Tus labios reconstruyen la humedad del cuerpo de Juana al tiempo que tu corazón se reseca como el atardecer que irrumpe por la ventana del local. Quieres borrar los dedos que han quedado atornillados en los ribetes de la memoria. ¿Cómo puede dolerme el alma si no es material?, interrogas al cigarrillo que duerme sobre la mesa. Porque, en efecto, te duele el alma. Empinas la botella hasta que la efervescencia del aguardiente te incinera el cuello. Nihil humani a me alienum puto; Terencio, sentencias fanfarronamente mientras dejas la botella sobre la mesa. Contemplas el establecimiento en busca de alguien; sólo encuentras un aparador forrado de almanaques de mujeres semidesnudas. Lamentas que nadie haya escuchado porque te hubiese gustado vanagloriarte de tus inexistentes conocimientos de latín. Nada que sea humano juzgo ajeno a mí, repites la frase de Terencio. ¿Cómo negar la condición humana cuando el dolor magulla la respiración? Deseas tenerla, como la tuviste horas antes, a tu lado; sentarla en tus piernas y susurrarle versos de Carranza al oído. Enciendes el ajado pielroja al que le has hablado toda la tarde. La adiestrada mano de Juana emerge de las tinieblas para subirse a tu nuca. Su contacto produce un tenue escalofrío que desciende por la espina dorsal hasta la mitad de la espalda. Inhalas con fuerza para amedrentar el espasmo. Imagino que así se siente perder una parte del cuerpo, piensas mientras expulsas el humo con fuerza. Tu cuerpo percibe – o quizás concibe- a Juana como parte de sí. O, mejor, tu cuerpo entiende que sólo es un apéndice de su delgada cintura, de los ojos que serpentean en la oscuridad en busca de la melancolía, de sus piernas perfectas, de la cavidad hecha a la medida de tu cabeza y de aquel rinconcito húmedo donde entierras tu fracaso. En este momento eres, quiérelo o no, una pierna sin el cuerpo que le infunde movimiento, un dedo huérfano de mano, un ojo sin brillo o una caricia abandonada en alguna cicatriz. Soy un muñón de enamorado, susurras al ocaso que debilita las iridiscencias que irrumpen por el vano de la puerta. El amor, como puedes constatar, transforma a un hombre en un trozo sintiente de carne que hunde sus verrugas en el alcohol. Te golpea un estallido de indignación en la frente; te paras violentamente y empiezas a caminar sin control en el pequeño espacio que separa la silla del mingitorio. Te sientas, poco después, haciendo vibrar la botella que está sobre la mesa. Tomas de un sorbo el remanente de aguardiente. Escuchas nítidamente su risotada de cristal. Una sonrisa abate la incertidumbre en la que se había hundido tu mirada. Contemplas a Juana riéndose atronadoramente en la cafetería de la plaza San Francisco. Aquel día la viste caminar en la colmena de estudiantes que salen a almorzar. Aceleraste el paso hasta que la tuviste al alcance de tu voz. Juana, dijiste con firmeza. Volteo a ver sin dejar de caminar. Hola, dijo con cansancio. ¿Me recuerdas?, le preguntaste mientras intentabas seguirle el ritmo de maratonista. Sí, respondió secamente. ¿A dónde vas con tanto afán?, indagaste entre jadeos. Una mirada lastimera atravesó tus ojos. A donde tú quieras, dijo sin convicción. Minutos después estaban sentados en la cafetería intercambiando versos de Jattin y de Sabines
Te quiero porque tienes
las partes de la mujer en el lugar preciso
y estás completa.
No te falta ni un pétalo,
ni un olor, ni una sombra.
Recitas de memoriaa Sabines. Después visitaste a Manuel con la esperanza de encontrarla clavando sus miradas en los pliegues del silencio, enmarañando los atardeceres, o leyendo a Borges en la escalera. Luego, cuando no pudiste disimular la atracción frente a Manuel, seguiste sus pasos en la universidad para encontrarla en los pastizales o esperarla a la hora del almuerzo en los restaurantes que frecuentaba. Eres, sin duda alguna, el porcentaje de paraíso que me corresponde, susurras. Atrás del mostrador escuchas las pisadas del tendero. ¿Me dijo algo?, indaga una voz enredada en las telarañas del sueño. Sí señor; respondes pausadamente; deme otro cuarto de aguardiente. Oyes los pies arrastrándose. La respiración se te pone arenosa. Sabes que el alcohol en cualquier momento te traicionará y empezarás a llorar por su ausencia. Acá tiene señor, dice el tendero al tiempo que coloca una botella de Costeñita sobre la mesa. Podría, por favor, poner música, dices con la voz fracturada. El rastrillar de los pies del vendedor nubla las evocaciones. El alma empieza a desplomarse como una cresta de polvo. Desde la esquina opuesta a tu mesa emerge un silbido acompañado de la voz mineral de Héctor Lavoe. El piano preludia la canción que has cantado hasta el agotamiento en las etílicas noches con Giovanny. Empinas la botella y apuras los 175 centímetros cúbicos de un sorbo. Un pequeño ardor te escalda la garganta.
Si alguien le pregunta cuál fue mi destino
no le diga a nadie que tomé el camino
de los que no quieren que los vean llorando
por causa de un amor…
La canción te desmenuza las entrañas. La fuerza abandona tu cuerpo. Crees que te desmayarás de un momento a otro. Aspiras con fuerza el remanente de cigarrillo que muere en tus dedos. Una nausea oleaginosa te impulsa a levantarte brutalmente. La butaca y la botella caen simultáneamente al piso. Te lanzas a la calle para arrojar por la boca el nudo que nace en el margen del estómago. En la puerta de la tenducha decides correr. De dos zancadas cruzas la calle; una vez allí emprendes la huída. A tu espalda el anciano pronuncia una ristra de improperios que se enzarzan con los rugidos de los buses. Huyes como si tu vida dependiera de ello. A los quince minutos sientes una opresión en el pecho; disminuyes la velocidad hasta detenerte frente a un poste; te inclinas y empiezas a vomitar sin control. Sientes, segundos después, un garrotazo en la nuca. Te desplomas como un muñeco de trapo. Adviertes las manos de los indigentes registrando los bolsillos del pantalón. Empiezas a lanzar patadas a la bartola. El resplandor del puñal que enarbola uno de los gamines te disuade de continuar descargando puntapiés sobre ellos. Este hijueputa no tiene nada, anuncia el pordiosero que enarbola el cuchillo; oyes inmediatamente el garrote castigar el viento y el sonido hueco cuando este se estrella contra tu frente; sobreviene al golpe una nube de patadas que castiga tu espalda y el estómago. La oscuridad, en ese instante, se espesa hasta transformarse en un muro compacto…
Escuchas una voz cavernosa. Cierras los ojos para evitar el dolor de tenerlos abiertos. ¿Cuál es su nombre?, vuelve a inquirir el hombre. A pesar que percibes el rumor de las personas no abres los ojos ni te decides a contestar. Sientes que te izan y que entras a un lugar cálido. Escuchas un sonido parecido al de la puerta de una nevera cerrándose y la voz cavernosa desvaneciéndose en el desorden de bramidos y voces. Te hundes en la greda del sopor. El aguijón de la jeringa revuelve las cenagosas aguas del letargo. Abres los ojos. ¿Cuál es su nombre?, indaga con dulzura una mujer de bata blanca. Pedro, dices tenuemente. Pedro; ¿Cómo te sientes?, inquiere de nuevo. No respondes. ¿Quieres que llame a alguien?, continúa la enfermera. Sí; consigues decir con esfuerzo; llame al 2627700; pregunte por Manuel o por Juana. ¿Qué parentesco hay entre Manuel y tú?, pregunta la mujer. Él es mi hermano y Juana es… su esposa.
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