Archivo mensual: septiembre 2010

Amor vacilante

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Humillan las palabras que le vienen mal a este inconfeso ardor y los vocablos que olvidan el momento en el que tus ojos se enredan en las soporíferas demostraciones de las dos de la tarde. Mancillan, asimismo, el amor que se golpea contra la indiferencia con la que evalúas mi melancólico silencio y el temor a que me descubras calculando la extensión de tus curvas…

(¿De qué sirve imaginar el futuro si te necesito a las cuatro de la tarde, cuando el sol, cuando la llovizna, cuando la brisa, cuando la congoja rasguñan? ¿De qué valen las líneas de la mano en las que está escrita una mujer con tu sonrisa, tu mirada, tu grupa galáctica y con quien conoceré una pasión sin orillas?…)

No sientas lástima de mí: es suficiente la sonrisa que me lanzaste ayer, cuando huiste entre teoremas y bufidos de la puerta…

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Mínimas (23)

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Anoche hablé de ti con vehemencia: enumeré los adjetivos que circundan tu sonrisa, el calibre de tus razonamientos, la incapacidad de entregarte a la derrota, de aquel crujido de silencios que presagió la ausencia que aún te aleja de mí y del temor que me impidió confesarte la ternura que despierta aquella alegría sin esquinas -y aquella luminosa mirada- de las once de la mañana…

(¿Cuántos amores habré perdido en los abismos de la cobardía?)

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431 días (67 de unión libre)

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Te aburriste de mí, afirmas con el acento extenuado de smog y amaneceres lluviosos; ya no me conscientes ni me dices cosas bonitas, concluyes. Emana, a continuación, aquel temor a las tinieblas del futuro, a quedar enredada en los alambres de la muerte, al olvido, al abandono y a la palabra que lo cerca. Te sigo amando, respondo con la voz cansada de tanto silencio confuso. ¡Mentiroso!, objetas al tiempo que das media vuelta y te despides sin mirarme. ¿Cómo, te pregunto en el momento en el que el sueño intenta empujarte a sus dominios, puedes afirmar que no te amo? Te amo cuando tu lengua termina de arañar mi cuerpo (aquel cuerpo que sólo ha sido tuyo en los viscosos tiempos de la distancia y en los mansos tiempos de la cercanía); te amo después del gemido convexo que lanzo desde la cárcel de tus piernas y en el instante en el que te amparo de aquel delirio que sobreviene a los escarceos de media noche; te amo cuando te ovillas en la tibieza de mi cuerpo para huir de las garras de la responsabilidad; te amo en el relámpago del beso antes de ir a trabajar… los argumentos, a esas alturas de la noche, se transforman en murmullos, luego en bisbiseos para terminar en aquella tregua que emerge de la incertidumbre del agotamiento…

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Un canto triste de melancolía

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Todo empieza con una llovizna tímida que incita al trote con hojas de periódico sobre la cabeza o, quizás, a la marcha con las manos hundidas en los bolsillos del pantalón. Sobreviene, poco después y sin previo aviso, un aguacero interminable que enturbia el ocaso y del que emerge un rumor de tristezas hacinadas en atardeceres igualmente lluviosos; irrumpen, por tanto, astillas de amores desairados, frustraciones olvidadas en algún recodo de la vida y promesas quebrantadas impunemente. La melancolía se encausa hacia aquella impalpable depresión que despluma el irresponsable impulso de vigilar las nalgas de tu compañera (ancas, de las que sea dicho de paso, nunca, bajo ninguna circunstancia, serás su ocasional dueño). Llegan, por vía inductiva, los celos que te impulsan a vislumbrar a tu esposa deseando a sus colegas (o, lo que es peor, siendo deseada por ellos). Piensas, en consecuencia, que no puedes estar tranquilo con tanto ojo hambriento, con tanta mano urgente que se embosca en la cordialidad de un saludo, en la complacencia de un favor o en la mansedumbre de una vieja amistad. Sopesas, una vez has especulado sobre su traición y su consecuente huida, las dimensiones de la intemperie de interrogantes en la que naufragarías. El chaparrón amaga con transformarse, por quinta vez, en un diluvio bíblico. Te contemplas zozobrando en el entrevero policromático de paraguas y bolsas que amparán de la intransigente tormenta, al blower o a la lustrosa frente. Acude el olor a cansancios húmedos y a soledades empantadas que surcarán las busetas y que, al agrietar la tolerancia sobreviviente, te obligarán, contra tu inquebrantable condición de tacaño, a solicitar un taxi. El indómito taconeo evapora las imágenes y las pestilencias para lanzarte a la irrevocable ondulación de las nalgas que te tienen al borde del infarto. Te imaginas -no puedes evitarlo- bajándole los pantalones con más violencia que pasión. La detonación de un relámpago sacude la oficina y, de paso, los crespones de tu entelequia lujuriosa. Suspiras con rabia; tomas el teléfono y digitas los números para pedir el vehículo que te conducirá por los recovecos de una melancolía difusa, al tiempo que Joan Manuel cantará, desde alguna comisura de tu cerebro:

Una balada en otoño,
un canto triste de melancolía,
que nace al morir el día.
Una balada en otoño,
a veces como un murmullo,
y a veces como un lamento
y a veces viento.

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