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Mario Saavedra, diez años atrás, expuso lo que él denominó entre pielrojas y cervezas, la Parábola del Triciclo y la Bicicleta.
Lo primero que hacemos cuando nos regalan una bicicleta es abandonar el triciclo, decía él. Sin embargo, un día alguien decide montar el triciclo y uno, por más que tenga bicicleta, y por más que no use el triciclo, se ofende. No sólo se ofende, entra en cólera y arremete contra el que se atrevió a tomarlo abusivamente. Después que cesa el peligro, vuelve a dejarlo arrumado entre cacharros viejos e inservibles, toma la bicicleta y se va a dar una vuelta mientras el triciclo empezará a perderse en el olvido y la indiferencia.
Quizás eso nos pasó con los setenta y cinco mil kilómetros cuadrados de mar que fueron nuestros desde el 25 de noviembre de 1802, día en el que los habitantes de la isla pidieron a la corona española depender del Virreinato de la Nueva Granada y no de la Capitanía General de Guatemala. O, si se quiere, desde el 20 de noviembre de 1803, día en el que la Corona Española, por intermedio del virrey Caballero y Góngora, emitió la cédula real en la que se pone este territorio bajo la jurisdicción de La Real Audiencia de Santa Fe de Bogotá.
¿Qué hicimos con ella durante ese periodo de tiempo?
No sé. Puedo decir, sin embargo, qué No se hicimos por más de doscientos años: no se explotó, no la conocimos y no la sentimos como parte del territorio nacional. Los únicos que explotaron, conocieron y quizás hayan llegado a sentir propia esa superficie marina, fueron los doscientos pescadores que recolectaban langosta. El resto de los colombianos no sabíamos que existía o, si lo llegamos a saber por alguna casualidad de la vida, nos importaba poco su ubicación en el mapa.
Pero ahora que se fue para manos nicaragüenses, ahora que otros serán los que exploten esa zona nos rasgamos las vestiduras, nos damos golpes contra el suelo. ¡Ay dolor de patria!, se lamentan con una locuacidad quijotesca. ¡Ay de mi triciclo!, lloré cuando me lo arrebataron de las manos que pretendían salvaguardarlo. Lo use poco, pero ¡cómo me dolió que se lo llevaran! Quería tenerlo ahí, perdido entre la montaña de escombros que acumulaban mis papás con rapidez alucinante. ¿Para qué? Para saber que era su dueño y para tener la posibilidad de verlo desaparecer entre las marejadas de ruinas y óxido que se lo llevaban hacia los rincones de la inexistencia. Posteriormente vinieron por la bicicleta. Esa vez no lloré ni me quejé, simplemente la dejé ir porque sabía que sería inútil cualquier reclamo. Después no hubo nada más que se pudieran llevar: sólo quedó el silencio llevándose las últimas hebras de mi infancia.
No veo lejano el día, como consecuencia de esta indiferencia, en el que otras naciones se adueñen de la biodiversidad del país. En ese instante se armará la de Troya. ¡Ay de la biodiversidad!, gritarán arrancándose mechones de cabello. ¡Ay de los pajaritos que encerrábamos en jaulas!, vociferarán los comerciantes. Dejaremos de ser, a partir de ese momento, asombro y envidia de los demás países por cuenta de tener el ansiado record de agregar cinco especies nuevas por año. Ahora las especies nuevas serán de los canadienses, estadounidenses o de los franceses. No les alcanzará la parrilla de Animal Planet, Natgeo y Discovery para acomodar los especiales que hablarán de cada descubrimiento. ¿Y nosotros? Nosotros veremos por televisión lo que contemplábamos antes en vivo y en directo cuando íbamos a llenar de basuras las reservas naturales o cuando le dábamos la espalda gracias a que la regalamos para ser devastadas por empresas mineras. Para eso eran nuestras: para dañarlas y abandonarlas. ¿Para qué más las queremos? Luego vendrán por el petróleo, por el agua, por la tierra, hasta que esta nación no sea más que un triste jirón de sí misma.
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