Archivo mensual: abril 2010

Florecimiento

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Dices que he dejado de amarte; que el viaje a Barranquilla lo causa el afán de desahuciar este amor que, a fuerza de encuentros periódicos, empieza a agotarme. “Un buen día, afirmas con voz espesa, te llevarás los minutos, las caricias y aquellas palabras que encienden mi cuerpo con más audacia que tus manos, para abandonarlas en algún callejón de tu memoria. Seré, con suerte, un buen recuerdo. Vendrán, al poco tiempo, mis amigas a odiarte gracias a que representas aquella estirpe que maldecimos en las tardes pero que, en la soledad de la noche, esperamos. Después arribará el vacío con sus tinieblas y con él llegará la desesperación. Te llamaré, en ese momento, con mirada arenosa, voz enlutada y con el orgullo en tregua, para pedirte -rogarte si es necesario- que retornes a mis brazos. Pero tú me dirás, como todos los hombres, que tu amor encontró una mirada más cálida, una caricia más dulce que la mía…”

¿Cómo, me pregunto en medio del discurso y del asombro, puedes proferir semejantes protestas? Olvidas que nuestro amor goza de los privilegios de la novedad: cada vez que llegas a Bogotá -o que voy a Barranquilla- nos besamos igual que aquella mañana de julio y nos acariciamos con los temblorosos dedos del principiante (tu piel siempre será nueva para mis yemas así como mis labios serán eternos invasores de tu espalda). Luego, cuando los días afianzan los besos y las caricias, llegamos al convencimiento que no somos la felicidad imaginada sino aquella concreta embriaguez que vislumbramos en las llamadas telefónicas. Viene, posteriormente, la amarga separación con sus noches de insomnio y sus angustiosos amaneceres. En ese instante te transformas, por arte del desasosiego, en la inalcanzable; empiezo, por tanto, a barajar estrategias para que, al hallar la táctica que nos autorizará a reunirnos en alguna ciudad, pueda examinarte como si nunca te hubiera visto y aproximarme con temor de rasguñar, con mis preguntas impertinentes, el sueño que se abre ante mis ojos (es como si me dijeras “cuenta hasta veinte y ven a buscarme” y yo escarbara la oscuridad, al término del angustioso conteo, guiado por la vana pregunta: “¿estás ahí?”. Más tarde, cuando esté agotado de rastrearte en las sombras, salieras de tu refugio asediada de carcajadas a decirme “acá estoy”; y, al lanzar la mirada, te viera ceñida por un resplandor inédito). ¿Cómo, vuelvo a preguntarme, sugieres que puede morir un amor que tiene la facultad de florecer cada dos meses?…

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Mínimas (20)

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Cambalache (2)

Cambio melancolía en perfecto estado por sonrisa con vista al mar o por corazón bien ventilado. Interesadas dejar comentarios al final del post (abstenerse intermediarias y acaparadoras).

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Carta al silencio de la noche (12)

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Fuiste, en el galope de la niñez, la más inalcanzable de mis fantasías. Tu estatura y confianza aventajaban, en el momento que nos conocimos, la timidez de mis estrenados nueve años. Recuerdo que esa noche mi mamá me arrastro, como acostumbraba hacerlo por aquellos años de poco carácter, hasta tu silla; encajó tu mano en la mía y me ordenó, con el tono castrense que aún conserva, bailar contigo. El pánico preliminar se diluyó, segundos después, en las fronteras de tu ternura al igual que la incertidumbre de mis pasos vacilantes se transformó, gracias al imperio de tu paciencia, en aceptables ondulaciones.

El siguiente año nos encontramos, por aquellas contingencias de la navidad, en la casa de tu tía. Constaté, en el instante que te vi, que el arribo a la primera década no trajo la valentía que había insinuado mi ingenuidad: no tuve el valor de saludarte y, menos aún, de hablar contigo; pude, tan sólo, lanzar una sonrisa magullada cuando tú y tu familia se marcharon a celebrar la Noche Buena (aquel diciembre inició la serie de reuniones navideñas en las que -salvo por tres modestas conversaciones- te contemplaba desde el abismo de la cobardía).

El tiempo borró -cuando la adolescencia entró por la ventana de mi infancia- los trazos de un amor diseñado para sobrevivir al amparo del silencio. Poco quedó, por tanto, cuando el mismo azar que nos reunió en aquellas celebraciones decembrinas nos empujó a ser vecinos. Pude -gracias a que la indecisión se transformo, al igual que la abstinencia de palabras, en una anécdota almacenada en el cajón de la deshonra- paladear los coloquios que el amor, por vías de la paradoja, no autorizó en la niñez que, para mi fortuna, partía lentamente (nunca, en los días de vecindad, cometí la imprudencia de suponer que el acopio de tertulias y lugares comunes construiría el anhelado noviazgo).

Hoy, después de quince años de olvido, tu recuerdo emergió aferrado a los matices del ocaso. Traías aquella mirada que encrespaba mi tranquilidad y las manos que me guiaron en la manigua de los acordes tropicales…

Sean, pues, estas palabras un tributo a ti, mi primer –y acaso único- amor platónico.

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