La vida no es más que una sombra en marcha; un mal actor que se pavonea y se agita una hora en el escenario y después no vuelve a saberse de él: es un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y de furia, que no significa nada”
Shakespeare. Macbeth (Acto V, Escena V).
Camina por el sendero que conoce de memoria de tanto andarlo y desandarlo por meses que se hicieron semestres, semestres que se transformaron en esa hermosa perpetuidad que lo enorgullece, que le incita a hablar de materias, profesores, experiencias, tristezas y todo aquello que puede acumular un estudiante que no estudia, que sólo pasó su vida leyendo, que sólo supo lo que le convenía para pasarla sabroso, sabrocito, diría si usted, apreciada lectora, o usted, atento lector, no lo leyera sino escuchara su voz que se hizo nasal de tanto cigarrillo, de tanta noche de aguardientes, de tantas conversaciones inapropiadas, si lo escuchara, decía, hablando, desenredando quién sabe qué ideas que se intrincan bajo su frente lustrosa, bajo esos ojos que disertan con la voz o en ausencia de ella. Lo que él no sabe es que esos pasos lentos son los últimos que dará en esa vida que, si tuviera la posibilidad de hacerlo, la condensaría en una cifra exacta que hablaría de años, meses, días, horas, minutos y segundos, resumen con pretensiones de ser inapelable como todo lo que no logró hacer por aquellas paradojas de esa existencia que lo conduce a un aneurisma que empieza a inflamarse imperceptiblemente hasta llegar a los límites de su capacidad y quien reventará dos o tres pasos más adelante, sin alboroto ni fanfarrias, en silencio, como suceden todas las cosas decisivas, las que desorientan las agujas del destino; sentirá, inicialmente, una picada y un mareo que adjudicará a la epilepsia, acaso a los triglicéridos, sin saber que es el vértigo definitivo, el hundimiento a los abismos de la muerte a los que se precipitará cuando se desplome como un trozo de materia sin alma, sin versos, amores ni desamores, sin lo que pudo ser, sin lo que quiso ser, sólo carne y huesos, sangre empozándose, neuronas huérfanas de ideas y esperanzas, tendones entumeciéndose en su tránsito hacia la descomposición. Nadie lo verá caer a las nueve de la noche de un jueves lluvioso, melancólico, como lo denominó tres horas atrás, cuando contemplaba el aguacero al que le agregaría algún adjetivo hiperbólico de los que almacena en los bolsillos de la memoria, para extraviarse, segundos después, en un silencio impenetrable, que podría pensarse que era reflexivo pero que sólo era contemplativo, visual, si acaso cabe esa expresión, y de quien saldrá para internarse en El Año de la Muerte de Ricardo Reis, su última lectura, su último solaz en esta existencia atiborrada de actividades que ahora, gracias a que no habrá tiempo, lugar o espacio para que cambien las cosas, para que se desvíe la ruta que finalizó a pocos pasos de la Biblioteca Central, se hacen categóricas. Luego partirá hacia la Plaza Ché y morirá en el trayecto causando, con su intempestivo deceso, que engañen todos los que esa noche hablen de él gracias a que se referirán a una sombra, a un recuerdo que empieza a desdibujarse en las aguas de la eternidad, en los remolinos del olvido, mintiendo al suponerlo vivo ya que ha dejado de ser en acto, que es la única manera en la que somos, en la que podemos ser en este universo en el que sólo existimos gracias a nuestros actos y lo que ellos imprimen en los demás sin importar si estos se restringen a palabras o propósitos. Vibra el celular trayendo la angustia de su esposa quien quizás presiente su inexistencia a la vez que desaparecen los eventos que sólo sus ojos percibieron en su inquieto movimiento, las fantasías que no le contó a nadie, los amores que poblaron los recodos de su corazón, de su cerebro que ahora es incapaz de recordar o de forjar pensamientos, de su alma que en este momento juguetea con los últimos vestigios de una existencia que tuvo algo de presagio y quien ahora sólo es pasado y evocaciones deshaciéndose en los flujos de la muerte…