Encuentro algo tuyo en todas las campiñas, huertos y alamedas que constituyen mi existencia. Esto, lo sabes mejor que yo, no tiene nada de asombroso: estás en cada amago de lágrima, en cada destello de silencio, en cada conato de felicidad. Lo habitas como si fueras su dueña y señora: podas las zarzas de la melancolía, lustras la felicidad que empieza a oxidarse por el salitre de la cotidianidad y frotas las paredes y los pisos de mi memoria (teniendo la precaución de arrinconar en el último cuchitril del olvido el rastro de aquellas ex novias que tanto te estorban). Lo novedoso, mi niña preciosa, es que no sólo habitas lo que sobrevino a aquel amor que se ha prolongado por 467 días, sino que empiezas a poblar aquellas ciénagas de la niñez en las que me lanzaba a la fantasía para crear universos con dos canicas y un trompo viejo, los minutos en los que me hundía en los barrancos del alcohol y los años en los que besaba y acariciaba impunemente. Empiezas a transformarte, por tanto, en la madre que mimaba mis travesuras, en la adolescente que me inició en los ejercicios del amor, en todas las jóvenes que quise a pesar que no me querían, en quienes me amaron sin haberlas amado, en las que me dieron noches sin esquirlas y en los cientos de mujeres que en tu imaginación han colonizado nuestro presente y que amenazan el futuro…
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