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Estás a las seis de la tarde esperándola. Levantas la cabeza y ves el borde anaranjado de las nubes. Bajas la mirada y observas las colillas de cigarrillos abandonadas. Sientes el impulso de encender un pielroja para amilanar el desasosiego. Metes la mano al bolsillo y te encuentras con un bulto de papel que cruje cuando lo aprietas mansamente. Lo sacas; ves al indio ceñudo y su plumero ridículo. Un sonido espumoso nacido en los entresijos desentierra la noche anterior. Una fuerza nacida en el pecho se trasmite a tu mano cerrándola violentamente. Crepita el papel de la cajetilla y el plástico que lo protege. Percibes cuando los cigarrillos se tronchan bajo la presión. Lanzas violentamente la cajetilla al piso al tiempo que empiezas a caminar hacia el oriente. Vas dando zancadas largas y violentas cuando una voz te hace zancadilla: Diego. Frenas en seco. Giras la cabeza hacia la derecha y ves sobre tu hombro los ojos de Sandra. Hoy te parece más joven, casi una niña. Mi celular, le dices secamente. No me hables así por favor, te dice con voz esponjosa. Sus ojos vibran como los de las caricaturas japonesas cuando van a llorar. Te quedas quieto a pesar de oír el desplome de tu voluntad. ¿Estás de malgenio? Te pregunta con voz palpitante. ¿Qué crees?, le respondes golpeando las consonantes. Se acerca lentamente y cuando te tiene a cuarenta centímetros se abalanza sobre ti. Sientes sus brazos cubriéndote la nuca y el calor de su mejilla derecha en tu pómulo izquierdo. Resistes el impulso de rodearle la cintura con tus brazos. Se separa rápidamente y te mira a los ojos. El silencio se hace palpable. ¿Por qué carajo estás enojado? Te pregunta con voz grumosa. Porque me da la gana, le respondes tajantemente. Sus ojos se acaloran. Da media vuelta y empieza a caminar clavando con fuerza el talón en el pasto. La sigues imitando sus trancos. A la cuadra para en seco y gira rápidamente. No alcanzas a frenar y la embates con tu cuerpo; ella da un traspié y pierde el equilibrio; la sujetas con los brazos para no dejarla caer. Ella, después que se ha equilibrado, se aferra a tu cintura con sus delgados brazos y mete su cabecita de algodón entre tu quijada y tu clavícula. Le besas en el hueso parietal izquierdo. Sientes como se ablanda dentro de tus brazos. Perdóname, le dice al viento frío que levanta hojas y papeles en la acera. Mi celular, le dices con los labios pegados a la cabecita. Dale con el taqui taqui, te dice con ternura; te doy ese bicho si prometes acompañarme a tomar un café. ¡Vamos!, le dices con la voluntad desmigajándose.
Mientras esperan el arribo de los cafés Sandra presiona los dedos índices desde la mitad del cachete hacia el frente empujando sus labios hacia afuera al tiempo que enarca la ceja izquierda y baja la derecha. El gesto, por alguna razón impenetrable, causa un cosquilleo en el xifoides. Se planta en tu cara una sonrisa que colinda con la idiotez. Sandra sigue perdida en los meandros de sus reflexiones. Miras el crucifijo de plata que oscila sobre los las colinas tersas de sus senos. Contemplas, por aproximación geográfica, los hermosos collados y la oscura pisada del sol en ellos. ¿Has visitado la playa en los últimos días?, le preguntas sin retirar la mirada de los graciosos cerros. Levantas los ojos y te encuentras con una mirada reprobatoria. Sí, te responde con voz rugosa. ¿Cuándo?, le inquieres mirándola a los ojos. Hace quince días visité a mi mamá en quilla, te dice con naturalidad. ¿Dónde?, le preguntas con la frente arrugada. En Barranquilla. ¿Eres de allá?, inquieres de nuevo. Sí, allá nací, pero me vine a Bogotá cuando tenía nueve años. Luego, cuando tenía quince años, me fui para Galvestón y hace un par de meses regrese acá. Sonríes al comprobar que tu hipótesis sobre sus raíces no estaba errada. ¿De qué te ríes cachaquito?, te pregunta mirándote con picardía…
Dos horas después estás, para tu sorpresa, en la entrada de un bar de música protesta. El corazón cabalga a todo galope en tu pecho. ¡No lo puedo creer!, te dices al tiempo que miras las paredes tapizadas por costales y armatostes viejos. ¿Al lado de la barra está bien?, te pregunta entre la voz lanuda de Atahualpa Yupanqui. Caminan hasta la mesa y se sientan lentamente. La mesera que sale de la barra enciende la vela que concluye un rugoso mogote de cera derretida. ¿Qué les sirvo?, te pregunta. Miras a Sandra a los ojos. Dos cervezas, dice Sandra sin vacilar. No tengo un peso le dices a Sandra después que la camarera se va. Por plata no te preocupes, te dice con voz neutra; mejor dime qué hiciste anoche después de abandonarme. ¿Abandonarte?, le preguntas con los ojos abiertos; pero si fuiste tú la que se largo con ese tipejo a la Calera. ¿Que me fui con quién a dónde?, te responde, como acostumbran las mujeres en estos casos, con una ristra de preguntas. Que te fuiste con ese pisaverde a la Calera, le respondes con la voz tensa. Óyeme, no; me fui con él porque tú no quisiste acompañarme, te dice con la voz vibrante. ¿Pretendías que bailara hasta el amanecer y que me fuera sudoroso y con los ojos en la nuca a trabajar? Como se ve que no sabes lo que es la vida. A mí me toca trabajar de sol a sol para ganarme la vida, no como a ti que… en ese momento los ojos de Sandra se iluminaron como un farol. Perdóname; le dices con voz suave. Lo que pasa es que… un bulto oscuro y oleaginoso te impide articular palabras. Lo que pasa es que… intentas de nuevo. No pasa nada, concluyes con los ojos clavados en las vetas de la mesa. Levantas la cabeza y te encuentras con una mirada amortiguada por tu embarazo. Segundos después las yemas de sus dedos navegan por las praderas del dorso de tu mano…
A las cuatro de la mañana están flotando en una borrachera bíblica. Sandra te guía por un pasillo oscuro. A cada paso te golpeas contra las paredes que imaginas azules. Tu tobillo derecho gira antes de tiempo lanzándote contra el piso. En tu caída arrojas a Sandra contra la oscuridad. Un golpe seco contra la pared estimula la risa en Sandra. De risas acalladas pasa, en dos segundos, a un ataque de estrepitosas carcajadas. La acompañas en su atronadora vorágine. Sandra, cuando las risotadas cesan, vuelca el contenido de la cartera sobre el piso y empieza a tantear en la penumbra los objetos. Acá está, dice con la lengua enredada al paladar. El tintineo de las llaves inunda el pasillo. Escuchas la llave penetrar la cerradura; el cerrojo girando y luego ves una inmensa boca gris abrirse. Entra cachaquito, te dice con una voz que quiere sonar sensual. Te levantas del piso y entras. Sandra se devuelve y empuja con el pie la cartera y los objetos que encuentra a su paso hacia adentro.
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narraciones+a más de mil kilómetros de ti+amor+mujeres