Archivo mensual: diciembre 2010

Existen alboradas en las que es fácil…

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decir Te Amo; mañanas en las que quisiera salir de la casa, con las babuchas de garras, a deambular por calles y avenidas, a escandalizar peatones, hasta llegar a tu trabajo, subir las escaleras con la pijama que tenía cuando me besaste a las siete de la mañana y decir Te Amo, como el que lanza un sortilegio contra el desamor; pero, antes de abrir la puerta, algo me detiene, una fuerza intensa, como la potencia que impulsa a las flores a brotar entre las grietas de los andenes. Entonces continúo la lectura de la novela que me espera en la mesa de noche, busco trabajo por internet o, quizás, me hundo en las ciénagas del sueño. Arremete, entre tanto, una suerte de descarrío, de incertidumbre, que me instiga a abandonar cualquier tarea, a rasguñar tu nombre en las paredes descascaradas o a delinear tu contorno con una rama seca; pero, una vez más, gana la sensatez y entiendo que el hombre es cobarde, que es incapaz de contemplar el amor, de arañar tapias, de trazar siluetas sobre la piel de la tierra. Quedan, por tanto, las frases revoloteando en las comisuras del silencio hasta que llegas con tus fatigas, con la nómina que no ajusta, con las compañeras imprudentes y, lo que en la mañana parecía fácil, empieza a intrincarse en tu acento, en las palabras que calman tu cansancio al punto que declararte mi amor se muestra incapaz de pagar deudas y ajustar cifras; me quedo, en consecuencia, con el deseo de decirte que el amor que sentí por ti, a las diez de la mañana, entre las sombras de los geranios, sentado en el comedor, frente al computador, me hizo olvidar los convencionalismos, las calles y las necesidades que la vida ordena en línea recta y me invitó, como se invita a un amigo o a un hermano, a vagabundear por la avenidas, como un demente, con los cabellos revueltos, hasta hallar tu oficina y subir a decirte, con voz alucinada, con tufo de oscuridad, que no puedo vivir sin ti, que no existe momento en el que tu nombre no atraiga ternura a mis labios, en el que no te ame con cada fibra de mi corazón; pero, en lugar de confesarte mis desvaríos, sonrío en la penumbra del televisor o en las tinieblas de la noche con la certeza que es más efectivo aquel beso que te imprimo antes de dormirte, rascarte la espalda o enredarte el cabello que decirte, entre las caras asombradas de tus compañeros o entre peatones alarmados, que Te Amo…

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Son difusas las mañanas…

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en las que me acuesto solo, en mi mitad de la cama, a contemplar el aburrimiento jugueteando con las sombras hasta que el sueño me lleva a casonas abandonadas, laberínticas, en las que camino alumbrado por tu nombre, en busca de puertas desvencijadas, de ventanas oxidadas que me conducen a pastizales por los que troto nerviosamente hasta llegar a tus brazos, sin que seas tú quien abraza ni sea yo quien llega corriendo, sino que son otros quienes se aman con nuestra pasión, con nuestro desenfreno (acaso -no lo sabemos, no lo podríamos saber-, sean la Mujer y el Hombre en mayúsculas los que se aman en mis sueños, los que nos representan o, como diría Platón, a quienes encarnamos mediocremente, de quienes somos una tímida sombra). El caso es, mi vida, que me despierto con los pies agotados de trepar los andamios de las flores, con las manos sudorosas de galopar bajo la canícula y con el irreprimible deseo de aferrarme a los dobladillos de tu ternura, a la mansedumbre del hombro en el que descansan mis complejos y temores, a tu respiración rastrillante, a la continuidad de las conversaciones que ponen carcajadas a tu cansancio y a los besos que corroen mi fatigosa melancolía.

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Promesa

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Diego y Laura.

¡Qué agotador escribirle al matrimonio entre tanta llovizna, entre tanto compromiso, entre tanta grata sorpresa! Sobran adjetivos, los verbos resultan enojosos, las frases caen en el cliché o en el ridículo; los dedos vacilan en el teclado y los ojos se extravían en la geografía del techo en busca de las palabras que hablen de pasión a zarpazos y lágrimas y de aquella ternura de las dos de la tarde cuando alguno de ustedes (o los dos) añore el anochecer pedregoso, acaso la tarde de domingo, en el que hablaron sin freno o en el que callaron mientras veían aquella película que han querido ver nuevamente. ¿Cómo hacerlo? Enojoso, reiteramos, hablar de los compromisos, de las cargas, de los amaneceres en los que los problemas ladrarán hasta levantarlos de la cama con cara de pocos amigos, de las pequeñas y grandes discusiones que nunca faltaran

(agradable es, asimismo, discurrir sobre la decisión de hacer un espacio ajeno a las vacilaciones y a las trampas, en el que la dulzura no duela, en el que puedan amarse ingenuamente, sin aguijones, con -y a pesar- de ellos, en la tarde y la mañana, con la mano y la mirada, en la cotidianidad y en la excepción, con las palabras y con el silencio)…

Si no fuera difícil, como veníamos diciendo, les escribiríamos una carta sosegada, menos confusa, con palabras que no se atropellaran, con conceptos que no se contradijeran, redactaríamos, insistimos, una misiva que describiera esta felicidad imprudente, atolondrada quizás, nacida del afecto de los años, de la solidaridad generada por el hecho de estar recorriendo los mismos caminos y que nos incita a celebrar sus triunfos y a sentir como propias sus derrotas, a festejar su unión, a creer una vez más en el futuro esperanzador en el que sus hijos y nuestros hijos soñarán con la justicia y la igualdad, como soñaron nuestros padres, como continuamos soñando nosotros, en el que ustedes y nosotros, en el que los amigos y nosotros, disertaremos sobre los años y las ausencias, sobre la brevedad de la vida, sobre el desconcertante impulso de continuar amando… pero no lo pudimos hacer porque amanecimos con las palabras atascadas en los alambres del sueño, en los deberes por cumplir, en la palpitante promesa del porvenir y en una que otra esquirla de la nostalgia…

Les dejamos, por tanto, la promesa que escribiremos, cuando la algarabía se transforme en un exiguo rumor en el tropel de recuerdos, un texto en el que elogiaremos su compromiso, empeño y perseverancia, en el que hablaremos de la solidaridad y la paciencia, del silencio y la melancolía y todo aquello que coexiste o concibe el matrimonio…

Un abrazo afectuoso

Motoso y Marjorie

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Diciembre


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Bajas a la tierra en espirales de polvo y alegría, besas a las muchachas que presagian silencios o ternuras, acaricias a los hombres que envejecen al margen de las horas, a los niños que peregrinan por las riberas del tedio, a las madres que se marchitan a la sombra de las obligaciones. Repartes melancolía y algarabía indiscriminadamente, trepas la mirada de mujeres sin rumbo, la soledad del abatido, el rencor del violento, sacudes ramas y sonrisas con tus manos de algodón, atiborras las ventanas de bombillos y las alacenas de licores. Los arbustos aguardan tu llegada para llenarse de copetones, de nidos y de escarcha, la brisa te espera para atropellar -junto a ti- canciones y carcajadas, para hacer girar las veletas oxidadas, levantar manteles y banderas en los restaurantes, faldas en los callejones, hojarascas en los parques, el sol acecha tu arribo para que enrollen lienzos, despeinen cortinas, rocen frutas, para ahuyentar las tinieblas de la noche y luego ladrar hasta levantar a los remisos adolescentes de su postración vacacional (tu presencia eleva, sin duda alguna, los días en una brisa ajena al turbio vendaval de noviembre o al pajizo viento de enero)…

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