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Final, Final… no va más…

Este es el final de una etapa que duró muchísimo más de lo que imaginé aquella noche que inicié la aventura de escribir en un blog. De los mil visitantes que suponía que llegarían a curiosear por estos predios, llegué a poco menos de 255.000 visitas en los 65 meses en los que estuve aferrado a esta bitácora. De igual manera, de los 10 post que creí que publicaría antes de desfallecer en mi intento de ser bloguero, llegue a 521 (incluyendo el actual), siendo esta cifra el acervo total de este sitio. Vale decir que una parte de este patrimonio fue quien nutrió la antología publicada en Tampa, Florida, gracias a la amable invitación hecha por el Dr Oxel Portilla, Editor de Portilla Foundation (y que aprovecho para invitarlos una vez más a comprarla en Amazon).

Como ven son miles las razones por las que me siento agradecido con este lugar que a riesgo de sonar cursi, fue el hogar de mis desvelos, voz cuando no quise o no pude hablar, manos cuando necesité acariciar a través de la distancia, sonrisa y coqueteo con ese destino que muchas veces fue esquivo.

A partir de ahora iniciaré una nueva etapa en mi vida de bloguero y escritor en ciernes ya que desde ahora estaré publicando en Tejiendo Naufragios, blog que pertenecerá a la comunidad de El Espectador. Allá continuaré con el ejercicio narrativo y reflexivo que llevaba en este lugar, con los mismos objetivos azarosos y con el mismo amor con el que trabajé en cada texto que subí a Con Vocación de Espina. Por ello están cordialmente invitados para que me visiten allá, comenten las entradas y se nutran de la diversidad de enfoques y temas de la comunidad.

No puedo irme sin antes agradecer su sincera y grata compañía, los comentarios que dejaron diseminados a lo largo y ancho de la bitácora, los correos y palabras emocionadas que siempre me dieron razones para creer en el poder de la palabra.

Como siempre les envío un abrazo desde la fría Bogotá y reitero la invitación para que visiten Tejiendo Naufragios, su nueva casa.

¡Gracias por su paciencia!

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Si lo que siento por ti…

mujer6(Fuente de la Imagen)

Si lo que siento por ti fuera visible o al menos tangible como las ramas o las piedras, lo sacaría del fondo del estómago que es el lugar que me duele cuando pronuncio tu nombre, o de la mitad del pecho que es donde se ponen arenosos los pocos recuerdos que tenemos en común. No importaría que quedaran cicatrices que atravesaran la mitad de mi cuerpo, al fin de cuentas han quedado en mi alma tantas marcas de tu paso por mi vida que no haría la diferencia agregar una más.

Pero esto que siento por ti no es tangible ni visible. Por ello envío emisarios que señalan congojas que llegan a veinte kilómetros de mi abatimiento. Algunas veces los oyes, otras tantas los dejas apagados en tu correo esperando señalar con sus guitarras a punto de pulsarse y sus voces de ruiseñores, aquello que vive oculto en los recodos de mi paciencia.

En otras ocasiones intento rasguñar las palabras con la ilusión de sacarle chispas. Pero cuando escribo Sonrisa esta no es profunda ni tiene la capacidad de convocar todas las esperanzas. Sólo es una mancha que se esconde en los renglones, que huye entre las arrugas de mis intenciones. Si escribo Destino este no suena a fuerza sino a algo que es incapaz de unir aquellos ojos en los que caben todas las brisas y todas las golondrinas con estas manos que trazan triángulos en la piel del pizarrón. Y así con todas las palabras que se van amontonando unas sobre otras hasta ser una montaña de escombros que no sirven para nada. Por ello renuncio a seguir escribiendo y me entrego a la certeza que cada golpe del segundero es otro instante en el que estás a millones de kilómetros de mí, justo al otro lado de esta eternidad que no atravieso por temor a que me digas, “sabes que lo nuestro no puede ser”…

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Profecía

cabaña1(Fuente de la Imagen)

Dicen quienes conocieron a Diego Niño que su vida era como sus actos: terca y caprichosa. Terco, terco, ¡qué hombre tan terco!, revela una anciana de ojos negros. Y es que dicen que eras terco Diego Niño. Terco y dulce. Escribía, borraba, volvía a escribir y volvía a hablar con su sonrisa irrevocable; su dulzura nos alcanzaba para ayudarnos a entender ecuaciones, triángulos rectángulos, líneas paralelas y todas esas cosas que no sirven para nada, señala otra mujer entrada en años y melancolías. Todas tus alumnas son octogenarias, algunas incluso esperan desde la otra orilla de la eternidad. Terco, dulce y coqueto, eso dicen que eras Diego Niño. Yo era un adolescente cuando venía a hablar con mi hermana; parecía que traía deseos torcidos, ya sabe, de los que tenemos los hombres enredados en el cuerpo, apunta un señor de sesenta años que sobresale por su vitalidad. Es que él era un coqueto sin remedio; a mí me dijo de todo, me escribió por meses sin éxito porque yo siempre supe darme mi lugar, interpela una anciana de ojos verdes. Dicen que luego te fuiste a aquella cabaña perdida en las montañas. El silencio ahogó tus palabras, dejaste de bañarte y la barba te creció sin tregua. Parecía una fiera salvaje, dice una señora que se persigna cada vez que te nombran. Decían que tenía el diablo metido en el cuerpo, interrumpe otra. Quizás no fue el diablo quien te llevó a esos parajes sino la poesía que te mostró el frágil y trasparente camino de la felicidad…

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Partida

ajedrez1(Fuente de la Imagen)

Creo que la Vida es un juego de ajedrez contra el Destino. Su primera jugada no es, como debería ser, con sus fichas. La primera jugada consiste en seleccionar y ubicar las piezas con las que jugará su oponente. Hay quienes dicen que Dios le susurra esta decisión al oído. Creo, aunque nunca estaré en capacidad de demostrarlo, que es su criterio quien le dicta la cifra y el lugar en el que debe ubicar la figura. Por ello a algunas personas tienen las dieciséis reglamentarias, otras tienen ocho, pero tienen varias torres y varias reinas, otros tienen cuatro o cinco y así hasta que se agoten todas las combinaciones posibles. También es relevante la ubicación ya que de nada sirven doce peones si son puestos en línea vertical o cuatro caballos apostados en las esquinas. Algunos quedan con una configuración tan delicada que un mal movimiento será suficiente para desencadenar una embestida que lo acorralará en a8. Otros tienen distribuciones estables quienes a pesar de la solidez, o quizás por ello mismo, no tiene la menor posibilidad de atacar. El caso es que el Destino se toma el trabajo de capturar fichas, custodiar el centro, avanzar sigilosamente con caballos y alfiles mientras uno, gracias a jugar con las negras, se la pasará defendiendo embates y celadas. Pocas veces se gana la partida gracias a que en el ajedrez se suman los aciertos del oponente a los errores propios. Quizás por ello hay quienes reniegan o humedecen el tablero con sus lágrimas. Otros, por el contrario, agradecen competir, algunos incluso ríen a lo largo del juego y otros más estudian las jugadas para enseñárselas a quien venga a pedirle consejo…

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Destello

rayo1(Fuente de la Imagen)

Un rayo de sol tropieza contra las ramas, se desploma en el piso del comedor, sube por las patas de la silla para terminar haciendo equilibrio en el borde de la mesa. No sé qué amaneceres destilaron su avance o que silencio lo animó a embestir el filo de madera. Lo cierto es que el destello avanza lentamente hacia mi cuerpo. Empieza a trepar los dedos, sube por el brazo hasta atravesar las cordilleras de mi hombro, escala la curvatura de mi cabeza y baja lentamente por la pared. Soy breve escala en el tránsito que lo llevará hacia la oscuridad que sobrevive más allá de las grietas del tablado. Tal vez se filtre una migaja de mi piel en los matorrales infinitesimales o una pequeñísima fracción de mi oreja haga revolotear el polvo, incluso puede que las centellas de mi nuca que se fueron aferradas al rayo, tengan la facultad de promover el zafarrancho de insectos que habitan bajo las catacumbas del comedor…

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Aprendizaje

mar1(Fuente de la Imagen)

                                                                    Dedicado a Felipe Carmona

Aprender, gracias a la enorme porción de conocimiento que está fuera de nuestro alcance, es una tarea tanto o más agobiante que el trabajo de cambiar el color del mar a fuerza de desocupar frasquitos de tinta china sobre él. Zas, lanzamos la primera ampolla y vemos cómo se diluye la tinta hasta desaparecer en la piel del agua. Zas, otra redoma que se desocupa en segundos, y en segundos la devora el mar. Zas, zas, zas, zas. Uno tras otro, tras otro, tras otro. Y el mar del mismo color. Algunos abandonan la empresa por aburrimiento. Otros lanzan dos frascos de tinta, descubren que la actividad es estéril y se van a su casa valiéndose de la primera excusa que se cruce en su camino. Otro conjunto de personas lo hace con el único propósito de llegar a tierra a decir que lanzaron más frasquitos que cualquier que lo haya intentando anteriormente. Un reducido grupo lo hace porque no tienen otra forma de ocupar su vida. Zas, zas, zas, zas; lanzan uno tras otro, por días que se vuelven años, por años que se hacen décadas, hasta que las manos se llenan de lunares y temblores, hasta que la vida se les escapa con el último chorro de tinta que cae al mar que continúa del mismo color, pero en cuyo fondo, bajo la barca que naufraga con los cadáveres, crece una nueva especie al amparo de la sombra que ha crecido sin dar señales de agotamiento…

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Injusticia

diente_leon1(Fuente de la Imagen)

Nada te puedo ofrecer. O casi nada. Quizás una partícula partida mil veces y mil veces dividida hasta ser una mil millonésima fracción de aquello que, de arranque, ya era poco: una brizna de viento, una migaja de silencio, una mota de esperanza. Nada, pero lo que se dice nada de nada es lo que te puede ofrecer estas torpes manos, esta boca que calla cuando debe hablar, que habla cuando debe callar, este cerebro que se desconecta a cada rato, que no encuentra la ruta de la verdad, que tuerce los caminos de la razón. Tú en cambio tienes tanta alegría encharcadas en las cunetas de los ojos, tanta esperanza huyendo de los rodeos con los que te escabulles de mis preguntas, tanto amor en las fracturas de tu corazón… ¡qué injusto este destino que nos unió, este azar que te pone cada día en mi mente como si fueras parte de ese universo que se aferra a mi alma, como si estuvieras ahí, agarradita a sus faldones, escondida en sus dobladillos!…

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Confidencia

sensual2(Fuente de la Imagen)

No hay razón para que le niegue que ella me trae loco. Especialmente cuando se pone aquellas minifaldas que deben llamarse de otra manera porque no es falda sino una faja de tela que va desde los senos hasta cuarenta centímetros arriba de la rodilla. Aquellas que, como dicen los comerciales y una que otra mujer que asimila el lenguaje de los publicistas, se ciñen al cuerpo como una segunda piel. Tiene varias, de todos los colores. Quiero decir, varías minifaldas, porque piel sólo tiene una. Aunque debo aclarar que parece que fueran cientos de pieles que se empalman en lugares desconocidos de la geografía de su cuerpo: la piel de la cintura no es la misma piel que cubre los omoplatos y esta, a su vez, es distinta de la que envuelve el dorso de las manos. Todas las pieles, sin embargo, me enloquecen cuando me acarician, cuando las beso, cuando se transforman en un mar en el que me hundo como un viejo e inservible buque de guerra…

Decía que no usa una sola de aquellas minifaldas, o como quiera que se llamen, sino varias, de muchos colores: unas son de los colores que puedo nombrar (blanco, rojo, negro, azul) y otras de colores que desconozco porque aluden frutas, hojarascas y flores (tabaco, verde hoja seca, anturio, mandarina). Algunas veces, pocas en realidad, no las usa porque prefiere vestir un jean y una camiseta. El jean no estaría mal de no ser porque los usa dos o tres tallas más grande que la suya. Quizás sea más cómodo para caminar, sentarse en el prado, pero dificulta el examen de las tentadoras curvas que me calientan las zonas bajas.

Ella, no hay lugar a dudas, me fascina: no hay día, hora o minuto que no piense en ella. ¡Qué embarrada que hayan tantos problemas! El primero es el novio. El segundo, como usted bien sabe, es mi esposa. El tercero es que ella es mi alumna. Esta última es, sin embargo, la menor de todas las dificultades ya que cesará en dos meses, cuando concluya el semestre y termine, de esa manera, la vinculación Alumna-Docente.

¿A qué se deberá que las personas vean con malos ojos una relación de este tipo? Si el problema son las notas, que haya auditorias para certificar la ecuanimidad en ellas. O, mejor aún, que califique un tercero. Yo califico su curso, usted califique el mío. Zanjado el problema. Pero hay algo que oscurece el juicio de las personas y que hace que los implicados se sientan culpables. Supongamos que no estoy casado y que ella no tiene novio. ¿Qué problema habría en que tuviésemos un romance? Eso no cambiaría mi manera enseñar. Sólo modificaría mi cotidianidad de puertas hacia afuera. Quiero decir, de las puertas del salón. Pero la presión, los prejuicios, hacen que uno sienta que se está acosando con la hija o con la sobrina. Y la implicada siéntelo mismo: que se acostó con el tío o con el papá. He tenido alumnas, y esto no de lo debería decir porque me puede causar problemas, que salen llorando del motel y nunca, bajo ninguna circunstancia, me vuelven a mirar a los ojos. Es más, ni siquiera vuelven a dirigirme la palabra.

Pero ese no es el problema. Tampoco su estética es la razón por la que le pongo trabas al asunto. Si la viera creo que no pensaría eso: tiene un cuerpazo que ni para qué le cuento. Si tuviera que calificarla, y disculpe mi viejo hábito de cuantificar todo cuanto me rodea (al fin de cuentas he sido profesor por veinte años), diría que sus nalgas merecen 4.5, la cintura 5.0 y las tetas 3.5. Sí señor, tiene un cuerpo 4.3 que tiende a ser 4.5 por aquello de la nota apreciativa. La cara es normal. Es decir, ni atractiva ni repulsiva. Le daría un 3.0. Sería una mujer 4.0, si nos damos a la tarea de promediar todas las notas con la misma ponderación. Una definitiva nada desdeñable: está por encima de ochenta por ciento de las mujeres. Tome, para que me comprenda, cinco mujeres al azar; ella es probablemente mejor que cuatro de las mujeres eligió. Tampoco se trata que sea mal polvo. ¡Todo lo contrario! Hace en la cama lo que no ha hecho ninguna mujer que he conocido en mi larga vida sexual. Incluso estoy tentado a entrar en detalles para que me crea, pero, ya sabe, los caballeros no tenemos memoria.

El asunto en realidad es otro: ella quiere que “formalicemos”, entre comillas, o entre guiños, como prefiera, nuestra relación. Ese es el meollo del asunto: de tener encuentros esporádicos, como los que hemos tenido con una frecuencia bastante grata, a que exista estabilidad, así sea en la clandestinidad, hay una brecha enorme. De hecho no somos dos sino cuatro los implicados. O quizás más. Y conste que no lo digo por las enfermedades venéreas, que deberían importarme. Sino porque son tantas las mentiras y tanta la suerte que se necesita para sostener ese artificio. Haga usted de cuenta que es un edificio que se sustenta sobre hebras de silencio, realidades acondicionadas, itinerarios falaces. Algún día se caerá, de eso no me cabe duda. Luego vendrán los problemas, las peleas, los reclamos. Aparte, ¿qué necesidad de complicar las cosas? Parece que a las mujeres no les gusta la felicidad: justo cuando están bien las cosas, cambian de parecer y se les da por enredarlas, por ponerle moños y arandelas hasta que lo que era tranquilidad y alegría, se transforma en una maraña de dolores de cabeza, de subidas de presión y enfermedades gástricas que ni para qué le cuento. Así empezó su mamá y fíjese, ahora le ando buscando solución a tanto problema, a tanto reclamo, con todas las mujeres que se atraviesan en mi vida. No debería decírselo, lo sé, pero a quién más le puedo contar mis problemas que a mi hijo. Dígame, ¿a quién más?…

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Mínimas (32)

cielo1(Fuente de la Imagen)

A partir del próximo año no sufriré porque estoy privado del último hit tecnológico ni padeceré porque debo usar los pies para ir o venir por la vida, no tendré más techo que el cielo ni más tierra que la que se enrosque en mis pasos, no seré trabajador de ocho horas, seis infartos y tres pensiones, no encadenaré mis anhelos al sistema bancario, seré un soñador compulsivo, no envenenaré mi sangre con estrés ni apuñalaré mi cerebro con preocupaciones, seguiré los designios de la ternura, obedeceré a mis impulsos como si fueran la palabra de Dios, desconoceré los mandatos de la razón por interesada y mezquina y sólo tendré para mis hermanos la dulce incertidumbre de la palabra…

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Pajazo: bosquejo de una retractación

masturbacion1(Fuente de la Imagen)

La primera vez que me masturbe fue… fue… ¿cuándo fue? No recuerdo. Dicen los entendidos en la materia que la masturbación destruye la memoria, la aplasta con sus miríada de corrientazos que lo trepan a los últimos peldaños de la inconsciencia. Vuelven la memoria chicuca, como dice mi mamá cuando las cosas caen y se despedazan. Aunque en este caso no cae sino que sube a niveles extraordinarios. Pero igual se destroza, se fragmenta, se arruga y quiebra por todos lados hasta ser una masa deforme que no sirve para nada. O para casi nada. Sirve, al menos, para recordar los eventos que despiertan los bajos fondos, aquellos que su sola mención hace que la sangre corra en tropel a las regiones australes con algarabía cercana a la demencia.

No sé exactamente cuándo fue, pero sé, a pesar de las lagunas generadas por efectos de la masturbación, que sucedió durante el apagón del noventa y dos. Fíjense que la masturbación desmantela algunas evocaciones y preserva otras. Recuerdo que días antes, o quizás meses, no recuerdo, Juan Manuel Santos, entonces ministro de Comercio, hoy presidente de la república, a las doce de la noche del primero de mayo de ese año, con un par de teclazos, adelantó la hora oficial en el Laboratorio del Tiempo de Icontec…

Me masturbé, venía indicando antes de perderme en detalles históricos, una tarde del noventa y dos, al amparo de las sombras que crecían como una inundación. Lo hice con una destreza asombrosa si se tiene en cuenta que lo hacía por primera vez en mi vida. Esto acaso indique que nací con el instinto masturbatorio bastante desarrollado. Posiblemente todos los humanos nacemos con él. Por eso me causa curiosidad que la iglesia la enjuicie ya que, al hacerlo, condena a quien creó dicha destreza. Es decir, la reprobación de la masturbación es, a la larga, la censura del mismísimo Dios…

Exponía antes de extraviarme en especulaciones teológicas, que fue una tarde del noventa y dos (la masturbación también causa que el cerebro sea reiterativo y se pierda en los atajos que le salen al paso). Dije, asimismo, que lo hice con una maestría instintiva. También fue instintivo el temor de ser descubierto haciendo aquello que no sabía cómo se llamaba. Meses después supe que mis compañeros le llamaban paja o pajazo, por una razón que aún desconozco. Lo cierto es que prefiero ese nombre que cualquier tecnicismo gestado en las mentes de los hombres y mujeres que no se masturban por estar ocupados investigando la manera y forma en la que se pajean sus semejantes. También prefiero ser llamado pajuelo en lugar de ser denominado onanista. De hecho, ya que hablamos del señor Onán, hijo de Judá, no fue ningún pajuelo. Su pecado, si acaso se puede denominar así, era practicar el coitus interruptus con su cuñada Tamar, viuda de su hermano Er. Eso, aunque no lo crean, fue suficiente para que Jehová le quitara la vida. Lo pueden encontrar, en caso que les cause curiosidad o que no me crean, en génesis 38: 7-10.

Esa fue la primera vez. Luego lo repetí a lo largo del apagón que finalizó el siete de febrero del noventa y tres. Concluyó no tanto porque El Niño cesara en su empeño de calentar hasta las nieves perpetuas, sino por los buenos oficios que Juan Camilo Restrepo, ministro de Minas y Energía, hiciera con el sindicato de Corelca. Juan Camilo fue ministro en ese tiempo y lo es ahora: antes de Minas, ahora de Agricultura. No es extraño, entonces, que los colombianos tengamos la sensación que nada ha cambiado en el país en los últimos veinte años. Nada excepto mis pajazos: ahora no los hago con tanta frecuencia porque tengo esposa y dejé de ser aquel niño que no tenía nada que hacer. En realidad ahora tampoco tengo oficio, pero hay electricidad, internet y redes sociales. Es justo aclarar que este cambio no es del todo ventajoso: mi esposa no acude con la rapidez de la mano porque trabaja y ni el internet ni las redes sociales funcionarían si hubiera apagón. De hecho, si retornáramos a él (que no es una idea descabellada gracias a que regresó El Niño a Colombia), volverían los viejos tiempos, y quizás con ellos retornaría a las viejas mañas. No las mañas del país, que nunca se han abandonado, sino las que tuve cuando era un niño de doce año que negaba la paja…

Ese es, para ser sincero, la razón que me condujo a escribir este texto: confesar que era un pajuelo y que, a pesar de serlo, lo negaba por vergüenza y temor. Vergüenza con mis compinches que decían que no se echaban sus pajazos y temor de ser rechazado por «pelar cable». Muchos de mis compañeros fueron, de hecho, marginados bajo el ignominioso rótulo de pajuelos (el cual tuvo la capacidad de ubicarlos en el último piso de la escala social). Debí, como indiqué antes, liberarme de yugo y decir abiertamente que me pajeaba todas las tardes al amparo de las sombras contra las que luchaba Juan Camilo y Gaviria Trujillo, y no tener que pasar la vergüenza de confesarlo a los treinta y tres años de edad, como si fuera un adolescente calenturiento que acaba de ser descubierto en el baño…

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Amor

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Hay quienes dicen que el amor se construye ladrillo a ladrillo, lanzando plomadas para que las paredes caigan perpendiculares al piso, endureciendo la mezcla para que las columnas sean sólidas, poniendo niveles para evitar inclinaciones que ponen a rodar los objetos esféricos, trabajándolo día a día, noche a noche, sin dar espacio a la indiferencia o al olvido. Yo, contrario a quienes así piensan, estoy firmemente convencido que el amor llega instantáneamente, como un estallido que detona en el fondo de nuestros entresijos y que desordena horas y destinos, desgreña prejuicios y desastilla las puertas de la razón. Fuerte, sin dar posibilidad de correr o resguardarse de su avance, crece desde el centro del alma en hondas concéntricas que se dilatan por años o décadas, arrasando todo lo que se atraviesa en su camino…

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El incendio de abril (Miguel Torres)

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Reseña publicada inicialmente en El Espectador

Quien penetra las páginas de esta novela se entrega al vértigo del infierno: cientos de voces que se articulan en torno de la muerte de un líder que era la esperanza de quienes sobreviven rasguñando las paredes del infortunio. Voces que no son voces sino lamentos, gritos de indignación, crujido del futuro cercenado por los delirios de un demente o, quizás, mutilado por la orden de un cobarde amparado en las sombras.

Torres nos va conduciendo por las calles en las que estallan robos, barrios en los que hay cientos de hombres que deciden sacrificar su vida por la muerte de Gaitán y mujeres que asumen su destino de viudas. Emergen, igualmente, disidentes que señalan con bravuconería de matón de esquina, “por fin le dieron a ese negro hijueputa”, sin pensar, al afirmar, que ellos, al igual que el muerto, son herederos de la misma cepa genética, sin sospechar que comparten el mismo destino de la nación que a partir de ese momento empezó a desbarrancarse, a hacerse trizas entre la gritería y los robos, entre los incendios y las balaceras.

Los testimonios continúan avanzando, solapándose, contradiciéndose en una vorágine de vidas que sobrevuelan el Bogotazo, aquella denominación totalizante que pretende encerrar las circunstancias en una palabra que deja afuera las preguntas que penetran, los interrogantes que excavan y socavan, las hipótesis que iluminan. En los corredores de la novela también hay capitanes que le ponen pecho a los proyectiles, policías que se unen a la horda iracunda, médicos que se esconden en ataúdes por temor a ser asesinados por la masa enardecida y temerosos dirigentes liberales (Echandía, Lleras Restrepo, Araújo) encerrados en salas de cine.

Entre tanto naufraga la noche. El centro de Bogotá es un solo incendio que lanza humo y ceniza que el viento dispersa por todos los puntos de la ciudad y de la memoria. Los soldados disparan y disparan, sin reflexión ni motivo, sólo cumplen la orden de matar a todo el que se atraviese llevado por los criterios del azar. Mujeres, hombres y niños mueren, entonces, por cometer el crimen de buscar a sus seres queridos o de regresar a sus casas.

Se extravían, entre el fandango de muerte y desolación, las razones que incitaron a la revuelta. Baste citar, para apoyar esta afirmación, al comerciante Javier Tibaduiza: “queríamos sacarnos de adentro ese dolor de patria que nos agusanaba el alma por la muerte de Gaitán. Pero ya nadie hablaba de revolución. Esa causa se había embolatado con el correr de las horas a cambio del consuelo de acabar con todo, de incendiarlo todo, de asaltar negocios y robar y emborracharse hasta que San Juan agachara el dedo”. Así, en efecto, se hizo: se entregaron al saqueo, a incendiar todo lo que se atravesara en su marcha, a la bebida que enmarañaba los caminos de la razón dejando, en su lugar, una alegría torpe, una euforia malsana que estropeaba los resortes de la insurrección.

Fue en este momento que el país se echó a perder. No se malogró, sin embargo, por las mentes acaloradas por el alcohol, ni por la sevicia de miles de hombres y mujeres analfabetas que robaron, destruyeron y quemaron. No. Se extravió a causa de los dirigentes del Partido Liberal que se escondieron en cines, de los conservadores que huían de la ciudad o que, en un ataque de oportunismo, como en el caso de Laureano Gómez, pedían al presidente entregar el poder a manos de militares, y por culpa del mismo presidente por entregarse al pánico. Ninguno cumplió con su obligación política e histórica. Todos ellos causaron este derrumbe que no cesa de precipitarse por los abismos de la miseria y la desigualdad.

Finalmente la noche dio paso al primer día de los miles en los que Colombia se asesina a sí misma por cuenta de pertenecer a este o a aquel partido político, mientras los dirigentes de dichas toldas debaten pacíficamente gracias a que “la cosa es bien simple: tú, Pombo y yo somos liberales, con nuestra variadas tendencias, y Urrutia, Umaña y Dávila son conservadores con las suyas. Pero unos y otros nos encontramos todas las mañanas jugando golf en el Country Club”. Los únicos que pusieron la sangre y los muertos fueron, por tanto, los que creyeron que hay diferencias entre un partido y otro, sin pensar que el asunto no es de bandos ni de ideologías, sino del poder y sus vergonzosos laberintos.

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