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Todo empieza con una llovizna tímida que incita al trote con hojas de periódico sobre la cabeza o, quizás, a la marcha con las manos hundidas en los bolsillos del pantalón. Sobreviene, poco después y sin previo aviso, un aguacero interminable que enturbia el ocaso y del que emerge un rumor de tristezas hacinadas en atardeceres igualmente lluviosos; irrumpen, por tanto, astillas de amores desairados, frustraciones olvidadas en algún recodo de la vida y promesas quebrantadas impunemente. La melancolía se encausa hacia aquella impalpable depresión que despluma el irresponsable impulso de vigilar las nalgas de tu compañera (ancas, de las que sea dicho de paso, nunca, bajo ninguna circunstancia, serás su ocasional dueño). Llegan, por vía inductiva, los celos que te impulsan a vislumbrar a tu esposa deseando a sus colegas (o, lo que es peor, siendo deseada por ellos). Piensas, en consecuencia, que no puedes estar tranquilo con tanto ojo hambriento, con tanta mano urgente que se embosca en la cordialidad de un saludo, en la complacencia de un favor o en la mansedumbre de una vieja amistad. Sopesas, una vez has especulado sobre su traición y su consecuente huida, las dimensiones de la intemperie de interrogantes en la que naufragarías. El chaparrón amaga con transformarse, por quinta vez, en un diluvio bíblico. Te contemplas zozobrando en el entrevero policromático de paraguas y bolsas que amparán de la intransigente tormenta, al blower o a la lustrosa frente. Acude el olor a cansancios húmedos y a soledades empantadas que surcarán las busetas y que, al agrietar la tolerancia sobreviviente, te obligarán, contra tu inquebrantable condición de tacaño, a solicitar un taxi. El indómito taconeo evapora las imágenes y las pestilencias para lanzarte a la irrevocable ondulación de las nalgas que te tienen al borde del infarto. Te imaginas -no puedes evitarlo- bajándole los pantalones con más violencia que pasión. La detonación de un relámpago sacude la oficina y, de paso, los crespones de tu entelequia lujuriosa. Suspiras con rabia; tomas el teléfono y digitas los números para pedir el vehículo que te conducirá por los recovecos de una melancolía difusa, al tiempo que Joan Manuel cantará, desde alguna comisura de tu cerebro:
Una balada en otoño,
un canto triste de melancolía,
que nace al morir el día.
Una balada en otoño,
a veces como un murmullo,
y a veces como un lamento
y a veces viento.
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