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Kid Pámbele

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Se le ve por la calles de Cartagena o de Bogotá con la cabeza vacilando sobre un cuello delgado, raspando amarguras en cada esquina, alargando el brazo para acopiar las monedas con las que compra el vicio que lo acorraló en la última esquina del ring. Viejo, cansado y agobiado, se le ve sentado en los andenes aguardando el martillazo que dará inicio a un nuevo round.

Una tarde del 2006 sonó el campanazo. Esta vez el rival era un hombre altanero que le reclamó por saltarse la fila para ingresar al Estadio Once de Noviembre. Después de un intercambio verbal, un par de esguinces y un afortunado golpe en la mandíbula del joven (porque ahora todos son más jóvenes que él), tuvo que contemplar como este se enardeció y le propinó una paliza similar a la que le asestó Aaron Pryor el 2 de agosto de 1980. En la acera, golpeado, hambriento, la frustración empezó a contar sus derrotas: ¡Una!, ¡Dos!… El tiempo detrás de las cuerdas se reía de las ironías de la vida: el mejor Walter Junior en la historia del boxeo mundial acaba de ser vencido por cualquier hijo de vecino. ¡Seis! ¡Siete!… lo mejor que podía hacer era quedarse aferrado al pavimento hasta que la muerte se acordara de él… ¡Nueve!… con el último aliento se levantó y se fue a la esquina de sus viejas glorias para esperar el momento en el que la campana le dé una nueva oportunidad de ganarle a la vida por Knock Out.

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Mínimas (35)

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Dedicado a Angie Carranza Castañeda

Divertida y asustada, empuñaste el revólver de tu cuerpo y disparaste. ¡Pum! Salió tu sonrisa alegre, victoriosa, despeinando el aire con su silbido homicida. ¡Crash!, un cristal roto, ¡catabúm!, un postigo hecho trizas. Continua tu sonrisa airosa y rebelde sin que los impactos le resten fuerza. Entretanto voy cruzando la calle sin saber que ese cartucho que lleva tus nombres y apellidos, me atravesará la piel y los huesos, hará pedazos mi pasado, desintegrará mi presente. Sólo habrá un breve estallido y luego me iré desbocado a las estepas del paraíso…

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Carta al silencio de la noche (20)

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Hola

Te he pensado largamente… Te recuerdo con alguna frecuencia… Te pienso larga y frecuentemente… Quizás todas sean ciertas y todas, a su vez, mentira. Te recuerdo, es cierto, como también es cierto que te extraño de vez en cuando. Una que otra vez. Algunas veces sí, otras no. Algunas noches sí, como en el presente caso, otras noches no. Te pienso y te extraño cuando el amanecer se filtran en el rebaño de centellas que nacen al borde de las seis. Te pienso porque lanzo conjeturas cuando cruzas por mi mente con la misma contundencia con la que entra la luz a través de las grietas de las cortinas; te extraño porque siento deseos de tenerte cerca para hablar contigo. ¿Hablar de qué? No sé, hablar…

Ayer, sin ir tan lejos, te pensé porque te imaginé en la Biblioteca de la Universidad buscando aquel libro que te desvela y te extrañé porque quería indagar por la razón que hace que el libro sea tan urgente… ¿Lo conseguiste?… ¡Qué bien!… ¡Qué mal!… Extrañar es la curiosidad del alma…

(¡Loco!, dirás al calor de estas letras. ¡Raro!, te corregirás porque loco es Gustavo, aquel muchacho que busca pelea cuando está enredado en las telarañas de la borrachera. Loco, me dijiste cuando te pedí que me definieras en una palabra. Raro, te corregiste después que te quedaste contemplando a Gustavo mientras cruzaba la acera tambaleando… Loco, te vuelves a corregir en este momento, mientras lees el correo)

Va un abrazo de este loco que no tiene más oficio que recordarte y extrañarte

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Mínimas (33)

caminte2(Fuente de la Imagen)

Tropiezan en una esquina. Entre la conversación se enredan brisas apolilladas y pronombres empolvados que los conducen a este presente que tiene algo de eternidad y de estrechez. Conservas los mismos ojos de melancolía, afirma él; los guardé para ti, responde ella. Sonríen comprendiendo que no hay más palabras ni más horizonte que este breve instante. Ella le da la mano y continúa su camino al tiempo que él nota que le ha quedado una brizna de ilusión jugueteando en la palma de su mano…

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El incendio de abril (Miguel Torres)

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Reseña publicada inicialmente en El Espectador

Quien penetra las páginas de esta novela se entrega al vértigo del infierno: cientos de voces que se articulan en torno de la muerte de un líder que era la esperanza de quienes sobreviven rasguñando las paredes del infortunio. Voces que no son voces sino lamentos, gritos de indignación, crujido del futuro cercenado por los delirios de un demente o, quizás, mutilado por la orden de un cobarde amparado en las sombras.

Torres nos va conduciendo por las calles en las que estallan robos, barrios en los que hay cientos de hombres que deciden sacrificar su vida por la muerte de Gaitán y mujeres que asumen su destino de viudas. Emergen, igualmente, disidentes que señalan con bravuconería de matón de esquina, “por fin le dieron a ese negro hijueputa”, sin pensar, al afirmar, que ellos, al igual que el muerto, son herederos de la misma cepa genética, sin sospechar que comparten el mismo destino de la nación que a partir de ese momento empezó a desbarrancarse, a hacerse trizas entre la gritería y los robos, entre los incendios y las balaceras.

Los testimonios continúan avanzando, solapándose, contradiciéndose en una vorágine de vidas que sobrevuelan el Bogotazo, aquella denominación totalizante que pretende encerrar las circunstancias en una palabra que deja afuera las preguntas que penetran, los interrogantes que excavan y socavan, las hipótesis que iluminan. En los corredores de la novela también hay capitanes que le ponen pecho a los proyectiles, policías que se unen a la horda iracunda, médicos que se esconden en ataúdes por temor a ser asesinados por la masa enardecida y temerosos dirigentes liberales (Echandía, Lleras Restrepo, Araújo) encerrados en salas de cine.

Entre tanto naufraga la noche. El centro de Bogotá es un solo incendio que lanza humo y ceniza que el viento dispersa por todos los puntos de la ciudad y de la memoria. Los soldados disparan y disparan, sin reflexión ni motivo, sólo cumplen la orden de matar a todo el que se atraviese llevado por los criterios del azar. Mujeres, hombres y niños mueren, entonces, por cometer el crimen de buscar a sus seres queridos o de regresar a sus casas.

Se extravían, entre el fandango de muerte y desolación, las razones que incitaron a la revuelta. Baste citar, para apoyar esta afirmación, al comerciante Javier Tibaduiza: “queríamos sacarnos de adentro ese dolor de patria que nos agusanaba el alma por la muerte de Gaitán. Pero ya nadie hablaba de revolución. Esa causa se había embolatado con el correr de las horas a cambio del consuelo de acabar con todo, de incendiarlo todo, de asaltar negocios y robar y emborracharse hasta que San Juan agachara el dedo”. Así, en efecto, se hizo: se entregaron al saqueo, a incendiar todo lo que se atravesara en su marcha, a la bebida que enmarañaba los caminos de la razón dejando, en su lugar, una alegría torpe, una euforia malsana que estropeaba los resortes de la insurrección.

Fue en este momento que el país se echó a perder. No se malogró, sin embargo, por las mentes acaloradas por el alcohol, ni por la sevicia de miles de hombres y mujeres analfabetas que robaron, destruyeron y quemaron. No. Se extravió a causa de los dirigentes del Partido Liberal que se escondieron en cines, de los conservadores que huían de la ciudad o que, en un ataque de oportunismo, como en el caso de Laureano Gómez, pedían al presidente entregar el poder a manos de militares, y por culpa del mismo presidente por entregarse al pánico. Ninguno cumplió con su obligación política e histórica. Todos ellos causaron este derrumbe que no cesa de precipitarse por los abismos de la miseria y la desigualdad.

Finalmente la noche dio paso al primer día de los miles en los que Colombia se asesina a sí misma por cuenta de pertenecer a este o a aquel partido político, mientras los dirigentes de dichas toldas debaten pacíficamente gracias a que “la cosa es bien simple: tú, Pombo y yo somos liberales, con nuestra variadas tendencias, y Urrutia, Umaña y Dávila son conservadores con las suyas. Pero unos y otros nos encontramos todas las mañanas jugando golf en el Country Club”. Los únicos que pusieron la sangre y los muertos fueron, por tanto, los que creyeron que hay diferencias entre un partido y otro, sin pensar que el asunto no es de bandos ni de ideologías, sino del poder y sus vergonzosos laberintos.

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No reside destinatario

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A la memoria de Nabyl Cortes

Veintitrés años. Veintitrés años y una semana. Esa era la edad que usted tenía cuando murió. Ahora que soy uno de esos viejos de los que renegábamos, y a quienes nunca les dimos la oportunidad de explicarse, estoy tentado a decir que usted era un niñito, en diminutivo, como si quisiera acentuar la invalidez de su edad. Veintitrés añitos. Casi nada. Ni siquiera había empezado a construir su identidad, como no lo habíamos hecho ninguno de nosotros (los de siempre, los del colegio, los de toda la vida). Aún éramos lo que nuestros padres habían hecho de nosotros. O querían hacer de nosotros. Después nos fuimos apartando de sus directrices hasta ser lo que somos. ¿Qué somos?, se preguntará usted. La verdad, no sé. Le podría decir, en contraprestación, qué hacemos. A mí, por ejemplo, me da algunas veces por decir que soy profesor. Otras tantas me da por decir que escribo.

¿A qué se dedicaría usted en este momento? Quizás habría seguido con la idea de ser bombero y seguro que habría desistido a mitad de camino. Por ahí contaba Walther a propósito del proyecto, que usted le mostró una foto en la que está sobre uno de aquellos carros de bomberos enormes, rojos, llantas veloces, manubrio postizo, que servían para que uno se desmierdara en la primera callejuela inclinada que apareciera. Si ve que siempre quise ser bombero, dice Walther que dijo usted al tiempo que le mostraba la foto. Poco después de habérselo dicho y de que sobreviniera su muerte (que estuvieron bastante cerca), tuvimos la oportunidad de ver la fotografía gracias a que su abuela la había hallado entre los libros de la habitación que aún le decían, empujadas por la inercia de la costumbre, “el cuarto de Nabyl”. Todos miramos la fotografía con el vértigo de quien contempla la profundidad del abismo y sentimos deseos de llorar largamente, como si se hubiera muerto nuevamente.

O tal vez habría cuajado la idea de ser chef. Marica, deberíamos meternos a un curso de chef en el Sena, me dijo usted al margen de la Calle Cuarenta y Cinco una tarde de lloviznas y presagios. ¡De una!, respondí contagiado por su energía. Tres semanas después averigüe qué debíamos hacer para entrar. Usted nunca lo supo. ¡Cómo iba a saberlo si la muerte no le dio tiempo de enterarse de esas pequeñeces! Se lo iba a decir la noche que le conté al Negro que estaba saliendo con Astrid. Usted, poco después de mi confesión, me miró como si hubiera perdido el juicio. No tuve tiempo de demostrarle que tenía razones poderosas para hacerlo: tenía la certeza que usted y Walther detendrían al Negro mientras yo salía corriendo. Ustedes, contrario a mis expectativas, empezaron a caminar para atrás. Un paso, dos pasos, tres pasos. Clac, clac, clac. El segundero transitando mansamente. El Negro levantándose y mirándome con los ojos inyectados en sangre. Otro paso para atrás y los brazos levantados para evitar que les salpicara sangre a la cara. Mi vida completa desfilando frente a mis ojos a la velocidad de las tragedias. Clac, clac, clac. El segundero continuaba en su tránsito circular. No hay problema, dijo El Negro poco antes que la vida retornara a mi cuerpo.

Después vino el largo y minucioso ejercicio de organizar aquella fiesta en una casa semi-destruida de Chapinero. Venían las ideas, venían las cervezas. Emergían nuevas ideas, emergían nuevas cervezas. Irrumpían otras ideas, irrumpían otras cervezas. Hasta que nos echaron de la tienda y tuvimos que irnos a la casa de Walther. Allí seguimos bebiendo, pero las ideas para la fiesta se habían agotado. Tampoco quedaba rastro de mi intención de ponerle al día sobre las averiguaciones del Sena. Sólo quedábamos nosotros y el recuerdo de la época del colegio. Dele y dele al aguardiente hasta que brotó el amanecer, nítido, agresivo, sobre las terrazas de las casas. En ese momento usted afirmó, con su infatigable optimismo, que dormiría media hora y luego se iría a trabajar. A pesar de su buena voluntad, abrió los ojos a las once de la mañana, justo después que le llegara la certeza que tendría problemas con su tío. Al rato nos fuimos caminando por las calles que naufragaban entre las guedejas del sol del medio día, el dolor de cabeza y las nauseas. Hable y camine, camine y hable, hasta que apareció la buseta por alguna grieta de la mítica Calle Sesenta y Ocho. Emprendió, entonces, su patentado pique de choro al tiempo que me gritaba, nos vemos luego…

Pero no nos vimos luego porque usted se fue de cabeza en el lago. En uso de sus facultades o en ausencia de ellas. No importa. Lo relevante es que se fue de la misma manera que huye la sangre de quien se asusta. O como se acallan el murmullo después de un disparo: de tajo, sin aspavientos, de repente, de un solo golpe.

Siempre he querido pensar que aquella noche del trece de diciembre del dos mil dos, justo diez años antes de estas palabras, usted saltó la reja, evadió la seguridad y posteriormente se dio a la tarea de deambular por el parque. Primero caminando entre las sombras de los árboles, tropezando en los altibajos, cayendo en las inclinaciones que aparecían intempestivamente. Después llevado por la inercia del paseo, por el empuje de los pensamientos. Al final el lago: una mancha más oscura que la oscuridad de la noche. No sé si se fue al borde y se hundió lenta pero irreversiblemente hasta quedar aferrado al fango de la muerte. No sé si pegó el glorioso pique de choro y se lanzó. Plash. Un leve chapoteo de agua y luego el blub de su cuerpo abriéndose camino para la eternidad. Así, en medio de la noche, sin testigos, sin un alma que diera fe de lo que hizo, de lo que dejó de hacer o de lo que le hicieron, si es que le hicieron algo. Sólo dejó conjeturas en las últimas horas de su existencia. Conjeturas y un dolor amargo, difícil de digerir, agrio como el óxido del tiempo, una aflicción que vive atravesándose en las arterias de la memoria.

Solo en su soledad se fue para la perpetuidad en la que nos aguarda con su mirada ladeada, con su tumbao de malevo, con sus veintitrés años y una semana.

¡Qué pronto te fuiste Nabylón!

Cómo me gustaría que aún subsistiéramos en medio de la borrasca etílica para ver cómo van cayendo los compañeros, uno detrás de otro, en los pantanos de la borrachera. Puf, puf, puf. Para después quedarnos aferrados al trago y a la charla sobre las mujeres que nos miran desde la altura de su indiferencia. Nabylón, ¿alguna novedad? Ninguna. ¿Rumbeos? Cero. ¿Y usted? A ceros, como siempre. Y como siempre levantaría el codo para espantar la frustración. Pero queda el trago, diría antes de entregarle la botella. Pero queda el trago, repetiría usted con los ojos vidriosos de la borrachera. Después contemplaríamos las esperanzas que se iran tiñendo con la misma serenidad con la que la alborada envuelve las tinieblas…

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Errores en estudio sobre consumo de alcohol

cerveza2(Fuente de la Imagen)

El reciente Estudio sobre Patrones de Consumo y Consumo nocivo de Alcohol en Colombia 2012, de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (Flacso), afirma que Colombia es el tercer país de Latinoamérica en consumo de alcohol. Pienso, con todo respeto, que el artículo se equivoca por dos razones: la veracidad de las respuestas y la incapacidad de calcular la cantidad de alcohol que se ingiere en un año.

La metodología de entrevistar a ciudadanas y ciudadanos generó, en primer lugar, imprecisiones gracias a que en este país nadie se considera alcohólico a pesar de emborracharse dos veces por semana. ¿Alcohólico yo? ¡Nunca! Sepa usted que nunca me he emborrachado en mi vida, apostaría que dijo más de uno. En este país, además de lo anterior, nadie admite que está embriagado a pesar que no se puede sostener en pie o que está dando botes bajo la mesa después de haber ingerido dos botellas de aguardiente.

Quedan dudas, asimismo, de la manera en la que se llega a la conclusión que se bebe 6,3 litros de alcohol por año. ¿Cómo una persona determina cuánto alcohol ha ingerido en una noche?

Para hacerlo necesitaría, en primera instancia, beber el mismo licor. Esto, como todos sabemos, no se cumple, ni se cumplirá en Colombia gracias a que se acostumbra mezclar tragos. ¿Cuáles tragos? Todos. Acá, por ejemplo, bebemos cerveza, vino que parece jarabe, aguardiente que sabe a juagadura de techo de cantina, tequila de caja, ron y brandy en un breve paseo por la cuadra. Vecino; tómese un ron, dicen los dueños de la casa adyacente. Venga el ron. Vecino; tómese un whisky, dicen los propietarios de la casa contigua a la adyacente. Venga el whisky. Así hasta que al límite de la cuadra caminamos en eses, sin saber para dónde íbamos y desconociendo la razón por la que salimos de la casa. Entonces damos media vuelta y empezamos a dirigirnos a ella recibiendo los mismos tragos, pero en sentido inverso.

Supongamos, volviendo al tema y en aras de facilitar el debate, que ingerimos un solo tipo de bebida. Digamos, por decir una cifra, que esta tiene una concentración del 8%. Ahora nace un nuevo inconveniente. ¿Cuántas botellas se bebió? Si se sentara solo en su casa y las fuera acumulando una detrás de otra, sería fácil hacer la cuenta. Pero el colombiano promedio no toma en la casa. Al menos no lo hace en la propia. Bebe en la calle, mientras va de un punto a otro.

Presumamos, entonces, que se sienta en la mesa de un bar y que deja sobre la mesa todas las botellas. Lo malo es que no son pocos los tenderos que les agregan cascos desocupados para aumentar la cuenta. O, si no es el dependiente, son los borrachos de la mesa vecina quienes cambian una botella llena por la desocupada que tienen ellos sobre su mesa. También acostumbran poner un grupo de botellas para aminorar el importe propio y subir el ajeno. Si el lugar está muy lleno se roban la botella entera y se pierden entre la marejada de piernas y brazos que intentan bailar entre los borrachos.

Establezcamos, para facilitar el ejercicio, que nadie roba o cambia las botellas. Ahora viene el problema de la dosis que ingiera en cada sorbo. Quisiera suponer que ingiere la misma dosis. En Colombia, sin embargo, se bebe directamente del pico de la botella. Así la medida depende del diámetro de la boca de la botella (o de las dimensiones del roto de la caja) y de la tolerancia que se tenga en el momento de empinar el codo.

Lo anterior demuestra que es imposible que un colombiano promedio pueda responder con absoluta certeza, cuánto alcohol ingiere en una sola jornada etílica. Piensen ahora el problema que supone hacer los cálculos de un año entero. Normalmente no recuerda la mitad de las bebetas porque se enlagunó en ellas. ¿Dónde estoy? ¿Quién soy? ¿Qué hice?, se preguntan poco después que se despiertan en una casa ajena, sin ropa, al lado de una mujer igualmente desnuda, igualmente ajena e igualmente enlagunada. En algunos casos la laguna desemboca, incluso, en el asesinato de los compañeros de jarana a causa de alguna pequeñez. Baste citar, para respaldar esta afirmación, el caso que fue ampliamente documentado por la prensa amarillista de Bogotá, del joven que amaneció al lado del cadáver del amigo que ultimó a puñaladas porque cometió la imprudencia de pedir “un vaso de cerveza”, en lugar de “un vaso con cerveza” (bastante peligroso esto de vivir en un país de gramáticos).

En suma, y para no dar más largas, es imposible determinar cuál es la cantidad de alcohol que consumimos en un año y en consecuencia, es falaz el resultado del Estudio sobre Patrones de Consumo y Consumo nocivo de Alcohol en Colombia 2012, de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (Flacso).

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Cecilia


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Ella no puede hacerse la cera, ni siquiera podría darle una sonrisa razonable gracias a que sus dientes quedaron aferrados a los años perdidos en las catacumbas del olvido. Lo espera, sin embargo, con las pocas esperanzas que no han marchitado los tumbos de una vida que se ha llevado hijos y alegrías y quienes sólo le han dejado una soledad que ni siquiera Carlos puede llenar con las visitas dominicales que matiza con astromelias envueltas en papel periódico o, cuando no hay dinero (que es lo más frecuente), con choco break que se derriten los bolsillos de la chaqueta de cuero que se desmigaja cuando la abandona en cualquier rincón. Nada, decía, llena su soledad: ella sólo es vacío y miseria, silencio y necesidades que nunca se satisfacen o que, en el mejor de los casos, se resuelven a medias, como si las soluciones le hicieran cocos desde la esquina del tiempo, se acercaran tímidamente y la acompañaran por unos días para luego irse con cualquiera. Así piensa ella, La Veci, como le dicen quienes suben o bajan por estas laderas de calles jabonosas, mientras espera a Carlos todos los domingos.

Él siempre llega sin importar si llueve o hace sol, si pierden o ganan los equipos capitalinos, si hay o no hay sueldo: sólo le dice a su esposa que va a hacer una vuelta, sale de su casa dando un portazo furibundo porque la violencia es el único argumento que él conoce en el trato con sus semejantes, y empieza a caminar por calles fracturadas que empatan con un sendero que las pisadas tallaron sobre el pastizal y quien, al final de una hora de marcha, desembocan en los caminos de herradura por los que suben mulas arrastrando carromatos. Sólo lo acompaña un palillo que muerde con ternura hasta que se deshace en hebras de balso que expele en densos escupitajos.

Suenan dos golpes autoritarios que ordenan bajar el volumen de la grabadora que se conecta a un cable que se embute en la maraña de alambres tentaculares que roban algunas horas de electricidad a las redes que descienden a barrios igualmente marginales, pero que tuvieron la suerte de arribar antes que ellos. La Veci se levanta despacio, acomoda los pliegues de la falda, ajusta el cabello detrás de la oreja y camina hacia la puerta hecha con las mismas latas de las paredes y del techo. Lo recibe con una sonrisa porosa que él corresponde con una mirada agresiva que pretende instalar los sentimientos en los lugares correspondientes. Alarga el brazo con el habitual ramo o, si no hubo trabajo o el sueldo se fue en una borrachera, saca algunos choco break’s de los bolsillos de la chaqueta y los depositas en sus manos. Camina hasta el fondo y se sienta en la única silla que hay en esta vivienda. Ella, entretanto, va a la hornilla donde aguarda una sopa en la que nadan dos patas de pollo, la sirve en un plato desportillado y, desde la viga que sostiene la techumbre, lo observa comer vorazmente. Luego sobreviene el amor apurado, sin trámites ni caricias preliminares: un ataque feroz atiborrado de envestidas, gemidos y cuerpos trenzados que terminan diez minutos después, entre la mirada adolorida de ella y los ojos de él cerrándose a pesar de la resistencia…

Afuera suena el temblor de hojas, un perro lanza un aullido que el crepúsculo atrapa en su vuelo, al tiempo que unos ojos que vigilan, indiferentes, el silencio que crece a la velocidad de las tinieblas. Adentro La Veci contempla el techo acanalado que cruje por el cambio de temperatura y piensa que está nuevamente sola, con las entrañas insatisfechas y una larga jornada que la espera a la otra orilla de la noche. Su vida, piensa, es un pozo ancho y oscuro del que no saldrá jamás. Cierra los ojos para dejarse llevar por las fantasías mientras concluye lo que Carlos inició horas atrás.

Él, entre tanto, jura que es la última vez que se acuesta con ella, siguiendo, de esa forma, el libreto que se repite todos los domingos. Sus hijos merecen respeto; especialmente la menor, la que le escribe cartas en hojas de cuaderno ferrocarril que él guarda en el cajón de las camisas, piensa entre largas zancadas. También, se dice con la culpa galopándole en el pecho, Cecilia merece respeto por el sólo hecho de acompañarlo en los más difíciles e intransigentes años de su existencia. Cecilia, reflexiona con los ojos temblorosos, ha mantenido a flote la casa lavando ropa ajena, remendando pantalones, volteando el cuello de camisas raídas, subsanando los huecos que deja su alcoholismo galopante y tolerando las ínfulas de mujeriego que lo llevan ladera abajo hacia la encrucijada en la que está un grupo de muchachitos bebiendo vino para acorralar los efectos del bazuco.

Los saluda después que fracasa en su intento de equiparar sus caras con el recuerdo de la fisonomía de los compañeros de colegio de Gonzalo, su hijo. Le dan la mano, se cruzan miradas opacas, le ofrecen la caja de vino que él rechaza con un movimiento de cabeza. Hágale, insiste el mayor de ellos. No gracias, responde Carlos al tiempo que intenta continuar su camino. Una mano le detiene el paso al tiempo que otra, a su espalda, lanza la primera cuchillada.

El siguiente domingo La Veci lo esperará sentada frente a la grabadora. Más abajo, en la casa de Carlos, su ausencia crecerá por todos los rincones de la casa, subirá por el silencio de las tres de la tarde y se hará palpable a las ocho de la noche, hora en la que él llegaba oliendo a mujer y a rencor. Luego Cecilia, enfilando meses y congojas, asumirá el papel de la madre del hijo que tomó la antorcha del alcoholismo y quien, siendo fiel a la consigna, emprenderá, con paso firme y seguro, el camino por el que se perdió su papá.

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Trote de las horas (5)

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Manejan rápido estos muchachos que enviaron del Batallón de Artillería hace un par de semanas, junto con los dos Avir que enorgullecen al Coronel Murillo. Esperen un momento para que escuchen las llantas lanzado chillidos en la curva de la circunvalar con Calle setenta y dos, frente a un piquete de soldados de mi batallón: la PM 15. Aférrense a las sillas que viene la curva a toda vela y si se descuidan pueden salir volando como le pasó a Sarria, un dragoneante que se fue de bruces contra la Calle ochenta y dos perdiendo tres dientes.

-¡Aúllen Hijueputas!

No es que los odie, sólo sigo la tradición de gritar a los reclutas que hacen guardia. ¿Ven ese canal que desciende por la Calle setenta y dos? Hace tres noches se llevó en su lomo los dos proveedores que le tiré al cabo Pacheco por imprudente: me gritó frente a una muchacha hermosa, tierna, de buen corazón, que nos llevaba cigarrillos a Vergara y a mí todas las tardes. Imagínenlo viniéndose desde el otro lado de la circunvalar lanzando improperios y espumarajos a los cuatro vientos. La muchachita se asustó y se fue corriendo como alma que el diablo lleva agarrada por las solapas. Por eso esperé que se durmiera en la patrulla de la policía, le extraje los proveedores de las cartucheras y los lancé al arroyo. Al otro día se asustó al ver que no tenía el armamento completo, daba vueltas al carro, miraba bajo su carrocería, indagaba a los policías que lo acompañaron en el sueño, le preguntaba a todos los soldados hasta que me miró con ojos pequeños, de sospecha; ¿qué hizo con los proveedores? Los lancé al río, respondí sin titubear, sin pestañear siquiera con la certeza que metía la pata hasta los tobillos; qué digo tobillos; hasta las rodillas. ¡¿Qué le pasa, soldado hijueputa?!, alegó caminando de acá para allá, de allá para acá, como gallina hambrienta. No me pasa nada, indiqué, di media vuelta y lo dejé con los ojos bailando en las órbitas. Lo escuché, mientas caminaba, dar la orden a los demás soldados para que fueran a rescatar la munición. Ninguno quiso, nadie movió un dedo en un golpe de solidaridad o, quizás, para aprovechar el desorden y dar un pasito hacia las praderas del libre albedrío, de la insubordinación. Se vio obligado, en consecuencia, a remangar el pantalón hasta la rodilla y bajar al riachuelo a buscarlos entre las piedras, los troncos caídos y el agua que se va dando tumbos contra los barrancos. ¡Esta me las paga!, gritaba desde el fondo de la cañada, con una ira descontrolada e impotente. Lo que no sabía esa madrugada es que mañana tendré un accidente en este mismo avir, que después de él me iré al fondo del fondo, que estaré a un pasito así de pequeño de irme al país de los acostados, quedando, de esa manera, su ira sin venganza y mi insubordinación sin castigo. ¿Cómo sé que sucederá? Hombre, porque estoy en el noventa y siete de cuerpo y alma pero mi cerebro está en el dos mil doce, frente a un computador, que es donde reescribiré este viaje. Pero no se distraigan que llegamos a la Calle cincuenta y acá este tipo da un golpe de timón que hace que el mundo gire y gire en una vorágine de casas, nubes, árboles, señoras persignándose y hombres echándole la madre al conductor quien, sea dicho de paso, les sacará el dedo del medio y les sugerirá, entre el estrépito de las llantas, que lo hundan en las partes blandas y ocultas de su anatomía. Por esta calle iremos hasta la Avenida Caracas y luego bajaremos por la treinta y nueve en busca de la sede política de Bedoya. Mañana, en ese lugar, esperaré que vengan a relevarnos de la guardia, llegarán con dos horas de tardanza, me sentaré en el chichón de una llanta, en el otro turupe se sentará Tiboche, a las dos cuadras Perico, el joven que viene manejando, se saltará la luz roja del semáforo, nos golpeará un Spring gris, el avir se volcará desafiando todas las leyes de la física, Vergara saltará a los tres microsegundos del impacto, Tiboche lo seguirá cuando el vehículo de otro giro en el aire, partiéndose la cabeza contra el poste de la esquina sur oriental, en el tercer giro todos estarán desperdigados por la Calle treinta y nueve, todos menos yo, que seguiré acá, aferrado a la vida que empezará a escaparse por las rendijas de los golpes, por las fisuras de la primera vértebra, por la hendidura del cerebro que sangrará copiosamente. El otro Jeep llegará dos minutos después, sus ocupantes verán a veinte soldados sanguinolentos y al Sargento Segundo Camargo emergiendo de la ventana del avir al que aún le girarán las ruedas. Los Pe emes, como nos dicen, bajarán asustados, intentarán auxiliarnos; uno de ellos, Camilo Pérez, me verá inerte sobre las estacas del avir, bajo los fusiles con las culatas rotas, me jalará de las manos por temor, razonará en medio del aturdimiento, a que el vehículo estalle como sucede en las películas norteamericanas. De las cuatro calles llegarán los gritos desgarrados y las sirenas; me subirán en la segunda ambulancia, Pérez me escoltará ya que, como ustedes saben, los protocolos de seguridad no se violan en ningún momento; subiré inconsciente, inflamado, morado, con la cabeza ensangrentada, él se sentará a la cabecera de la camilla, abriré los ojos para blanquearlos inmediatamente, los paramédicos se acercarán y gritarán, se va, se va, notificándole a Camilo que en ese instante voy rumbo a las catacumbas de la muerte… pero no hablemos de eso que me pongo nostálgico, melancólico; más bien póngase el casco que casi llegamos al lugar donde prestaremos guardia las próximas ocho horas. Láncese que tenemos que hacer el relevo en treinta segundos, sin darle tiempo al enemigo invisible que nos acecha, que aguarda emboscado en ventanas y andenes, esperando que les demos la espalda para despacharnos al otro lado de un disparo en la espalda…

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Trote de las horas (4)

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A la memoria de Nabyl

Vamos por los tejados, por las tapias de casas apiladas en esta noche fría, melancólica, que se perderá en las circunvalaciones de mi cerebro. Al frente, a dos pasos de mí, está Nabyl, Nabylón. Supongo que fue suya la idea de caminar de casa en casa, de cocina en cocina, en busca de trago y comida; a mí estas cosas no se me ocurren ni siquiera en el estado de embriaguez al que llegué después de algunas horas de brandy barato. Todo inició, para empezar por donde se debe, en el baby shower de la hija del Negro, con pasabocas, con sonrisas inocentes, con el dolor de ver a Carolina con Cristián, con algunos comentarios subidos de tono, con la partida de Cristian, con menos sonrisas, más dolor y más zozobra -tan huevón yo, en lugar de ponerme mejor-; luego alguien, algún ocioso con deseos de iniciar la jornada, puso sobre la mesa cinco mil pesos para invitarnos a acompañar al arrugado billete con otros billetes, quizás con monedas, para comprar aquel brandy o ron, no sé con certeza qué es aquel brebaje que se titula, como película o cuento, Jamaica; lo único que sé es que este pócima, este bebedizo malsano es el más barato del mercado, el más barato y el más dañino, el que está a un escalón del pegante bóxer, quiero decir que un peldaño abajo porque es peor que el pegamento que lleva a los indigentes a las campiñas del silencio, a los umbrales de la muerte; después se fueron los amigos del colegio, los de siempre, los de toda la vida, todos menos el Negro quien debía quedarse por tratarse del baby shower de Paula, su hija, tampoco se fue Nabyl quien, de repente, dijo que él también se quedaba y que a media noche nos íbamos, él y yo, para su casa (más tarde, una hora después de la desbandada, regresó Suarez porque no encontró transporte). El resto fueron seis o siete colectas, nuevas botellas de Jamaica, risas cada vez más atropelladas, conversaciones enturbiándose, enfangándose en las cunetas del enajenamiento, más cigarrillos y menos deseos de irnos para la casa de Nabylón. Así fueron pasando los segundos que se hicieron minutos y los minutos que se transformaron en horas hasta terminar caminando por estos tejados resbalosos, por estas cornisas sueltas, con Nabyl avanzando con una seguridad inusual, con un absoluto irrespeto por la muerte. Pensar, me diré en diciembre del dos mil once, cuando esté escribiendo esta historia, que a ese muchacho de veintiún años le quedaban menos de dos años de vida. Morirá en extrañas circunstancias, ¿de qué otra manera podía morir él? Saldrá de la casa hacia La Universidad de los Andes para pagar el semestre; allí, en efecto, llegará rayando las ocho de la mañana, pagará y se irá, según le informará por teléfono a su tío, hacia el trabajo. Esa llamada será lo último que se sabrá de él; luego se hundirá en las tinieblas de las especulaciones: algunos afirmarán que lo asesinaron los policías, otros que lo robaron, lo mataron y lo lanzaron al Lago, otros más que se suicidó. Yo creo, creeré siempre, que murió en su ley: borracho, llevado en las garras de sus viajes alucinantes, rasguñando las grietas de la felicidad, arañando los pies de la realidad; caminando a la bartola, a la buena de Dios, pasará frente al Parque de los Novios, con rumbo al azar o regresando de él; pensará, imagino, conjeturaré años después, que es buena idea darse un bañito en el Lago; saltará entonces la reja y en seguida, borracho, embrollado en las telarañas del aguardiente, se lanzará al Lago y quedará atascado en el fondo, con la cabeza hundida para siempre en el fango del Tiempo. Pero eso sucederá casi dos años después; por ahora entramos a la sexta casa, o quizás a la octava, no puedo saberlo porque estoy enlagunado, extraviado en las ciénagas de la inconsciencia, desde las diez de la noche. Carolina, tres o cuatro años después me dirá que caminamos por techos y cornisas, antes de esa confesión no lo sabré y, por tanto, no podré preguntarle a Nabylón qué sucedió, cómo hice para guardar el equilibrio en ese estado calamitoso de embriaguez, porque él, para ese tiempo, para el momento en el que me enteraré, estará en la otra orilla, al otro lado de la ventana, como dijo Suarez frente al ataúd en el que dormía eternamente. Por eso nunca sabré qué sucedió a pesar que estuve presente de cuerpo y alma. Lo curioso de todo esto, apreciadas lectoras y queridos lectores, es que a mediados del dos mil cinco emergerán, desde algún rincón de la memoria, el ruido de ollas, el sabor insípido de un arroz y las centellas brotando de la nevera abriéndose en la oscuridad; el resto morirá como lo hará Nabyl el trece de diciembre de dos mil dos. Viernes trece para dar razones a los agoreros de temerle a esa alianza de número y día de la semana. Nueve años después de ese día le escribiré a Nabyl, a Nabylón, un texto de homenaje. ¡Qué poco tendré para ofrecerle a su memoria! Lo honraría más emborrachándome, perdiéndome en la bebida, pero en ese momento cumpliré más de ocho años de abstinencia etílica, más de ocho años de convulsionar violentamente, justamente por los excesos de alcohol, de cigarrillo, de trasnocho, de jarana. El hambre se ha ido y tenemos media botella de aguardiente en la pretina del pantalón. Es hora de regresar a la casa de Carolina a seguir embruteciéndonos con trago y conversaciones largas e inoficiosas. Sale Nabyl por la ventana mostrándome los lugares en los que debo pisar para no caer al vacío y partirme los huesos o quizás lo hace para que no lo aventaje en el viaje hacia los barrancos de la muerte…

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Juramento

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Eran las nueve de una noche de comienzos del noventa y nueve. Esperábamos ansiosos a un grupo de mujeres que Nabyl y El Negro habían enganchado en uno de los primeros chats de hispanoparlantes.

-El futuro está en los chats, afirmaba Nabyl para amedrentar la ansiedad que a esas horas, en aquel paraje solitario y desconocido, empezaba a solidificarse, a hacerse palpable, a transformarse en un silencio compacto, impenetrable. Llegará el día en el que sólo se podrán hacer levantes por ese medio, remataba con una confianza que emergía de las manos que nunca abandonaban los movimientos frenéticos.

A los cinco minutos llegó un grupo de siete mujeres que, a lo lejos y bajo las tinieblas de esa hora, parecían tan atractivas como las imaginaba El Negro cuando chateó con ellas. Llegó el desquite, me decía en tanto se aproximaban tímidas o, acaso, temerosas de nosotros y de nuestras intenciones.

-vaya Nabyl, salúdelas, demandó una voz acostumbrada al trato áspero y quien se encontraba, a esa altura de la noche, lacerada por varias rondas de aguardiente litreado y por no pocas cajetillas de cigarrillos.

Él, habituado a llevar sus planes hasta las últimas consecuencias (especialmente si en ellos se incluían mujeres y romances), fue al sitio donde se detuvo el grupo. A los tres minutos regresó con cara de acontecimiento.

-las viejas no son como las imaginamos; propongo que vayamos con ellas y que cada quien decida qué hace: si quedarse, rumbeárselas, comérselas o irse para la casa, dijo antes que le lanzáramos la primera pregunta.

-¿están muy pailas?, inquirió Walther con la mirada opacándose a causa de la desilusión.

-lo voy a poner en estos términos: la única que aguanta le faltan dos dientes.

Quisimos reír pero todos sabíamos que Nabyl, Nabylón, en estos casos no cometía la imprudencia de mentirnos, de llevarnos con embustes al matadero, de lanzarnos a los brazos del matarife con los ojos vendados.

-eso hagámosle sin asco, invitó el Negro con timbre enérgico.

-de una, apoyé con poca convicción.

Fuimos hacia ellas lentamente, con desconfianza, algunos evitando las risas nerviosas, otros bebiendo de la caja de vino que habíamos llevado para paladear el frío, los de más allá contemplando el pavimento fracturado, deshecho, calamitoso, los más escépticos examinando la luna que se ocultaba tras un rebaño de nubes.

Ellas, imagino, sintieron el impulso de correr al ver a un grupo de doce hombres de miradas agrias, de tufos de ochenta octanos, de camisas raídas, de melenas indómitas, de barbas de varios días, hombres, en suma, que daban la impresión de haber descendido de las montañas o de haber sido liberados, horas atrás, de una prisión.

-pensábamos que eran menos, afirmó una muchacha que descollaba por un abdomen prominente.

Quisimos explicarles que éramos cinco, los cinco de siempre, los del colegio, los de toda la vida, pero camino al bus se fueron uniendo vecinos y amigos que encontramos al paso y quienes al oír de mujeres hermosas, de piernas inabarcables, de nalgámenes apetitosos, se unieron ofreciendo dinero para el trago, tarjetas de amigos que administran moteles y toda suerte de promesas y ofertas que serían útiles en el momento de rematar la velada, pero preferimos callarnos, dejar que las circunstancias continuaran en su desplome, en su inevitable inclinación hacia la desesperanza.

-Nosotros pensamos lo mismo de ustedes, respondió un desconocido que no sabíamos de dónde había salido ni quién lo había invitado. Mejor vamos a bailar, concluyó para zanjar cualquier conato de réplica.

-Conocemos un sitio bueno, afirmó la muchacha que me contemplaba con ojos golosos.

Ellas emprendieron la caminata entre bisbiseos y carcajadas emboscadas en tanto que nosotros, hundidos en un silencio sepulcral, les seguíamos con la certeza que cometíamos un gran error. Dos cuadras después, bajo un letrero oxidado, de letras desteñidas por las encías del tiempo, emergían los compases de vallenatos lastimeros.

-acá es, dijo la desdentada

-vaya marica y nos dice qué tal está el sitio, instó Walther para que yo midiera el caletre del establecimiento.

Me asomé en la puerta y vi en las vecindades de la barra a un joven con una chaqueta enlazada al brazo izquierdo y con una correa en la derecha defendiéndose de otro que enarbolaba una patecabra y quien tenía la clara intención de apuñalearlo.

-hay dos manes dándose chuzo, resumí.

-mejor vamos para otro lado, dijo la voz azucarada de una muchacha que estaba abrazada a un vecino del Negro, al tiempo que emprendía el camino por una calle oscura, tenebrosa, lóbrega como todas las calles del sector.

Fuimos detrás de la pareja que caminaba lentamente, como si quisieran perpetuar el placer de abrazarse y de hablar a media voz, con la sonrisa colgando de las comisuras de los labios.

Ocho cuadras después llegamos a un lugar igual que el anterior: letrero en lata, puerta pequeña, vallenatos magullando la noche. Adentro dos parejas de borrachos bailaban por el empuje de la música mientras una mujer de edad incierta cabeceaba detrás de la barra. Unimos cuatro mesas al tiempo que El Negro, con aquel entusiasmo financiero que lo acompañó buena parte de su juventud, sugería pidiéramos dos botellas de aguardiente en lugar de perder la plata en rondas de cerveza.

Al filo de la media noche, gracias a la acumulación de alcohol, sueño y testosterona, se inició una pelea con botellas despicadas, butacas estrellándose contra paredes y ventanas, improperios y alaridos de mujeres queriendo imponer el orden. Miré, al escuchar el primer estallido, a los ojos a Nabyl para confirmar que haríamos lo mismo: salir corriendo para no pagar la cuenta y, de paso, para espantar la frustración de ver a los otros, a los vecinos y amigos, a los desconocidos que encontramos en el camino, bailando y besándose con las mujeres que nos correspondían por el derecho que concedía el hecho de haberlas cotizado en el escaso y difícil espacio de la virtualidad. Salimos, en efecto, entre la gritería y quinientos metros más adelante, cuando sabíamos que no nos podían encontrar, que nadie nos seguía, nos detuvimos para constatar que estábamos los cinco, los de siempre, los de toda la vida (el último en llegar fue Suarez quien por aquellas intrigas del azar, por aquellas paradojas de la noche, había tomado la calle equivocada).

-de la nevera, dijo El Negro al tiempo que enarbolaba una botella de ron.

-de la mesa, continúe mientras exhibía el remanente de aguardiente que sobrevivía antes de empezar la gresca.

-de la barra, concluyó Nabyl al tiempo que empuñaba una paca de cigarrillos.

Soltamos una carcajada al corroborar que persistían las enseñanzas adquiridas en colegios públicos y y diversos batallones del circuito militar de Colombia. Buscamos, poco después, el parque más cercano para aguardar el arribo del amanecer bogotano entre tragos, risas, evocaciones y todo aquello que brota de las ranuras de las almas irresponsables. A las seis de la mañana, o quizás un poco antes, cuando nace un brillo incierto en los contornos de las montañas, cuando empiezan a trinar copetones desde arbustos completamente secos, me paré con la mirada vidriosa, con las manos temblorosas, los contemplé con dificultad al tiempo que les decía, con la lengua estropajosa: juro solemnemente que este trance lo rescataré de las arenas del olvido, de los barrancos de la ingratitud, para gloria de las futuras generaciones. Levanté, acto seguido, el remanente de ron y lo apuré de un sorbo teatral, pomposo, como todos los movimientos generados por el alcohol al tiempo que la promesa empezaba a diluirse en las circunvalaciones del lóbulo frontal, a desdibujarse de mi cerebro hasta que, a las seis de la mañana de hoy, por aquellas intrigas de la memoria, emergió sólida, concreta, como si la hubiera hecho minutos atrás…

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Última

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No fue una borrachera que empezara en alguna esquina del tiempo y que terminara en otra, cercana o lejana de la inicial, puesto que mi vida fue, hasta ese momento, una interminable orgía etílica. El hecho es que aquella ocasión se inauguró con cajas de aguardiente en los pastizales de la universidad y se prolongó por los andamios de las horas hasta converger en una jarana en un andén del Nicolás de Federmann. De allí todo fue anarquía de los sentidos: deambulamos por lupanares de Chapinero en los que bailamos con prostitutas agobiadas por el manoseo de borrachos hasta desmenuzarnos en grupos minúsculos que se enredaban en las piernas de alguna meretriz, en los faldones de la noche o que se desvanecían en alguna silla de bordes resbalosos, de olores inciertos, bajo la penumbra rojiza de orgasmos de alquiler. A las cuatro de la mañana éramos, por tanto, una cuadrilla de borrachos que contemplaba jovencitas famélicas contorsionándose en escenarios desvencijados, de maderas crujientes, de puntillas que brotaban entre paños extenuados por la fricción de tacones desastrados, y quienes esperábamos que el amanecer germinara en las montañas para continuar bebiendo en alguna tieducha de eucalipto en los orinales. Vi, entre la viscosidad de los minutos, a una muchacha que dormía plácidamente a pesar de la descarga de vallenatos y quien aventajaba en belleza a las mujeres que hormigueaban por el salón. Noté, después de contemplarla largamente, que emergía del bolsillo de su camisa un billete de cincuenta mil pesos que pedía, casi gritaba, transformarse en la última ronda de aguardientes. Me acerqué lentamente, como quien no quiere la cosa, y cuando estuve a dos centímetros me atrajo, más que el billete, la piel blanca, casi jabonosa, de los senos que se desbordaban de las márgenes de una camisa a cuadros. Tanteé, en consecuencia, el tetamen con manos ávidas, urgentes diría el poeta, que la despertaron inmediatamente. Piensa robarme gran hijueputa, grito con los ojos rojos. En ese momento hice lo que hago en estos casos (y que, por una razón incomprensible, siempre termina en problemas): decir la verdad. Se equivoca; sólo quería manosearla, afirmé con la tranquilidad de quien deambula por las praderas de la sinceridad. Malparido, grito al tiempo que atenazó mi cuello con sus manos. Caímos al suelo entre los dicterios de las otras suripantas. Ellas, al tenerme al alcance de sus piernas, empezaron a patearme sin misericordia. Suelte a la hija del dueño, aseguró una voz grave, casi masculina, entre la manigua de dicterios y alaridos. No sé cómo me las quité de encima y escapé corriendo sobre sofás y mesas hasta alcanzar la puerta que cedió ante los empellones de mis compañeros de parranda. En la calle cada uno eligió, entre los disparos que rasguñaban la alborada, una de las azarosas calles que convergían (y que seguramente aún convergen) a la puerta del prostíbulo…

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