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Dos años

(Fuente de la Imagen)

Una tarde de enero de 2008 estaba viendo, como acostumbraba hacer en aquellos días, las fotos de un grupo de facebook que acopiaba  instantáneas de la capital colombiana. Había, entre las imágenes, una en la que un señor de bigote hitleriano estaba custodiado por dos niñas; al pie de ella se leía: “1930 y pico. El señor Julio César Olaya Torres posa en el parque de la Independencia con sus dos hijos mayores que por alguna razón están disfrazados de niña. Mi papá es la niña que sostiene el bastón”. Me gustó la asociación entre el humor y la brevedad del escrito. Pique, atendiendo a mi curiosidad, en el nombre que acompañaba la fotografía y encontré, entre los álbumes de este personaje, decenas de textos de igual factura (en ese momento me invadió una oleada de aquella envidia que los cándidos ubican -haciendo caso omiso de la ironía que esta elección entraña- entre las de buena cosecha). En una de las instantánea había, a manera de respuesta, un link que llevaba al post de un blog. Leí entera, gracias a la inercia ociosa, la bitácora que asilaba la entrada. La envidia, al finalizar el examen, transformó un sentimiento noble en la necesidad concreta de escribir un blog de naturaleza parecida (o, eventualmente, igual) al que acababa de leer. Para tal efecto recurrí al sitio que años atrás había servido de escaparate para los poemas que escribí en septiembre de 2006. Anulé todos los versos y reinauguré, bajo un nuevo formato y objetivo, Palabras al Viento.

Días después, el domingo 10 de febrero, decidí trasladarme a WordPress gracias a que consideraba que él ofrecía mejores plantilla que Blogspot (sitio donde se hospedaba Palabras al Viento). El título causó, una vez elegí la plantilla, toda suerte de cavilaciones: aspiraba, en primer término, que fuera sonoro, que sintetizara el propósito y, por último, que conglobara mi amor por la poesía con los anteriores ideales. Después de una larga deliberación recordé, al filo de las doce de la noche, aquellos versos que Carranza tallara en su poema Domingo:

he comprendido cómo una palabra
de la materia azul de la espada
y con aguda vocación de espina
puede estar en la luz como una herida

Trasladé, una vez se estableció el nombre de la bitácora, los post que había colgado en Palabras al Viento. Escribí, para inaugurar la comarca y terminar el tránsito, un post en el que elogiaba las facultades afrodisiacas de la fritanga (este escrito, sea dicho de paso, acompañó una infografía sobre esta comida criolla)…

Y así se fueron hacinando palabras e ideas. El blog que pretendía, en principio, imitar al Juglar del Zipa se transformó, gracias al ejercicio continuado de la escritura, en un paraje que se inclina a la narrativa. Las expectativas fueron, por otra parte, rebasadas con creces: imaginaba que el entusiasmo duraría un mes y que iría decreciendo, en meses posteriores, hasta desaparecer; esperaba, asimismo, que el contador de visitas no rebasaría los 1.000 hits ni que el número de artículo superaría la media centena. Hoy, sin embargo, cumplo 24 meses de actividad; las visitas aventajan las 80.000; he escrito 130.901 palabras (incluyendo las actuales) distribuidas en 360 entradas y he recibido 474 comentarios. Estas cifras se alcanzaron gracias a las personas que manifestaron, mediante correos, comentarios en facebook, apostilla en el blog y acotaciones a viva voz, el interés generado por mis escritos y el contenido de los mismos. A ellos, es decir, a ustedes, les debo, además de una gratitud enorme, la responsabilidad de confinar la esquiva palabra y al arisco razonamiento en cada escrito.

[Elegí, en homenaje a la simetría, celebrar los dos años imitando la conmemoración del Juglar]

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Instantánea (3)

yo1

A mí; en mi cumpleaños número 30

En el encuadre hay un niño con una sonrisa que navega en las espirales de la incertidumbre. Su cabeza está coronada por una nube de cabellos ensortijados que le hace beneficiario del apodo que, a falta de nombre, lo identifica. Frente a él está el pastel que anuncia, con una ostentosa vela azul, la razón de la foto (que por aquellos días sólo se tomaban en eventos de alto vuelo): la conmemoración de su segundo año en las tinieblas del orbe. Las botellas sugieren, por último, que la festividad estará amenizada, horas después, por las extravagancias que el alcohol trae bajo sus efluvios alados.

Los recuerdos de aquella instantánea no me llegan por conducto de la memoria sino por las cañerías de experiencias posteriores al 6 de noviembre de 1981 (fecha en la que, con toda certeza, se hizo el retrato). Sé, por tanto, que la imagen se capturó con aquellas cámaras a las que le adosaban un dado de flashes que perecía en el cuarto destello así como tengo la convicción, gracias a que reconozco los vasos y las sillas que le pertenecieron a mi tía por bastantes años, que la casa en la que se ofició la reunión es la de ella…

Hoy desperté, como me ha sucedido a lo largo de la semana, con la nostalgia alborotada. Busqué, para reconciliar la melancolía con la realidad, la única fotografía que me han tomado en un cumpleaños. La miré con atención para redimir el pasado. La botella de Whiskey trae a las cisuras de la reminiscencia el cumpleaños al que concurrieron seis amigos del colegio, Rodrigo -mi entrañable primo- y yo. Era la noche del 6 de noviembre de 1999. Todos, por algún sortilegio, teníamos el deseo de beber hasta perder la razón. Después de comprar dieciséis botellas de aguardiente y veinte cajetillas de cigarrillos nos encerramos en la casa de Patiño a naufragar en los excesos etílicos. Al filo del amanecer permanecíamos, Patiño y yo, aferrados a la botella de Whiskey que Nabyl me había regalado. Es inevitable arribar a los treinta sin que la muerte haya cegado la vida de algún ser querido, pienso mientras mi memoria contempla la mirada vidriosa que lucía Nabyl aquella noche. Como ineludible es haber traicionado, concluyo al tiempo que giro la fotografía 180 grados para quedar con una barba frondosa y la frente hendida por una cicatriz cavernosa (desde pequeño tengo la costumbre de invertir los retratos para ver si se ve otra cara, como sucedía con un dibujo que vi en el Almanaque Bristol de mi abuelo). Las flores me recuerdan los claveles que le regalé a Liliana días después que asesinaron al profesor Jesús Bejarano en el edificio de postgrados de Economía. Desmonté un clavel de cada uno de los barrotes que aíslan la universidad. Los observé con curiosidad y luego, en un giro incomprensible a las inclinaciones de aquellos días, los puse en sus manos. Ella, más sorprendida que enternecida, bajo la mirada y -después que se repuso de la sorpresa- caminó a mi lado esquivando, con frases deshilvanadas, el pastoso silencio que creció entre nosotros (quizás esa fue la única tentativa de galanteo hacia ella y hacia cualquier compañera de la universidad). El amor y su insobornable hábito de desviar destinos e intrincar sueños, pienso al tiempo que mis ojos retornan a la fotografía. Gracias a este sentimiento he atravesado el país varias veces, me enfrente a un hombre con un chuchillo (eso es, por lo menos, lo que me cuentan que hice en una noche etílica de finales del 93), traicioné la confianza de un amigo, escribí cientos de páginas de poesía, me hundí en el alcohol, dejé de hablarle a mi mamá por más de un mes…

Miro con detenimiento el semblante sobre el que se fijaron los trazos que sombrean mis rasgos actuales. Marjorie dijo, a propósito de este hecho, que quiere ver las fotos de mi niñez para entrever la fisonomía de nuestro hijo. Debe ser extraño ver repetidos los errores que se piensan superados; y, más insólito aún,  es  intentar enmendarlos, de nuevo, como si fuese uno el que vuelve a incurrir en ellos, delibero con la mirada perdida en los pliegues de la cortina. Espero que la genética sea lo suficientemente benévola para no imprimirte la terquedad de tu mamá ni la inclinación a la melancolía de tu papá, le digo al niño que, gracias al amor, existe en potencia. El amor y su insobornable hábito de desviar destinos e intrincar sueños, repito en voz alta. Imagino, gracias a los torcidos caminos de la especulación, a mi mamá en la terminal de transportes de Tunja esperando, al borde del infarto, el bus que la llevara a Moniquirá, donde la espera una tía. La veo,  con la noche rasguñando la ventana de la flota, maldiciendo el hecho que no haya llegado el vehículo que la llevaría donde la tía y que se haya visto obligada, a causa de este incidente, a pasar navidad en un pueblo desconocido incluso para las cartografías más escrupulosas. Lo paradójico es que es justo en esta población donde conoce a mi papá, lo que significa –reevaluado con los ojos del presente- que en el momento de la presentación emerjo de la nada para existir potencialmente (es hermoso, visto así, el oficio de generar universos de la extensión y profundidad del humano a partir de la nulidad). Años después -el 6 de noviembre de 1979- pasé, gracias a lo que sobrevino a esa inocente cortesía, de la existencia en potencia a la vida concreta. Es bien poco, en verdad, lo que se necesita para engendrar un universo: una mirada resuelta, un perfume acariciante, la correcta pronunciación de una palabra esdrújula en el sopor de la tarde; así como es mínimo el esfuerzo para borrarlo, digo con la voz oprimida por el peso de la muerte. Treinta años midiendo con la nostalgia la única fotografía que me he tomado en un cumpleaños, repito mientras los segundos huyen por el vano de la ventana…

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Instantánea (2)

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A Patiño; en su cumpleaños número 30

Seis miradas apagadas por la nostalgia. Era la primera vez, desde la despedida de Patiño en diciembre de 1999, que lográbamos congregar al conjunto de ingobernables jóvenes (en ese momento pensábamos -y quizás aún lo sigamos haciendo- que Nabyl se escondía, gracias a su estrenada condición de muerto, en el intersticio entre El Negro y Suarez). En algunos semblantes florece una madurez incipiente, en tanto que en otros la juventud sigue, por el contrario, vigente. La formación quiere imitar, sin éxito, la ceremoniosa fotografía que antecede los partidos de futbol. El único que asume el papel de futbolista es el moreno que está acurrucado. Su nombre de pila es Diego Orlando (pero siempre nos referimos a él por su primer apellido: Patiño).

[Diego es un nombre que tuvo la virtud de ser abundante entre mis contemporáneos gracias a la fama meteórica de Diego Armando Maradona a finales de los setenta. Esa fue la razón, lo recuerdo bien, por la que acepté ese nombre cuando mi padre me preguntó, a finales del año 1984, si quería llamarme Diego (hasta ese momento me llamaban –como continúan haciéndolo- Motas). Nadie recuerda, sin embargo, quién decidió que el destemplado Germán acompañara al primer nombre].

En el grupo se encuentra otro Diego: Diego Alejandro. La coincidencia del nombre hizo que profesores y coordinadores se refirieran a nosotros como Los Diegos (aseguraba Martha Mantilla, profesora de química, que no había reunión en la que no se hablara de nosotros). Quien apoya la punta del pie derecho sobre la pierna de Patiño es Miguel Antonio (entre nosotros se conoce con el mote de El Negro). A su flanco derecho está Humberto Germán (conocido, al igual que Patiño, por su primer apellido: Suarez); y al lado de él está Navarrete (Diego Alejandro) y a su costado estoy yo. Cierra filas Walther con una seriedad que, acaso, desentona con la ocasión.

Esta mañana llegaron, simultáneamente, el recuerdo de esta fotografía y la fecha del cumpleaños de Patiño. La reproducción la encontré en el CD que él dejó seis años atrás (estaba en una carpeta denominada arrivee_bogota), la segunda se guarda en el sitio donde almacenamos las fechas asociadas a nuestros afectos. Lo primero que descubrí –y que no había visto hasta ahora- es que la fecha de la fotografía es engañosa: no es el 2002 sino 2003 el año en la que fue tomada. La miro después de la corrección mental para hacer el arqueo de los cambios que el tiempo ejecutó en nosotros: mujeres que dejaron su huella tatuada en la piel, títulos universitarios, viajes, errores, aciertos. Al enumerarlos parecen pocos. Quizás porque hice, como sucede con todas las categorizaciones, una clasificación arbitraría. Pude, de hecho, haber afirmado que en seis años hicimos dos cosas: acertar y equivocarnos, en ese orden y en el inverso. Después del balance no pude evitar el impulso narcisista de ojearme largamente. Tenía más cabello y menos barba de las que tengo actualmente. Me estrenaba, por aquellos días, en la abstinencia etílica que ya cumple más de seis años de funciones. Me parece curioso que apoye, de esa forma tan ridícula, la mano sobre el hombro de Walther. Me quedo contemplándolo para saber por qué lo veo diferente. Luego de unos segundos recuerdo que a él, al Negro y a Suarez los años les arrebataron la frondosa cabellera (al Negro gracias a que trabajo en Miraflores, Guaviare; los otros por causas desconocidas). Viéndolo bien, no hemos tenido mayores cambios físicos. En ese momento empiezo a articular quienes quedaron fuera de la foto: mi hermana, Cristina y Rocío. Es inevitable enlazar a Cristina con Nabyl, y a ellos con la borrachera bíblica en la que él confeso su amor. Fue una tarde en Villa de Leyva, en la casa de mi abuelo. Cuando llegamos no había nadie: sólo los perros y seis galones de Chicha. Con chicha, perros y tejos fuimos a celebrar hasta que la oscuridad impidió jugar. Cuando se extinguió la bebida espirituosa tomamos Tres Esquinas (la botella que sobrevivió a la carretera que une el pueblo con la vereda donde se ubica el domicilio de mi abuelo). Luego vinieron las confesiones. El amor, cuando se está en la adolescencia, es vergonzoso, pienso mientras la voz algodonosa de Nabyl llega a mi memoria. Lo deshonroso, a mi edad, es admitir que se llegó a la madurez sin haberlo conocido, me digo mientras continúo explorando la instantánea. Son muchos los años que hemos compartido: a Patiño lo conozco desde febrero de 1991, a Suarez desde 1992 y a los demás desde 1993. Toda una vida, dicen los abuelos con voz nostálgica (quizás con el mismo tono con el que escribo estas líneas). Toda una vida, repito mientras examino las posiciones diseñadas para ser observadas seis años después. Sonrío, segundos después, al suponer que he descubierto una nueva facultad del tiempo: redefinir la consanguinidad. A nosotros, en el año 93, sólo nos unía la relación generada por el compañerismo; dieciséis años después nos hermana el dolor de perder un amigo (Nabyl), la alegría de compartir las victorias y la certeza que no existe dificultad, por grande que sea, que rompa el vínculo…

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Diego Patiño

Hay quienes se ufanan de tener cientos de amigos en todas las regiones del mundo. Otros, más cercanos a las rutas virtuales, dicen que tiene mil contactos en Facebook y otro tanto en Hi5. Siempre que oigo a una persona decir eso me nace la misma pregunta: ¿Habrá, acaso, alguno entre sus miles de amigos, que sepa cómo se llama su mamá, cómo conoció a su novia, si se siente deprimido o alegre, etc.?

Me pregunto esto porque las personas tienden a pensar que amigo es todo aquel con el que entabla conversaciones protocolarias, o se va ocasionalmente al estadio o a pasear. Con estas personas, a quienes podríamos llamar compañeros, están vinculadas siempre y cuando el lazo que los unió no se rompa. Es así que uno no vuelve a saber nada, o casi nada, de los compañeros de la universidad una vez se salió de esta. Los amigos, al contrario de los cómplices, socios, camaradas o colegas, siguen ahí a pesar de los años y la distancia. Sé que suena a frase de cajón, pero es cierto. El sentimiento de amistad no se menoscaba por el trote de los años ni por la acumulación de kilómetros. Todo el que ha tenido amigos sabe a qué me refiero.

Pues bien, Diego Patiño es uno de mis amigos. Lo conocí en el año noventa y uno cuando contábamos con once años de edad. Él era lo que los profesores denominan alumnos problema. Recuerdo que era altanero y que contestaba ramplonamente a los profesores (nunca olvidaré cuando le dijo a la profesora de español que no entraba a su clase porque era muy aburrida). En séptimo a él le correspondió el 704, en tanto que a mí me tocó el 705. En octavo volvimos a encontrarnos en el 801. En este curso, junto con otros cinco compañeros (Walther García; Humberto Suarez; Miguel Aguilar, más conocido como EL Negro; Diego Navarrete y Nabyl Cortes) conformamos un grupo de siete “gonorreas” que hasta el día de hoy sigue unido. Ese año, como dato curioso, el juicioso de la agrupación era Diego Navarrete gracias a estar repitiendo el curso (en décimo, si no me falla la memoria, estaba Gustavo Navarrete, su hermano, repitiendo ese grado).

En once, para abreviar el cuento, nuestra amistad encontró dos catalizadores idóneos: el billar y el alcohol. Una noche fuimos a jugar Diego y Gustavo Navarrete, Patiño, y yo billar. Los hermanos Navarrete nos dieron una paliza ejemplar. El sábado siguiente decidimos ir a entrenar el esquivo deporte en unos billares de mala muerte. Estuvimos toda el día tacando hasta que empezamos a entender las dinámicas del juego. El lunes siguiente invitamos a la mancorna de oro a jugar en el billar de mala muerte en el que entrenamos. Después de una hora de juego, en un final de infarto, les ganamos por una o dos carambolas. Hay que decir, en honor de la verdad, que nos ayudó el hecho que empujábamos la mesa de billar cuando ellos tacaban (el billar era tan de mala muerte que las mesas no eran firmes; algunas, incluso, descansaban sobre hileras de ladrillos). Desde esa inolvidable victoria visitamos los billares todos los días de clase. Aunque había veces que saltábamos el muro para llegar más temprano, la hora de llegada era a la una de la tarde y la de la salida variaba según el ánimo del garitero (el día que más tarde salimos fue a las diez de la noche).

El alcohol no fue tan frecuente como el amado billar. Quizás la borrachera más memorable de aquellos días se protagonizó el diecinueve de octubre. Después que Castro arrastró, embarró, le echo huevos y le lanzó la camiseta de Patiño a las ruedas de un bus fuimos a mi casa a beber. El trago con el que llegaron el Negro, Patiño y Nabyl era un brandy barato e indigerible llamado Faena. Después de la tercera botella el brebaje empezó a bajar sin dificultad por el gaznate escaldado. Cuando consumimos las cinco botellas fuimos a conseguir más trago barato. A dos cuadras de la casa conseguimos un aguardiente que valía mil doscientos la botella. Compramos tres botellas y nos fuimos a la casa a rematar la borrachera.

Sólo una vez, en los cerca de dieciocho años que nos conocemos, nuestros gustos coincidieron en la misma mujer. Se llamaba Abigail pero le gustaba, por alguna razón incomprensible, que le dijeran Doris. La invité a una de las decenas de fiestas que Patiño organizó en su casa. El objetivo era, como todos sospechan, “levantármela”. Cuando se la presente a Patiño entendí, sin embargo, que había cometido un error inmenso: los ojos de los dos brillaron cuando se dieron la mano. Después de una hora de monopolización, Patiño la saco a bailar. A la tercera pieza de baile se estaban besando. ¡Nada que hacer!

En diciembre de ese mismo año (1999) Patiño se fue a Francia y con él se fue un fragmento de mi pasado. Las cosas nunca volvieron a ser las mismas: las fiestas eran más insípidas, las bebetas eran, o más frenéticas o más lentas, nunca con el ritmo adecuado y las tardes de ocio se tornaron grises. El tiempo, a partir de su ausencia, empezó a masticarnos transformándonos en personas extrañas a aquellos adolescentes que derretían sus tardes en billares hundidos en el humo y el alcohol.

En noches como la que está precipitándose ahora mismo sobre Bogotá caminábamos por la calle sesenta y ocho sin un peso en el bolsillo, pero con el corazón alegre de las victorias conseguidas mediante carambolas alucinantes o gracias “chochazos” inconfesables. Es por ello, y porque está cumpliendo años, que decidí escribir en su homenaje.

Patiño: desde este rincón del mundo deseo que todas las estrellas encuentren el camino de su casa y que todos los fantasmas huyan con el repiqueteo del piano, el serpenteo de la trompetas y el martillar del los timbales de Tito Puente.

¡¡Feliz Cumpleaños!!

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A Johanna Carolina

Es inevitable darle paso a los recuerdos en un día como hoy.

Hace ocho años, por ejemplo, fui a la once a abrazarte y a escribir una nota al lado de la huella de un cachorro. Recuerdo que días atrás te robe el aliento con aquel teléfono que escondía en su cajoncito un poema de Darío Jaramillo y que le hablaba a la tristeza con su metálica voz (aquel año eras, además, la causante de un insomnio que se emboscaba en las sombras del amor).

Hace seis años te acompañamos, Alba, Rodolfo y yo, en el tránsito del amor recién inaugurado. La felicidad, lo recuerdo como si hubiese pasado esta mañana, labró la carretera por donde rodaban las abultadas vocales y trotaban las adustas consonantes. Nunca te vi tan radiante ni tan locuaz. Luego, cuando la noche cerró las cortinas, retorné emporio de la nostalgia a cultivar las palabras en el vergel de la evocación.

Aún puedo ver, a pesar que el río del tiempo sacude el puente sobre el que te observo, a la niña que se escondía bajo la cama cuando rugía el cielo y a la soñadora que buscaba en las solapas del viento a su príncipe azul. Desde ese mismo altozano vislumbro al soñador que me recrimina por abandonar los castillos de arena que dejé a la orilla de tus ojos.
Desde el faro que gira en la bruma del recuerdo te envío un abrazo dulzón, un inocente beso y el poema que te espera todas las noches en el cajoncito del teléfono.

Feliz Cumpleaños!!!

Poema de Amor (VI)

Tu voz por el teléfono tan cerca y nosotros tan distantes,
tu voz, amor, al otro lado de la línea y yo
aquí solo, sin ti, al otro lado de la luna,
tu voz por teléfono tan cerca,
apaciguándome, ya tan lejos tu de mi, tan lejos,
«debemos empezar una cosa y luego la otra, sin terminar ninguna»,
o que menciona un número mágico,
que por encima de la alharaca del mundo me
habla para decir en lenguaje cifrado que me amas.
Tu voz aquí, a lo lejos, que le da sentido a todo,
tu voz que es la música de mi alma,
tu voz, sonido del agua, conjuro,
encantamiento.

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