. Entramos, nos desvestimos lentamente, sin afanes, mientras empiezo a ser el Florentino de versos dulzones, de amores contrariados al tiempo que te transmutas en la tierra inabarcable, perturbadora si se quiere, en la que se tuercen mis escrúpulos. Arriban, a los pocos segundos, las caricias agitadas, las frases hiperventiladas, la penetración que hace rechinar el camastro, el orgasmo que comprime los segundos y la mirada turbia que deriva en un abrazo desesperado. Después vienen las frases deshilachadas, los comentarios sobre el clima, el acopio de prendas, el maquillaje apresurado, las manos surcando faldas y blusas magulladas, la despedida que evita la caricia o el compromiso y la promesa que nunca llega pero que se asoma a la confusión de las siete, a la barahúnda de vehículos agobiados por el peso de la noche, a los ojos (tus ojos) enternecidos. Te transformas, una vez has cruzado la puerta, en Cristina o en Juliana, la estudiante, la novia ejemplar, la hija dedicada, la jovencita de curvas convergentes y opiniones divergentes que comete el acierto de tener encuentros furtivos con un tipo que conoció en formspring (aquel lobanillo de twitter) y quien le permite evadir los rectos caminos de la razón con la misma eficiencia con la que el verso elude las tinieblas del silencio…
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