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Dedicado a J. Gerardo Muñoz y a Rodrigo Niño
La algarabía se desvanece levemente cuando me acerco a Gerardo con una copa de vino rojo, le sonrío en señal de aquella familiaridad que rebasa los lazos de consanguinidad, acercamos las copas y antes que se entrechoquen, que se den el beso de cristal con el que recibiremos el nuevo año, se extingue el ruido, se detienen las carcajadas en mitad de su alborotado ascenso, frena el engranaje del reloj, el segundero queda suspendido en su trote hacia el siguiente escaño, el viento cesa en su empeño de extraviarse en la oscuridad, el tiempo se encorva, regresa, retorna a estos ojos agotados, a estas manos que se llenan de lunares y pecados, a este cuerpo de abdomen abultado, de calvicie fulminante, a este cerebro en el que el tiempo no existe, en quien el presente y el pasado son uno y el mismo desbarrancadero, la misma herrumbre que se aferra al galope de la sangre. Inmediatamente acude a los callejones de mi memoria el año dos mil con su algarabía de estreno, con su vanidad de milenio; me contempla de pies a cabeza y me lanza, desde el vacío de su inexistencia, una sonrisa cómplice para que lo convoque, para que le hable a usted, paciente lector, de él…
Pero siéntese que no hay afán que le revele un cacho del dos mil dos. Relájese. ¿Fuma? Ahí están sobre ese parlante viejo, descascarado, los cigarrillos y el encendedor. En ese mismo lugar estaba el teléfono pero Rodrigo lo quitó porque llamábamos borrachos a todo el mundo, especialmente a muchachitas que querían y no querían, que iban y venían de nuestras vidas, de nuestras mentes y corazones, usted entiende, asuntos de amor y sexo. Si gusta elija un acetato de los cuarenta y nueve que Rodrigo trajo de todas las latitudes para hacer más acogedores los festejos que se hundirán, como nos hundiremos todos nosotros, en los charcos de la muerte. Quizás es mejor que se tome un aguardientico que eso es bueno para el frío y, si lo toma con limón, le quita cualquier enfermedad que traiga amarrada al alma. Eso sí le pido, con toda la pena del mundo, que lo sirva usted mismo porque estoy buscando un LP de Julio Jaramillo para temperar un despecho viejo, polvoriento como el futuro que nos acechan desde el umbral de la esperanza. Olvidaba advertirle que no hay tijeras; debe abrirla con los dientes y las llaves como hace todo el mundo por estas épocas y latitudes. No se tense, póngase cómodo que la noche pasa como un tiro entre aguardientes, charlas y los boleros que suenan sabrosos en este tocadiscos torcido como nuestros destinos; es decir, como los destinos de Rodrigo y yo, que a usted no lo conozco y no le podría decir qué tan choneto tiene el porvenir. Hablando de él, de Rodrigo, no de su destino, no se afane que no tarda en arribar a este barco que naufragará en la nostalgia del alcohol. Y hablando de eso, ¿al fin pudo abrir la caja? Sírvase, entonces, en esa copa barrigona, la del repujado misterioso, que es la de los invitados, y tómese el aguardiente mientras afuera gira la bóveda celeste que en Bogotá no tiene estrellas, o las tiene pero se ocultan por vergüenza o miedo, y verá que en un dos por tres el sol emergerá por el horizonte.
Ve, se lo dije: no sintió las horas despeñándose por los precipicios de las palabras, de los boleros y del aguardiente ¡Nada mejor que el aguardiente Néctar para azuzar los engranajes del tiempo! Saque, por favor, esa silla que vamos a instalarnos en la terraza, que es como si dijera las praderas del sol porque acá nunca llueve cuando es fin de semana, se lo digo yo que tengo un pie en el presente y otro en el futuro. No olvide dejarla recostada contra la pared de allá, para que podamos deslizarnos a la misma alucinante velocidad con la que crece la sombra de este sábado que transcurrirá entre las estridencias del rock y la contemplación de los vecinos que irán y vendrán en su inquietante transitar. Hombre, no haga esa cara, ¡anímese!, no se quede atrás, que lo necesitamos para para celebrar que llegamos vivos al otro día, a la otra orilla de ese mar oscuro y denso que se nos viene encima todos los días de nuestra existencia; si es por hambre no se preocupe que a las seis de la tarde compráremos dos mil pesos de salchichón, que es lo único que venden en la cigarrería a la que iremos por dos o tres litros de aguardiente. Pero dejemos de decir pendejadas, destapemos una cerveza y subámosle el volumen al equipo de sonido para sacudir la pavesa que la noche ha dejado sobre esta brisa desabrida que viene a nuestro encuentro.
Y usted que creía que esta sería una larga jornada y fíjese que estamos bajo este sol anémico que viaja al occidente y quien sólo puede pertenecer a los domingos fatigosos de este dos mil jactancioso y petulante. Dese cuenta, si aún duda que es domingo, que la última botella, la que compramos con al dinero que reposaba en los entresijos de mi billetera, se agota lentamente, con el abatimiento dominical que pesa en el alcohol como pesa en las almas y en las palabras. Hablando de eso, ¿podría hacerme un favor? Tome mi chaqueta que no quiero ensuciarla en el viaje que haré, en un par de minutos, por los recovecos de una borrachera infame que estará atiborrada de lagunas, desatinos, descalabros, desmanes de todos los calibres y de historias que reconstruiremos, Rodrigo y yo, y quizás usted, si se anima a repetir la dosis el siguiente fin de semana, cuando nos encontraremos en esta misma terraza con la cabeza y el hígado dispuestos a destapar la primera caja de aguardiente, a encender el primer cigarrillo y poner a girar alguno de los cuarenta y nueve acetatos como gira este mundo ignominioso en su propio eje, y quienes esperarán en el orden en el que los deje esta noche licenciosa, perdida en el tiempo y en la memoria, con la certeza que ese viernes, es decir, el próximo, será idéntico al que murió hace dos días, así como los cincuenta y dos fines de semana del dos mil serán iguales entre sí, como si se tratara de piezas producidas por una fábrica China o Coreana. Le aseguro que en todos ellos estaremos entrando y saliendo del cuarto que con tocadiscos, sillas, acetatos, aguardiente, cigarrillos y cervezas al ritmo que emerja o se hunda el sol por aquel horizonte de casas desiguales, en todos comeremos dos mil pesos de salchichón, en todos retumbará Love Street el sábado a las siete de la mañana y detrás de su melodía repiquetearan las botellas de cerveza entrechocándose, golpeándose torpemente, dando la bienvenida a la vida.
El tiempo se endereza, el presente arriba con su impertinente presencia para desmigajar el recuerdo que se hace grato a los recodos de mi alma, Rodrigo, entretanto, se escurre por algún agujero del tiempo y con él se van las sillas, el tocadiscos, las botellas de cerveza y de aguardiente, los cigarrillos y los acetatos en un remolino turbulento, las copas suenan, estallan en un tintineo frágil, vacilante, el encuentro de dos generaciones, dice Gerardo con voz risueña, sí, pienso, el encuentro de dos generaciones: la que sale y la que entra, sin derecho a la simultaneidad, a transitar las mismas horas, los mismos días, el segundero alcanza, entretanto, el escaño a la vez que el viento huye juguetón entre las ramas, levantando a su paso hojas secas, papeles abandonados, bolsas plásticas que se enredan en sus blondas, en sus encajes de anciana demente, zarandeando begonias en su loca carrera, levantando faldas, apagando la cerilla del vicioso que se da el primer viaje del año, palmeando las nalgas desnudas de una pareja que juega al amor bajo la sombra de unos arbustos generosos, llevándose la juventud, la suya y la mía y lo que hicimos de ellas…
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