En los once años en los que he vivido en este conjunto he tenido toda clase de vecinos: ruidosos, peligrosos, amables, cordiales, antisociales, malhumorados, discretos, etc.
Recuerdo, por ejemplo, los vecinos que iniciaban las fiestas los viernes a las ocho de la noche y la terminaban el lunes a la una o dos de la mañana. Sus festejos eran amenizados por grescas monumentales y visitas de la policía al amanecer. Después de múltiples demandas entabladas por los vecinos y por la administración del conjunto, el grupo de alegres bochincheros nos abandonó un lunes por la mañana después de una jarana con improperios y patadas en las puertas de los vecinos.
Este conjunto lo caracteriza, por otra parte, el hecho que la mayoría de sus habitantes (el 70%, aproximadamente) son adolescentes. Este fenómeno hace que el conjunto se contagie de la alegría de los estrepitosos jóvenes y de la belleza de las mujeres en ciernes. De la mano de las prerrogativas vienen, sin embargo, sus hermanos los inconvenientes: no son pocas las veces que los jóvenes hacen peleas campales a causa del amor de una doncella o arman proyectos que incluyen drogas, sexo y alcohol (¡qué envidia!). En una ocasión, ante el asedio de los preocupados padres, metieron un kilo de marihuana en el carro de mi papá para no ser descubiertos.
(Imagínense la cara de mis papás cuando vieron un paquete del tamaño y forma de una almohada envuelto en papel periódico y expeliendo el característico olor del cannabis sativa).
Hay, no obstante, entre los vecinos uno que llegó hace diez años al conjunto y al que todos sin excepción queremos como si fuera de la casa: Pamplo, un perro callejero adoptado por el celador del conjunto hace diez años. Cuando llegó contaba con un par de meses y medio kilo de ternura. Su afición de robarle las chanclas a los niños fue celebrada por todos los residentes (excepto, quizás, por algún niño amargado). Su comida favorita era (y sigue siendo) el pan de coco de la panadería de la esquina. Su mayor afición era dormir a pierna suelta a la sombra de un Renault doce abandonado.
Actualmente Pamplo es un perro maduro que emplea la mayoría de su tiempo en dormir en la portería. Los años, para desgracia de la comunidad, le han secado la ternura que lo acompaño en su cachorres, transformándolo, en un perro serio que menea la cola tan sólo en contadas oportunidades (como cuando ve una perra joven) y que ladra sólo en casos que ameriten el esfuerzo: perros intrusos, gatos inoportunos o extraños que corten las rejas con segueta.
Ahora que mi partida de este lugar se vuelve inminente sé que al único vecino que extrañaré será al de mirada seca y cuello peludo que me mira de reojo cuando salgo a la universidad. Sean, pues, estas palabras un homenaje a mi mejor vecino.
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