Dices que he dejado de amarte; que el viaje a Barranquilla lo causa el afán de desahuciar este amor que, a fuerza de encuentros periódicos, empieza a agotarme. “Un buen día, afirmas con voz espesa, te llevarás los minutos, las caricias y aquellas palabras que encienden mi cuerpo con más audacia que tus manos, para abandonarlas en algún callejón de tu memoria. Seré, con suerte, un buen recuerdo. Vendrán, al poco tiempo, mis amigas a odiarte gracias a que representas aquella estirpe que maldecimos en las tardes pero que, en la soledad de la noche, esperamos. Después arribará el vacío con sus tinieblas y con él llegará la desesperación. Te llamaré, en ese momento, con mirada arenosa, voz enlutada y con el orgullo en tregua, para pedirte -rogarte si es necesario- que retornes a mis brazos. Pero tú me dirás, como todos los hombres, que tu amor encontró una mirada más cálida, una caricia más dulce que la mía…”
¿Cómo, me pregunto en medio del discurso y del asombro, puedes proferir semejantes protestas? Olvidas que nuestro amor goza de los privilegios de la novedad: cada vez que llegas a Bogotá -o que voy a Barranquilla- nos besamos igual que aquella mañana de julio y nos acariciamos con los temblorosos dedos del principiante (tu piel siempre será nueva para mis yemas así como mis labios serán eternos invasores de tu espalda). Luego, cuando los días afianzan los besos y las caricias, llegamos al convencimiento que no somos la felicidad imaginada sino aquella concreta embriaguez que vislumbramos en las llamadas telefónicas. Viene, posteriormente, la amarga separación con sus noches de insomnio y sus angustiosos amaneceres. En ese instante te transformas, por arte del desasosiego, en la inalcanzable; empiezo, por tanto, a barajar estrategias para que, al hallar la táctica que nos autorizará a reunirnos en alguna ciudad, pueda examinarte como si nunca te hubiera visto y aproximarme con temor de rasguñar, con mis preguntas impertinentes, el sueño que se abre ante mis ojos (es como si me dijeras “cuenta hasta veinte y ven a buscarme” y yo escarbara la oscuridad, al término del angustioso conteo, guiado por la vana pregunta: “¿estás ahí?”. Más tarde, cuando esté agotado de rastrearte en las sombras, salieras de tu refugio asediada de carcajadas a decirme “acá estoy”; y, al lanzar la mirada, te viera ceñida por un resplandor inédito). ¿Cómo, vuelvo a preguntarme, sugieres que puede morir un amor que tiene la facultad de florecer cada dos meses?…