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Pajazo: bosquejo de una retractación

masturbacion1(Fuente de la Imagen)

La primera vez que me masturbe fue… fue… ¿cuándo fue? No recuerdo. Dicen los entendidos en la materia que la masturbación destruye la memoria, la aplasta con sus miríada de corrientazos que lo trepan a los últimos peldaños de la inconsciencia. Vuelven la memoria chicuca, como dice mi mamá cuando las cosas caen y se despedazan. Aunque en este caso no cae sino que sube a niveles extraordinarios. Pero igual se destroza, se fragmenta, se arruga y quiebra por todos lados hasta ser una masa deforme que no sirve para nada. O para casi nada. Sirve, al menos, para recordar los eventos que despiertan los bajos fondos, aquellos que su sola mención hace que la sangre corra en tropel a las regiones australes con algarabía cercana a la demencia.

No sé exactamente cuándo fue, pero sé, a pesar de las lagunas generadas por efectos de la masturbación, que sucedió durante el apagón del noventa y dos. Fíjense que la masturbación desmantela algunas evocaciones y preserva otras. Recuerdo que días antes, o quizás meses, no recuerdo, Juan Manuel Santos, entonces ministro de Comercio, hoy presidente de la república, a las doce de la noche del primero de mayo de ese año, con un par de teclazos, adelantó la hora oficial en el Laboratorio del Tiempo de Icontec…

Me masturbé, venía indicando antes de perderme en detalles históricos, una tarde del noventa y dos, al amparo de las sombras que crecían como una inundación. Lo hice con una destreza asombrosa si se tiene en cuenta que lo hacía por primera vez en mi vida. Esto acaso indique que nací con el instinto masturbatorio bastante desarrollado. Posiblemente todos los humanos nacemos con él. Por eso me causa curiosidad que la iglesia la enjuicie ya que, al hacerlo, condena a quien creó dicha destreza. Es decir, la reprobación de la masturbación es, a la larga, la censura del mismísimo Dios…

Exponía antes de extraviarme en especulaciones teológicas, que fue una tarde del noventa y dos (la masturbación también causa que el cerebro sea reiterativo y se pierda en los atajos que le salen al paso). Dije, asimismo, que lo hice con una maestría instintiva. También fue instintivo el temor de ser descubierto haciendo aquello que no sabía cómo se llamaba. Meses después supe que mis compañeros le llamaban paja o pajazo, por una razón que aún desconozco. Lo cierto es que prefiero ese nombre que cualquier tecnicismo gestado en las mentes de los hombres y mujeres que no se masturban por estar ocupados investigando la manera y forma en la que se pajean sus semejantes. También prefiero ser llamado pajuelo en lugar de ser denominado onanista. De hecho, ya que hablamos del señor Onán, hijo de Judá, no fue ningún pajuelo. Su pecado, si acaso se puede denominar así, era practicar el coitus interruptus con su cuñada Tamar, viuda de su hermano Er. Eso, aunque no lo crean, fue suficiente para que Jehová le quitara la vida. Lo pueden encontrar, en caso que les cause curiosidad o que no me crean, en génesis 38: 7-10.

Esa fue la primera vez. Luego lo repetí a lo largo del apagón que finalizó el siete de febrero del noventa y tres. Concluyó no tanto porque El Niño cesara en su empeño de calentar hasta las nieves perpetuas, sino por los buenos oficios que Juan Camilo Restrepo, ministro de Minas y Energía, hiciera con el sindicato de Corelca. Juan Camilo fue ministro en ese tiempo y lo es ahora: antes de Minas, ahora de Agricultura. No es extraño, entonces, que los colombianos tengamos la sensación que nada ha cambiado en el país en los últimos veinte años. Nada excepto mis pajazos: ahora no los hago con tanta frecuencia porque tengo esposa y dejé de ser aquel niño que no tenía nada que hacer. En realidad ahora tampoco tengo oficio, pero hay electricidad, internet y redes sociales. Es justo aclarar que este cambio no es del todo ventajoso: mi esposa no acude con la rapidez de la mano porque trabaja y ni el internet ni las redes sociales funcionarían si hubiera apagón. De hecho, si retornáramos a él (que no es una idea descabellada gracias a que regresó El Niño a Colombia), volverían los viejos tiempos, y quizás con ellos retornaría a las viejas mañas. No las mañas del país, que nunca se han abandonado, sino las que tuve cuando era un niño de doce año que negaba la paja…

Ese es, para ser sincero, la razón que me condujo a escribir este texto: confesar que era un pajuelo y que, a pesar de serlo, lo negaba por vergüenza y temor. Vergüenza con mis compinches que decían que no se echaban sus pajazos y temor de ser rechazado por «pelar cable». Muchos de mis compañeros fueron, de hecho, marginados bajo el ignominioso rótulo de pajuelos (el cual tuvo la capacidad de ubicarlos en el último piso de la escala social). Debí, como indiqué antes, liberarme de yugo y decir abiertamente que me pajeaba todas las tardes al amparo de las sombras contra las que luchaba Juan Camilo y Gaviria Trujillo, y no tener que pasar la vergüenza de confesarlo a los treinta y tres años de edad, como si fuera un adolescente calenturiento que acaba de ser descubierto en el baño…

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No reside destinatario

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A la memoria de Nabyl Cortes

Veintitrés años. Veintitrés años y una semana. Esa era la edad que usted tenía cuando murió. Ahora que soy uno de esos viejos de los que renegábamos, y a quienes nunca les dimos la oportunidad de explicarse, estoy tentado a decir que usted era un niñito, en diminutivo, como si quisiera acentuar la invalidez de su edad. Veintitrés añitos. Casi nada. Ni siquiera había empezado a construir su identidad, como no lo habíamos hecho ninguno de nosotros (los de siempre, los del colegio, los de toda la vida). Aún éramos lo que nuestros padres habían hecho de nosotros. O querían hacer de nosotros. Después nos fuimos apartando de sus directrices hasta ser lo que somos. ¿Qué somos?, se preguntará usted. La verdad, no sé. Le podría decir, en contraprestación, qué hacemos. A mí, por ejemplo, me da algunas veces por decir que soy profesor. Otras tantas me da por decir que escribo.

¿A qué se dedicaría usted en este momento? Quizás habría seguido con la idea de ser bombero y seguro que habría desistido a mitad de camino. Por ahí contaba Walther a propósito del proyecto, que usted le mostró una foto en la que está sobre uno de aquellos carros de bomberos enormes, rojos, llantas veloces, manubrio postizo, que servían para que uno se desmierdara en la primera callejuela inclinada que apareciera. Si ve que siempre quise ser bombero, dice Walther que dijo usted al tiempo que le mostraba la foto. Poco después de habérselo dicho y de que sobreviniera su muerte (que estuvieron bastante cerca), tuvimos la oportunidad de ver la fotografía gracias a que su abuela la había hallado entre los libros de la habitación que aún le decían, empujadas por la inercia de la costumbre, “el cuarto de Nabyl”. Todos miramos la fotografía con el vértigo de quien contempla la profundidad del abismo y sentimos deseos de llorar largamente, como si se hubiera muerto nuevamente.

O tal vez habría cuajado la idea de ser chef. Marica, deberíamos meternos a un curso de chef en el Sena, me dijo usted al margen de la Calle Cuarenta y Cinco una tarde de lloviznas y presagios. ¡De una!, respondí contagiado por su energía. Tres semanas después averigüe qué debíamos hacer para entrar. Usted nunca lo supo. ¡Cómo iba a saberlo si la muerte no le dio tiempo de enterarse de esas pequeñeces! Se lo iba a decir la noche que le conté al Negro que estaba saliendo con Astrid. Usted, poco después de mi confesión, me miró como si hubiera perdido el juicio. No tuve tiempo de demostrarle que tenía razones poderosas para hacerlo: tenía la certeza que usted y Walther detendrían al Negro mientras yo salía corriendo. Ustedes, contrario a mis expectativas, empezaron a caminar para atrás. Un paso, dos pasos, tres pasos. Clac, clac, clac. El segundero transitando mansamente. El Negro levantándose y mirándome con los ojos inyectados en sangre. Otro paso para atrás y los brazos levantados para evitar que les salpicara sangre a la cara. Mi vida completa desfilando frente a mis ojos a la velocidad de las tragedias. Clac, clac, clac. El segundero continuaba en su tránsito circular. No hay problema, dijo El Negro poco antes que la vida retornara a mi cuerpo.

Después vino el largo y minucioso ejercicio de organizar aquella fiesta en una casa semi-destruida de Chapinero. Venían las ideas, venían las cervezas. Emergían nuevas ideas, emergían nuevas cervezas. Irrumpían otras ideas, irrumpían otras cervezas. Hasta que nos echaron de la tienda y tuvimos que irnos a la casa de Walther. Allí seguimos bebiendo, pero las ideas para la fiesta se habían agotado. Tampoco quedaba rastro de mi intención de ponerle al día sobre las averiguaciones del Sena. Sólo quedábamos nosotros y el recuerdo de la época del colegio. Dele y dele al aguardiente hasta que brotó el amanecer, nítido, agresivo, sobre las terrazas de las casas. En ese momento usted afirmó, con su infatigable optimismo, que dormiría media hora y luego se iría a trabajar. A pesar de su buena voluntad, abrió los ojos a las once de la mañana, justo después que le llegara la certeza que tendría problemas con su tío. Al rato nos fuimos caminando por las calles que naufragaban entre las guedejas del sol del medio día, el dolor de cabeza y las nauseas. Hable y camine, camine y hable, hasta que apareció la buseta por alguna grieta de la mítica Calle Sesenta y Ocho. Emprendió, entonces, su patentado pique de choro al tiempo que me gritaba, nos vemos luego…

Pero no nos vimos luego porque usted se fue de cabeza en el lago. En uso de sus facultades o en ausencia de ellas. No importa. Lo relevante es que se fue de la misma manera que huye la sangre de quien se asusta. O como se acallan el murmullo después de un disparo: de tajo, sin aspavientos, de repente, de un solo golpe.

Siempre he querido pensar que aquella noche del trece de diciembre del dos mil dos, justo diez años antes de estas palabras, usted saltó la reja, evadió la seguridad y posteriormente se dio a la tarea de deambular por el parque. Primero caminando entre las sombras de los árboles, tropezando en los altibajos, cayendo en las inclinaciones que aparecían intempestivamente. Después llevado por la inercia del paseo, por el empuje de los pensamientos. Al final el lago: una mancha más oscura que la oscuridad de la noche. No sé si se fue al borde y se hundió lenta pero irreversiblemente hasta quedar aferrado al fango de la muerte. No sé si pegó el glorioso pique de choro y se lanzó. Plash. Un leve chapoteo de agua y luego el blub de su cuerpo abriéndose camino para la eternidad. Así, en medio de la noche, sin testigos, sin un alma que diera fe de lo que hizo, de lo que dejó de hacer o de lo que le hicieron, si es que le hicieron algo. Sólo dejó conjeturas en las últimas horas de su existencia. Conjeturas y un dolor amargo, difícil de digerir, agrio como el óxido del tiempo, una aflicción que vive atravesándose en las arterias de la memoria.

Solo en su soledad se fue para la perpetuidad en la que nos aguarda con su mirada ladeada, con su tumbao de malevo, con sus veintitrés años y una semana.

¡Qué pronto te fuiste Nabylón!

Cómo me gustaría que aún subsistiéramos en medio de la borrasca etílica para ver cómo van cayendo los compañeros, uno detrás de otro, en los pantanos de la borrachera. Puf, puf, puf. Para después quedarnos aferrados al trago y a la charla sobre las mujeres que nos miran desde la altura de su indiferencia. Nabylón, ¿alguna novedad? Ninguna. ¿Rumbeos? Cero. ¿Y usted? A ceros, como siempre. Y como siempre levantaría el codo para espantar la frustración. Pero queda el trago, diría antes de entregarle la botella. Pero queda el trago, repetiría usted con los ojos vidriosos de la borrachera. Después contemplaríamos las esperanzas que se iran tiñendo con la misma serenidad con la que la alborada envuelve las tinieblas…

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Puente

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Puentecito dormido
y entre el murmullo de la querencia,
abrazado a recuerdos,
barrancos y escalinatas. 

Canta Chabuca Granda

¿Cuántos años han pasado bajo el puente de mi corazón? ¿Quince? ¿Dieciséis? El tiempo ha corrido bajo su arco llevándose miradas y besos, destiñendo el paisaje que acompaña la nostalgia, cargando recuerdos amoratados en su viaje hacia el olvido, terrones de vida que se transforman en barro que flota por unos metros y luego se hunde en el fondo de este riachuelo de mil millonésimas de segundo apiñándose en su carrera hacia la eternidad.

Fuiste una mujer prohibida… aún eres una mujer prohibida a pesar de los años y de los olvidos que no han podido borrar la norma que condena que tú y yo estemos como estuvimos aquella noche que se pierde en los remolinos del tiempo

[noche que continúa huyendo de quienes fuimos, de quienes somos ahora (ceniza y polvo de nuestra juventud), de la piel que espera tercamente y de estas palabras que desean perpetuarla entre las salientes de las consonantes y la curvatura las vocales]

Todo muere aguas abajo, pudriéndose en la lucha contra la corriente, recuerdos hinchados de masticar flores de silencio, de revolcarse en el fango de la indiferencia. Todo muere, menos tu imagen que se aferra, testaruda y hermosa, a la imprecisa orilla de la memoria en la que sigues siendo aquella adolescente que perturba todas las aristas de mi cuerpo…

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Viaje de Mina (Michael Ondaatje)

Reseña publicada originalmente en El Espectador

El Oronsay acoge a jóvenes que terminarán su ciclo de estudios en Inglaterra, profesores que sueñan con la cultura londinense, millonarios confinados tras las rejas de una maldición, misteriosos botánicos, artistas de circo, un preso y toda clase de personas que hormiguean en sus entresijos.

Lo que promete ser un viaje agobiante para Michael (el narrador), se transforma, una vez la embarcación leva anclas, en una aventura por el simple capricho de ser ubicado en la mesa número 76, a la cual, por su posición marginal, casi condenatoria, denominan “mesa de gato” (Cat’s Table, el título original de la novela).

Con este panorama inicia la última obra de Ondaatje. Los primeros capítulos son cortos, inconexos, incluso podría decirse que pecan de rudimentarios. No podría, sin embargo, ser de otra manera: los once años, edad que tenía Michael cuando aborda el Oronsay, es un período en el que los remanentes de niñez impiden ser visto como un adolescente y en la que, simultáneamente, se es demasiado grande para ser tomado por niño. Es, por tanto, una temporada precaria, difícil de transitar por cuenta de la doble marginación, las exigencias que suponen una madurez incipiente y los privilegios que quedan intrincados en las hebras de la infancia. A este hecho, fragmentario en sí mismo, deben agregarse las limitaciones de la memoria cuando retrocede a esta edad que, por su condición limítrofe, se escabulle fácilmente por las arrugas del olvido.

La novela, entretanto, avanza a la misma velocidad con la que la barca embiste la mar. Lentamente, con paciencia sólo atribuible a un hombre maduro, el autor lleva a Mina (apodo que recibe Michael durante el viaje) al Canal de Suez. Al entrar en él, el Oronsay navega entre aguas fatigadas y rumores de voces que se ven superadas por los gritos de vendedores sonámbulos que se pierden en las tinieblas del amanecer en el que Michael, en un giro imprevisto, arriba a los treinta años. Esta ruptura en la narración es la razón por la que asistimos a este viaje: las personas que pululan en los corredores y comedores del buque serán, por absurdo que suene, quienes definirán el futuro del niño. El autor afirma, para respaldar esta conjetura, que nuestra vida se desarrolla “gracias a desconocidos interesantes con quienes cruzaríamos sin que se produjera ninguna relación personal”..

La historia, entonces, no es un relato juvenil, como sugieren algunos críticos, sino una metáfora de la vida en la que el Oronsay hace las veces de este planeta vagabundo que peregrina en torno a un sol igualmente errático y al cual se aferran los humanos con sueños y fantasías, quejas y dolores que son en apariencia insignificantes, pero que afectarán, siguiendo la hipótesis sobre la que Ondaatje construye la novela, a los demás miembros gracias a que la humanidad es una red nodular en la que la perturbación de uno de sus miembros incidirá, finalmente, en los nódulos restantes.

En este punto no puedo dejar de pensar que estas palabras, las que lees en este momento, son producto de uno de aquellos “conocidos interesantes” de El Espectador que decidió elegirme entre los cincuenta y tantos para ser quien reseñara esta novela. Acaso, dejándome llevar por la algarabía de la imaginación, fue aquella muchacha de sonrisa luminosa que me entregó el libro o, quizás, nunca se sabe, fue un señor de ceño fruncido que tomó la resolución en un escritorio que naufragaba entre hojas y libros. El caso es que su sentencia impulsa en este momento mis dedos sobre el teclado y tus ojos sobre estas líneas, de tal suerte que éstas, quizás, te impulsen a obsequiar la novela a una compañera de universidad que, a la vuelta de circunstancias y años, se transforma en tu esposa o, quién sabe, en la hermana de tu esposa. La decisión de aquella muchacha de sonrisa luminosa, o de aquel hombre de ceño fruncido, sería, en ese caso, la responsable de esa unión, de ese porvenir con hijos y casas a quince años, de ese futuro de vaivenes en este planeta que transita los flujos y reflujos de la eternidad.

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Trasgresión

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Boca, boca de adolescente que pide, que balbucea entre lágrimas de alcohol, entre los susurros de la noche, adolescentes y adolescencia que se extravían en las arrugas de la curiosidad, en las miradas que zozobran al borde de la piel oculta bajo la ropa y los prejuicios, en los dedos que se hunden en las remotas comarcas de lo desconocido, grieta del mundo que se abre para recibirlos, dedos que emergen húmedos de cariño que hiede a revistas pornográficas, frases, frases adolescentes que me invitan a entrar, a ser una carne que coloniza el territorio que no volverá a ser virgen, manos que buscan, que encuentran, manos, manos de adolescente que empiezan a marchitarse, a envejecer, a llenarse de lunares y lobanillos, ojos, ojos de niña que se abren para rescatarme de las sombras, para grabar el último instante de inocencia, brazos que estorban, que aferran, que atraen al cuerpo adolecente que penetra, que embate torpemente, que tiembla y empuja, que vacila, que retrocede, que retorna al sudor y al temor, al gemido que lo incita más que el instinto, más que el crujido de tablas abombadas, de bisagras que lanzan baladros que se encajan en mi piel, que se empotran en las cumbres de mi fatiga, en los tendones que se tensan como un arco, labios, labios adolecentes que succionan el cuello, cosquilleo que presagia corrientes seminales, torbellino subterráneos que apremia enclavar la semilla en el último puntillazo, pelvis que se arquea, uñas que abren rendijas por las que huye un hilo de sangre y amor, amor adolescente que no muere, que se graba en la memoria, en el alma adolescente que anhela arribar al orgasmo, manos, manos de mujer enardecida, manos que husmean la huella de pasión, dedos vivarachos que la hacen llegar con violencia, alegría que saluda el nuevo mundo, la nueva cotidianidad, carcajadas, carcajadas adolescentes que se enredan en las hebras del viento…

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Primaveras y azares

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Si tuviera quince años menos no habría aceptado una negativa, ni hubiera partido con la tarde susurrante, melancólica, que me decía, que me pedía a gritos que te secuestrara una sonrisa de aquellas que lanzas cuando amas, cuando te ilusionas, las mismas que, según dicen, me arrojaste cuando habían cafés sobre la mesa y conversaciones que se perdían, que se dislocaban entre coqueteos discretos, tímidos, que no fueron a ningún lado, que no me llevaron a tu cuarto ni te trajeron a este cerco de sueños tronchados que tanto se parece a la insensatez. Los años son, como puedes ver, el bozal que censura las palabras que escondo bajo las patas de este corcel de hierro y honestidad que abre puertas de universidades y colegios, que me transporta por senderos que conocerás luego, cuando el silencio empiece a perderse en los rodeos de la vida, cuando el amor deje de ser ese delirio que te ilumina los ojos y se transforme en aquella cotidianidad tan hermosa y tan compleja que te malhumora en las mañanas cuando la camisa está arrugada y que en la noche te llena de presagios de eternidad. Pero no sé por qué te hablo de esas cosas si eres demasiado joven para los absolutos que llegan con la acumulación de primaveras que te curvan el abdomen, que te quitan el cabello, que te ponen a errar por el mundo con una maleta y un par de marcadores como únicas herramientas, que deshilachan tu voz en una rinitis fibrosa que traerán quince años de cigarrillos, los mismo quince años que no quisiera tener en este momento para ser aquel joven a quien puedas ver con ojos benévolos, no de curiosidad ni de temor, que son con los que me miras cuando nos encontramos en las calles abrumadas de azar, cuando la sombra de una nube o el aleteo del amor sobrevuela tu cuerpo sin que te des cuenta, o dándote cuenta pero obviándolo como si sólo hubiera sido un presentimiento, hablando, después de reponerte de la sombra o del presentimiento, con movimientos serenos, estudiados al milímetro, lanzando al final un Hasta Luego que me deja palpitante, sollozante, como si fuera el adiós definitivo, el que no da pie a revanchas, dando, en el instante mismo de mi desasosiego, media vuelta y extraviándote por calles empinadas o trotando por escaleras, como hiciste la última tarde en la que viniste con tu cuerpo que continúa en su empeño de abandonar la rectilinealidad de la adolescencia, que busca afanoso los frutos de la pasión que sólo conoces por algunos escarceos temerarios y al que dejarás de engañar cuando tengas mi edad, cuando seas mujer casada, con todos los compromisos del mundo, con el cuerpo acostumbrado a las tragedias del tiempo, cuando tus hijos renieguen de trigonometría o de álgebra y mi recuerdo te llegue como un relámpago desde la las grietas del olvido y te digas que yo tenía razón, que otra tonada habría sonado si hubiésemos tenido la misma edad, si hubiera sido un joven irresponsable, un muchachito temerario que te hubiera buscado día y noche hasta extraviarte en los laberintos de la ternura…

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Capullo

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La conoces justamente cuando empieza a abandonar los vértices de la adolescencia, cuándo aún queda inocencia en su mirada y las caderas continúan en su afán de alejarse de la odiosa rectitud; te contempla con curiosidad, te habla con una mezcla de ansiedad y respeto, como si vinieras de otro planeta, como si fueras el primer hombre que se acerca a sus comarcas de especulaciones, a su universo de prevenciones; los únicos que he conocido, te dice, se dice, son niños, simples niños, repite con ojos que se abren desmesuradamente para justificar los besos a escondidas, las caricias urdidas a la sombra del álgebra; te mira de nuevo, una vez, acaso dos, sonríes, te vas con ella por historias que se extravían en los horizontes de su memoria embrionaria, piensas en tu esposa que te espera en la otra orilla de los treinta, en el mismo margen en el que estabas antes de desandar los años, de caminar cuesta arriba por estos senderos cenagosos y caprichosos del tiempo que te regresan al Ahora que es, de alguna manera, de muchas maneras, tu ayer pero más venturoso ya que ninguna jovencita, cuando tenías dieciséis, diecisiete, te miraba, o no lo hacía de esa manera tan luminosa, tan insinuante, ni mucho menos siendo tan atractiva como la que tienes al frente; te entristece saber que llegó en el instante en el que tú estás dando tumbos, hundiéndote, saliendo a flote, en mitad de este río enorme que llamamos vida y en el que ella hasta ahora está en las riberas, metiendo los piecitos para tazar la temperatura del agua o chapaleando cerca de la orilla; te levantas dando dos o tres excusas de las que damos los bogotanos para no quedar mal, le dejas un beso largo y palpitante en su mejilla y te vas con la madurez que te insinúa que en poco tiempo empezará a desteñirse a causa de tanto compromiso acumulado, de tanto amor silencioso y silenciado, de tanta aventura de final incierto, brumoso como los años que se le irán encima como una montaña rugiente, hasta que te alcance en algún recodo de ese río que algunas veces se hace manso como los pétalos y otras irascible como las espinas…

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Trote de las horas (5)

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Manejan rápido estos muchachos que enviaron del Batallón de Artillería hace un par de semanas, junto con los dos Avir que enorgullecen al Coronel Murillo. Esperen un momento para que escuchen las llantas lanzado chillidos en la curva de la circunvalar con Calle setenta y dos, frente a un piquete de soldados de mi batallón: la PM 15. Aférrense a las sillas que viene la curva a toda vela y si se descuidan pueden salir volando como le pasó a Sarria, un dragoneante que se fue de bruces contra la Calle ochenta y dos perdiendo tres dientes.

-¡Aúllen Hijueputas!

No es que los odie, sólo sigo la tradición de gritar a los reclutas que hacen guardia. ¿Ven ese canal que desciende por la Calle setenta y dos? Hace tres noches se llevó en su lomo los dos proveedores que le tiré al cabo Pacheco por imprudente: me gritó frente a una muchacha hermosa, tierna, de buen corazón, que nos llevaba cigarrillos a Vergara y a mí todas las tardes. Imagínenlo viniéndose desde el otro lado de la circunvalar lanzando improperios y espumarajos a los cuatro vientos. La muchachita se asustó y se fue corriendo como alma que el diablo lleva agarrada por las solapas. Por eso esperé que se durmiera en la patrulla de la policía, le extraje los proveedores de las cartucheras y los lancé al arroyo. Al otro día se asustó al ver que no tenía el armamento completo, daba vueltas al carro, miraba bajo su carrocería, indagaba a los policías que lo acompañaron en el sueño, le preguntaba a todos los soldados hasta que me miró con ojos pequeños, de sospecha; ¿qué hizo con los proveedores? Los lancé al río, respondí sin titubear, sin pestañear siquiera con la certeza que metía la pata hasta los tobillos; qué digo tobillos; hasta las rodillas. ¡¿Qué le pasa, soldado hijueputa?!, alegó caminando de acá para allá, de allá para acá, como gallina hambrienta. No me pasa nada, indiqué, di media vuelta y lo dejé con los ojos bailando en las órbitas. Lo escuché, mientas caminaba, dar la orden a los demás soldados para que fueran a rescatar la munición. Ninguno quiso, nadie movió un dedo en un golpe de solidaridad o, quizás, para aprovechar el desorden y dar un pasito hacia las praderas del libre albedrío, de la insubordinación. Se vio obligado, en consecuencia, a remangar el pantalón hasta la rodilla y bajar al riachuelo a buscarlos entre las piedras, los troncos caídos y el agua que se va dando tumbos contra los barrancos. ¡Esta me las paga!, gritaba desde el fondo de la cañada, con una ira descontrolada e impotente. Lo que no sabía esa madrugada es que mañana tendré un accidente en este mismo avir, que después de él me iré al fondo del fondo, que estaré a un pasito así de pequeño de irme al país de los acostados, quedando, de esa manera, su ira sin venganza y mi insubordinación sin castigo. ¿Cómo sé que sucederá? Hombre, porque estoy en el noventa y siete de cuerpo y alma pero mi cerebro está en el dos mil doce, frente a un computador, que es donde reescribiré este viaje. Pero no se distraigan que llegamos a la Calle cincuenta y acá este tipo da un golpe de timón que hace que el mundo gire y gire en una vorágine de casas, nubes, árboles, señoras persignándose y hombres echándole la madre al conductor quien, sea dicho de paso, les sacará el dedo del medio y les sugerirá, entre el estrépito de las llantas, que lo hundan en las partes blandas y ocultas de su anatomía. Por esta calle iremos hasta la Avenida Caracas y luego bajaremos por la treinta y nueve en busca de la sede política de Bedoya. Mañana, en ese lugar, esperaré que vengan a relevarnos de la guardia, llegarán con dos horas de tardanza, me sentaré en el chichón de una llanta, en el otro turupe se sentará Tiboche, a las dos cuadras Perico, el joven que viene manejando, se saltará la luz roja del semáforo, nos golpeará un Spring gris, el avir se volcará desafiando todas las leyes de la física, Vergara saltará a los tres microsegundos del impacto, Tiboche lo seguirá cuando el vehículo de otro giro en el aire, partiéndose la cabeza contra el poste de la esquina sur oriental, en el tercer giro todos estarán desperdigados por la Calle treinta y nueve, todos menos yo, que seguiré acá, aferrado a la vida que empezará a escaparse por las rendijas de los golpes, por las fisuras de la primera vértebra, por la hendidura del cerebro que sangrará copiosamente. El otro Jeep llegará dos minutos después, sus ocupantes verán a veinte soldados sanguinolentos y al Sargento Segundo Camargo emergiendo de la ventana del avir al que aún le girarán las ruedas. Los Pe emes, como nos dicen, bajarán asustados, intentarán auxiliarnos; uno de ellos, Camilo Pérez, me verá inerte sobre las estacas del avir, bajo los fusiles con las culatas rotas, me jalará de las manos por temor, razonará en medio del aturdimiento, a que el vehículo estalle como sucede en las películas norteamericanas. De las cuatro calles llegarán los gritos desgarrados y las sirenas; me subirán en la segunda ambulancia, Pérez me escoltará ya que, como ustedes saben, los protocolos de seguridad no se violan en ningún momento; subiré inconsciente, inflamado, morado, con la cabeza ensangrentada, él se sentará a la cabecera de la camilla, abriré los ojos para blanquearlos inmediatamente, los paramédicos se acercarán y gritarán, se va, se va, notificándole a Camilo que en ese instante voy rumbo a las catacumbas de la muerte… pero no hablemos de eso que me pongo nostálgico, melancólico; más bien póngase el casco que casi llegamos al lugar donde prestaremos guardia las próximas ocho horas. Láncese que tenemos que hacer el relevo en treinta segundos, sin darle tiempo al enemigo invisible que nos acecha, que aguarda emboscado en ventanas y andenes, esperando que les demos la espalda para despacharnos al otro lado de un disparo en la espalda…

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Trote de las horas (3)

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Dedicado a Jenny Bastidas

-me hablas así porque estás con una vieja, afirmó la esposa con la voz sólida, sin una grieta por las que pudiera asomar la duda. ¡Qué mujeres ni que ocho cuartos! ¿Cuál mujer se le mide a un hombre que se la pasa horas y horas sentado frente a un computador? Además a este señor, es decir, a este personaje, poco le importa los bienes materiales y las amantes exigen gruesas cantidades de dinero cuando se trata de cortejos. ¿O cómo hacen para ir a restaurantes, bares, heladerías y moteles? Haber, ¿cómo hacen? Pues con los cochinos billetes. Él, además, es poco atractivo a la riqueza. Por eso cuando le llegan algunas ganancias las malgasta en alguna pendejada, aunque sea en las diez cajas de grapas que compró la semana pasada. Así anda el dinero por un lado y él por el otro, sin molestarse, sin estorbarse mutuamente, sin siquiera verse la cara en este callejón oscuro y estrecho que llamamos Vida. Por eso nos preocupa esa afirmación temeraria en tanto vamos por la Avenida Suba en Transmilenio, con la cabeza enredándose y desenredándose en los hilos del pasado y con los ojos aferrándose a las nalgas de muchachas que corren con las manos en la cabeza para defender el cabello del aguacero que se desbarrancó con ínfulas de tragedia.

-me hablas así porque estás con una vieja, repite la voz desde algún filo de su cerebro. Continua el viaje en el Bus Articulado que empieza a atiborrarse de mujeres de mirada marchita, de hombres de silencios que se aferran a sus manos temblorosas, de niños de infancia melancólica como fue la del personaje, como fue la mía puesto que él y yo somos, salvo por algunas vivencias y por algunas palabras que sobran en los arqueos de esperanzas y desesperanzas, en los cálculos de aciertos y errores, la misma persona, el mismo personaje. De alguna esquina del pasado emerge Jenny Bastidas, Marcela, como le dice ahora porque los años, la Vida quizás, la han transformado en otra mujer, en otro ser humano. Ella ahora le dice Diego a pesar que siempre le decía Motas gracias a un pelamen ingobernable que desafiaba tijeras y máquinas eléctricas; pero hoy él es Diego y ella es Marcela, otro hombre y otra mujer que guardan semejanzas con los niños, porque eso eran cuando se conocieron, que convergieron al mismo colegio, al mismo salón, a los mismos profesores y a las mismas horas muertas en las que se suponen aprendieron química, trigonometría, cálculo, pero que a decir verdad, acá entre nosotros, de aquello fue poco lo que les quedó. Dicen que Jenny se fue a Ámsterdam y que allí vivió varios años y regresó transformada en la Marcela que él desconoce, de quien recuerda la sensualidad montaraz que la acompañó cuando tenía catorce, quince, dieciséis años. De ello, de la sensualidad, son testigos los amigos de siempre, los de toda la vida, los que la desearon sin musitar palabra por el justificado temor de ser objeto de burlas. Después de eso nada sabemos, nada podemos decir sin caer en especulaciones, en murmuraciones, en comadreos inciertos. Lo único que sé es que este texto va dedicado a ella y que empieza a perderse, a desbordarse por todos los canales de la memoria y de la razón, a extraviarse en los parajes por los que la terca escritura los lleva. ¡Ay Jenny; tú esperabas que este fuera un pasaje hermoso sin saber que las testarudas palabras jalan para la oscuridad del pasado, para el barranco de donde extraen recuerdos ensangrentados, lívidos, descompuestos de tantos años y tanto polvo que les han caído encima, para levantarlos, obligarlos a enderezarse y referir los eventos que los lanzaron a ese lodazal! La imagino a ella, a Marcela, con los ojos sobre este texto esperando una frase sublime, un verso luminoso, desilusionándose, después de algunos segundos de lectura, al encontrar esta disertación que no va para ninguna parte, que no posee ningún atributo cercano o siquiera parecido a la belleza, dándose golpes contra estas frases agotadas, estériles, baldías como los pastizales que rodeaban el colegio y en cuyos vértices nos emborrachábamos los estudiantes de todos los grados, de todas las latitudes, de todos los estratos, potrero donde aprendíamos a ser bandidos, vagos, borrachos, porque eso sí aprendíamos en aquellos días. Pero dejemos eso para otro momento puesto que a lo lejos se vislumbra el Portal de Suba naufragando en esta tormenta rencorosa que no quiere suspender su embate.

-me hablas así porque estás con una vieja, reincide su esposa (¿mi esposa?) bajo la tempestad rabiosa. Suelta una carcajada vibrante que obliga a la señora que está a su lado a cambiar de silla entre persignaciones y padrenuestros. ¡Qué viejas ni qué ocho cuartos! Le habló así porque estaba de malgenio, porque tenía hambre, cansancio, dolor de cabeza, dolor de muela, sueño, malparidez cósmica, por cualquier cosa menos porque estaba con una mujer. El hambre, el frío y el cansancio empiezan a agriarle el ánimo, a despeñarlo por las laderas del mal humor. Camina hacia los alimentadores por un túnel que se parece a la Vida, al Destino, a sí mismo, de tal manera que empieza a naufragar en la melancolía. Aparece nuevamente Jenny con su cara adolescente, con su falda a cuadros. Emergen de algún rincón otros compañeros de colegio: Cristina, Rocío, Dolly, Ortiz, Patiño, Diego Navarrete, Suarez, Nabyl, El Negro, Walther, Larry, Mora, Sylva, Sandra Galeano, Fula, David Vargas y decenas de alumnos a quienes ve con el suéter azul claro, con el jean o la falda a cuadros y entre ellos está él, con sus motas, con su irreverencia que han agotando los años, que ha derivado en una indiferencia catatónica y con su barba que contrasta con la edad de sus compañeros. Se acerca para contemplarse mejor; se asombra de verse tan flaco, tan amarillo, tan ojeroso, con los ojos rojos de tanto trasnochar, de tanto beber aguardiente en cantinas de mala muerte, en pastizales, de tanto fumar hierba, de tanto pesimismo traicionero. ¡Qué muchacho tan desalineado! ¡Si fuera alumno mío no lo pasaba por nada del mundo!, afirma entre el estupor de los pasajeros que lo observan, me observan, hablando solo y con la mirada perdida en el horizonte. Este señor, apreciados lectores, que ustedes contemplan en medio del soliloquio, viendo jóvenes que hace años dejaron de existir, es Profesor de Matemáticas y Director de Curso, en mayúsculas para conferirle responsabilidades que no tendría, o al menos eso creen las directivas del Colegio, si se escribiera en minúscula. ¡Si supieran sus alumnos quién fue en la adolescencia no lo respetarían para nada!… o lo respetarían menos, puesto que no es secreto para nadie que aquello que llaman respeto, aquella cortesía de antaño, murió mucho antes que lo hicieran los adolescentes que se retiran bajo las blondas del aguacero. Levanta la mano para despedirse de ellos y del pasado que retorna todos los días a las dos de la tarde. A lo lejos, bajo los crespones de la tormenta, se ve el Alimentador que lo llevará al lugar de la cita. Se acerca el bus lanzando agua a los cuatro vientos y se detiene entre el bramido del freno de aire a cinco metros del lugar donde está de pie con la mirada enredada en los confines del pasado. Todos se alejan de él, ¿de mí?, da igual, por temor, quizás, a que les contagie la demencia. Se sube tranquilo, con los ojos apagados y la sonrisa ladeada que lo acompaña cuando reviven sus compañeros de colegio…

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Juramento

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Eran las nueve de una noche de comienzos del noventa y nueve. Esperábamos ansiosos a un grupo de mujeres que Nabyl y El Negro habían enganchado en uno de los primeros chats de hispanoparlantes.

-El futuro está en los chats, afirmaba Nabyl para amedrentar la ansiedad que a esas horas, en aquel paraje solitario y desconocido, empezaba a solidificarse, a hacerse palpable, a transformarse en un silencio compacto, impenetrable. Llegará el día en el que sólo se podrán hacer levantes por ese medio, remataba con una confianza que emergía de las manos que nunca abandonaban los movimientos frenéticos.

A los cinco minutos llegó un grupo de siete mujeres que, a lo lejos y bajo las tinieblas de esa hora, parecían tan atractivas como las imaginaba El Negro cuando chateó con ellas. Llegó el desquite, me decía en tanto se aproximaban tímidas o, acaso, temerosas de nosotros y de nuestras intenciones.

-vaya Nabyl, salúdelas, demandó una voz acostumbrada al trato áspero y quien se encontraba, a esa altura de la noche, lacerada por varias rondas de aguardiente litreado y por no pocas cajetillas de cigarrillos.

Él, habituado a llevar sus planes hasta las últimas consecuencias (especialmente si en ellos se incluían mujeres y romances), fue al sitio donde se detuvo el grupo. A los tres minutos regresó con cara de acontecimiento.

-las viejas no son como las imaginamos; propongo que vayamos con ellas y que cada quien decida qué hace: si quedarse, rumbeárselas, comérselas o irse para la casa, dijo antes que le lanzáramos la primera pregunta.

-¿están muy pailas?, inquirió Walther con la mirada opacándose a causa de la desilusión.

-lo voy a poner en estos términos: la única que aguanta le faltan dos dientes.

Quisimos reír pero todos sabíamos que Nabyl, Nabylón, en estos casos no cometía la imprudencia de mentirnos, de llevarnos con embustes al matadero, de lanzarnos a los brazos del matarife con los ojos vendados.

-eso hagámosle sin asco, invitó el Negro con timbre enérgico.

-de una, apoyé con poca convicción.

Fuimos hacia ellas lentamente, con desconfianza, algunos evitando las risas nerviosas, otros bebiendo de la caja de vino que habíamos llevado para paladear el frío, los de más allá contemplando el pavimento fracturado, deshecho, calamitoso, los más escépticos examinando la luna que se ocultaba tras un rebaño de nubes.

Ellas, imagino, sintieron el impulso de correr al ver a un grupo de doce hombres de miradas agrias, de tufos de ochenta octanos, de camisas raídas, de melenas indómitas, de barbas de varios días, hombres, en suma, que daban la impresión de haber descendido de las montañas o de haber sido liberados, horas atrás, de una prisión.

-pensábamos que eran menos, afirmó una muchacha que descollaba por un abdomen prominente.

Quisimos explicarles que éramos cinco, los cinco de siempre, los del colegio, los de toda la vida, pero camino al bus se fueron uniendo vecinos y amigos que encontramos al paso y quienes al oír de mujeres hermosas, de piernas inabarcables, de nalgámenes apetitosos, se unieron ofreciendo dinero para el trago, tarjetas de amigos que administran moteles y toda suerte de promesas y ofertas que serían útiles en el momento de rematar la velada, pero preferimos callarnos, dejar que las circunstancias continuaran en su desplome, en su inevitable inclinación hacia la desesperanza.

-Nosotros pensamos lo mismo de ustedes, respondió un desconocido que no sabíamos de dónde había salido ni quién lo había invitado. Mejor vamos a bailar, concluyó para zanjar cualquier conato de réplica.

-Conocemos un sitio bueno, afirmó la muchacha que me contemplaba con ojos golosos.

Ellas emprendieron la caminata entre bisbiseos y carcajadas emboscadas en tanto que nosotros, hundidos en un silencio sepulcral, les seguíamos con la certeza que cometíamos un gran error. Dos cuadras después, bajo un letrero oxidado, de letras desteñidas por las encías del tiempo, emergían los compases de vallenatos lastimeros.

-acá es, dijo la desdentada

-vaya marica y nos dice qué tal está el sitio, instó Walther para que yo midiera el caletre del establecimiento.

Me asomé en la puerta y vi en las vecindades de la barra a un joven con una chaqueta enlazada al brazo izquierdo y con una correa en la derecha defendiéndose de otro que enarbolaba una patecabra y quien tenía la clara intención de apuñalearlo.

-hay dos manes dándose chuzo, resumí.

-mejor vamos para otro lado, dijo la voz azucarada de una muchacha que estaba abrazada a un vecino del Negro, al tiempo que emprendía el camino por una calle oscura, tenebrosa, lóbrega como todas las calles del sector.

Fuimos detrás de la pareja que caminaba lentamente, como si quisieran perpetuar el placer de abrazarse y de hablar a media voz, con la sonrisa colgando de las comisuras de los labios.

Ocho cuadras después llegamos a un lugar igual que el anterior: letrero en lata, puerta pequeña, vallenatos magullando la noche. Adentro dos parejas de borrachos bailaban por el empuje de la música mientras una mujer de edad incierta cabeceaba detrás de la barra. Unimos cuatro mesas al tiempo que El Negro, con aquel entusiasmo financiero que lo acompañó buena parte de su juventud, sugería pidiéramos dos botellas de aguardiente en lugar de perder la plata en rondas de cerveza.

Al filo de la media noche, gracias a la acumulación de alcohol, sueño y testosterona, se inició una pelea con botellas despicadas, butacas estrellándose contra paredes y ventanas, improperios y alaridos de mujeres queriendo imponer el orden. Miré, al escuchar el primer estallido, a los ojos a Nabyl para confirmar que haríamos lo mismo: salir corriendo para no pagar la cuenta y, de paso, para espantar la frustración de ver a los otros, a los vecinos y amigos, a los desconocidos que encontramos en el camino, bailando y besándose con las mujeres que nos correspondían por el derecho que concedía el hecho de haberlas cotizado en el escaso y difícil espacio de la virtualidad. Salimos, en efecto, entre la gritería y quinientos metros más adelante, cuando sabíamos que no nos podían encontrar, que nadie nos seguía, nos detuvimos para constatar que estábamos los cinco, los de siempre, los de toda la vida (el último en llegar fue Suarez quien por aquellas intrigas del azar, por aquellas paradojas de la noche, había tomado la calle equivocada).

-de la nevera, dijo El Negro al tiempo que enarbolaba una botella de ron.

-de la mesa, continúe mientras exhibía el remanente de aguardiente que sobrevivía antes de empezar la gresca.

-de la barra, concluyó Nabyl al tiempo que empuñaba una paca de cigarrillos.

Soltamos una carcajada al corroborar que persistían las enseñanzas adquiridas en colegios públicos y y diversos batallones del circuito militar de Colombia. Buscamos, poco después, el parque más cercano para aguardar el arribo del amanecer bogotano entre tragos, risas, evocaciones y todo aquello que brota de las ranuras de las almas irresponsables. A las seis de la mañana, o quizás un poco antes, cuando nace un brillo incierto en los contornos de las montañas, cuando empiezan a trinar copetones desde arbustos completamente secos, me paré con la mirada vidriosa, con las manos temblorosas, los contemplé con dificultad al tiempo que les decía, con la lengua estropajosa: juro solemnemente que este trance lo rescataré de las arenas del olvido, de los barrancos de la ingratitud, para gloria de las futuras generaciones. Levanté, acto seguido, el remanente de ron y lo apuré de un sorbo teatral, pomposo, como todos los movimientos generados por el alcohol al tiempo que la promesa empezaba a diluirse en las circunvalaciones del lóbulo frontal, a desdibujarse de mi cerebro hasta que, a las seis de la mañana de hoy, por aquellas intrigas de la memoria, emergió sólida, concreta, como si la hubiera hecho minutos atrás…

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Inflexiones de la cordura

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El vértigo de la primicia no te permite sopesar los aguijones, las dimensiones de la caída ni mucho menos las ventajas que entrañan la petición que hace tu tía: te suplica que no escuches las demandas que te hará, con plena seguridad, el hombre que le hizo sufrir la mayor amargura de su existencia. Tú sólo quieres descuadernar su insoportable confianza, desorientar sus manías de hombre educado y, sobre todas las cosas, sondear aquellas habilidades eróticas que no dejó de elogiar a pesar de las dolorosas y abrumadoras razones que encontró para denostar su virilidad y, por ese conducto, de justificar su odio (como si la ausencia de hombría fuera un hecho que acreditara las lágrimas y gritos articulados en los brumosos atardeceres bogotanos). Además, piensas entre las miradas airadas de tu mamá, algo bueno ha de tener si fue capaz de subyugar, con el concurso de sonrisas y adverbios, la indomable vanidad que tu tía expone sin el menor recato y la manifiesta desconfianza de tu abuela. Quieres decirles que tus planes sólo contemplan saciar la húmeda curiosidad que nace en los barrancos de tu cuerpo (y en una que otra grieta del alma) para luego dejarlo suplicante, tembloroso, en el desasosiego que merece su condición de viejo verde; porque eso es, en últimas, lo que buscas de él: transformarlo en una línea en la mazmorra que supone ser una señorita de diecinueve años (hija de padres respetuosos y responsables, para más señas), a quien se le ve mal flirtear con hombres mayores que Sólo Buscan Eso, como afirma tu mamá poniéndole mayúsculas a aquella frase que pretende nombrar los sucesos que todos conocen y que no se pueden señalar, por aquellas normas de civilidad, a las sobrinas o a las hijas (y menos si estas departen entre colaciones y pocillos de chocolate). Tu abuela usa, al corroborar la incapacidad de los argumentos de sus antecesoras en el uso de la palabra, los apelativos que no se permite otra mujer de la casa; sientes deseos de reclamarle que ella, a tu edad, o quizás un poco mayor, fue amante de Joaquín, quien, a juzgar por las cartas que esconde en el forro del baúl que se pudre bajo la cama matrimonial, declinó la posibilidad de continuar con los amoríos gracias al impedimento económico que suponía sostener la recua de hijos que le hizo el abuelo. Es curioso, ahora que ponderas el suceso, que un grupo de señoras de sus edades y experiencias se empeñen en frenar el galope de la sangre olvidando, con su actitud, que no existe barrera que detenga a una mujer que ha decidido acostarse con un hombre así como no existe muro que detenga la cachondez de un personaje de las condiciones y alcances de Gonzalo. Tu tía decide acompañar los epítetos de tu abuela con lagrimones que contrastan con las épocas en las que su moral y virtud quedaban suspendidas en la entrada de los moteles en los que, según versiones de tu mamá y de algunas tías, le daban sorprendentes descuentos gracias a sus puntuales -y no pocas veces escandalosas- visitas de los fines de semana. Tu mamá suma, en un gesto de solidaridad, un llanto apagado a los lamentos de tu tía, dándole así mayor dramatismo a una escena que a estas alturas asume matices de ficción. Las mujeres siempre te han parecido unos seres ridículos así como te parecen extravagantes sus ataques de ira y sus incomprensibles pataletas de niñas malcriadas (descubres, ahora que enumeras sus defectos, que tienes el privilegio de carecer de estas irregularidades en virtud a que siempre has tenido, y seguirás teniendo, el beneficio de estar sobre tus congéneres). La indignación y su consecuente silencio son la señal que el juicio ha cesado y que tienes, por tanto, la posibilidad de bajar la cabeza y caminar silenciosa hacia tu cuarto o, por el contrario, de gritar como una enajenada y salir dando un portazo. Te inclinas por la primera: te diriges a tu alcoba con un mutismo que evidencia la certeza que mañana estarás, al filo de las tres de la tarde, sentada en el auto de Gonzalo, dirigiéndote a la zona de moteles de la que tanto hablan tus compañeras de universidad, al tiempo que ellas estarán resolviendo el parcial bajo la vigilancia del decano (examen que nunca presentarás gracias a que vas, en ese mismo instante, rumbo a aprobar la asignatura por vías que implican menor esfuerzo intelectual pero mayor empuje físico)…

[pero no sabes, no puedes saberlo a tu edad, que una mañana, acaso una noche, esa muchacha aventurera, caníbal de novedades, se parecerá a los temores de la abuela y a las prevenciones de mamá, le temerá a la boca del lobo, mentirá sobre su edad y su pasado será una fantasía más espinosa que su futuro, olvidará las aventuras con hombres mayores y las correrías de una noche, vigilará el tono de su cabello y la longitud de las arrugas hasta ver en ellos la humillación de los años, la factura que el tiempo cobra a la belleza y entonces empezará a marchitarte entre las telarañas de amantes que languidecen en su memoria, entre problemas que muerden el hígado, que asustan el colón, entre el adormecimiento de los deseos que la arrojaban, que te arrojaban, por las praderas de la inconsciencia]

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A Héctor Lavoe

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Fuiste, a partir del día que el sida te ultimó en una cama del Memorial Hospital de Queens, quien me acompañó en la incertidumbre de los amores platónicos del bachillerato y el único, en años posteriores, que conoció la impotencia ocasionada por palabras nunca escritas o por besos aplazados. Numerosas fueron las ocasiones en las que llegaste puntual -como nunca lo hiciste en vida- a escoltar las noches etílicas en las que Giovanny y yo naufragábamos en un océano de evocaciones y desamores (tu voz, en aquellas jornadas de alcohol, se ensombrecía con la marcha de los tragos hasta adquirir el tono de hombre desdeñado que demandaba la ocasión), así como abundantes fueron los nombres de mujeres que se intercalaron en aquellos versos capaces de conmover al más retorcido de los humanos. Tengo la certeza- a pesar que no recuerdo si tuve el valor de dedicar canciones tuyas- que susurre, en noches fragantes a cigarrillo y cerveza, estrofas de Emborráchame de Amor o, en lances menos afortunados, astillas de No Cambiaré, en oídos de adolescentes remisas…

Hoy, cuando la vida me acorraló en la abstinencia etílica y en un destino de camisas de algodón, escribo las palabras que debí trazar al calor de un aguardiente –o, quizás, en el fragor de una conquista- para celebrar el aniversario de una amistad que nunca caerá en las emboscadas del olvido.

PD: adelanto la celebración gracias a compromisos impropios de aquellas noches de idilios con fecha de vencimiento…

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