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Me tomo la libertad de compartir la historia que narró un taxista mientras cruzábamos el taco que se forma en la oreja de la Avenida Boyacá con la Calle Ochenta.
Acá donde me ve, pisé universidad. Casi termino ingeniería de sistemas, pero las viejas y el trago no me dejaron. Sé que no me cree, que ve este taxi con la puerta descuadrada, con el bumper amarrado con alambres y se dice, “este man ni habrá pisado el colegio”; pero le juro que tiene un ingeniero frente a usted. Un ingeniero y un verraco para ganarse los polvos que andan pagando en las calles y los bares. Así, chiquito, negrito y vaciado, pero les sé echar el cuento a las viejas. Aunque hay algunas con las que no funciona el carreto. Usted sabe, hay palos que no se dejan encontrar la comba.
Para la muestra un botón.
El jueves pasado yo iba como a la una de la mañana por la Coruña. No había un alma y el radioteléfono, para completar, estaba dañado. Ya me iba para la casa cuando veo a una muchachita como de diecinueve años que saca la manito en esa oscuridad tan verraca. ¿Para dónde va?, le pregunté medio desconfiado porque esas no son horas para que una vieja de esa edad, y así de buena, ande por las calles. Voy para Venecia; el problema es que sólo tengo tres mil pesos, respondió con una sonrisa sospechosa. Usted entiende que este trabajo lo vuelve a uno receloso. Yo me dije: o esta vieja tiene sus manes por ahí listos para robarme o se peleó con el novio y salió sin un peso. Mami, me queda grave por esa plata, respondí para escurrir el bulto. Mira, sólo tengo tres mil, dijo sacando dos billetes de un bolsillito de esos jeanes ajustados que a uno lo ponen a volar. Yo vi esas caderotas y esa cinturita tan rica y me animé. Usted sabe, uno es hombre: ver caderas grandes y cinturitas así de chiquita, como de avispa, pone eléctrico a cualquiera. Hágale mami, dije mientras le abría la puerta de atrás.
La vieja venía sentada donde está usted. No decía nada. Sólo miraba la ventana. Yo venía sano, lanzándole una que otra mirada por el retrovisor para verle esas patotas tan ricas. Eran unas patotas de este porte. Y con ese jean se le veían mejores. De pronto aparece un Caldo Parado y le digo que si quiere tomarse un caldito conmigo. Yo creí que se iba a cabrear porque así son las viejas buenas: rogadas y rabonas como ellas solas. Pero vea que me dijo que sí, que tenía hambre, que muchas gracias, que pitos y flautas, que Yayitas y Condoritos. Yo no podía creer que esa viejota tan rica se bajara a un lugar de esos. Me orillé, prendí estacionarias y nos fuimos para el fondo del local.
El caldo como que la empezaba a animar porque me hizo la charla y yo también le hacía charla. No me va a creer, pero hasta terminamos siendo de la misma universidad. Como es de pequeño este mundo. Yo me iba arrechando, pero paila, esa vieja me tenía jodido porque no me daba pie para hacerle la parla por donde era. Usted sabe que cuando a uno le trama mucho una vieja se enreda porque no sabe cómo decirle las cosas por miedo que lo deje viendo un chispero. La verdad yo quería seguir hablando con ella toda la noche. Hablarle y comérmela, claro, porque los hombres sólo pensamos en sexo. ¿En qué más podemos pensar? Además no tenía lucas para invitarla a un sitio mejor porque el trabajo estaba muy pailas: diga usted un jueves a las dos de la mañana, después de pico y placa. Ni siquiera había hecho la cuota del patrón. Pero yo le seguía haciendo la charla y ella seguía dándole al interrogatorio. Hasta preguntó si tenía hijos. Claro mami, tengo tres hijos, le respondí porque a mis hijos no se los niego a ella ni a nadie. Son lo mejor que me ha pasado en la vida. Que si estaba casado. ¡Qué voy a estar casado!, le dije; ella es la mamá de mis hijos, pero cada uno por su lado. Me tocó negar la costilla porque las viejas prefieren tener la consciencia tranquila a pesar que saben que uno les dice mentiras. Parece que buscan excusas para poder dormir tranquilas. En cambio uno le mete el chiche a una vieja, sea casada o soltera, y eso que llaman consciencia, no le remuerde a uno para nada. Es más, es la misma consciencia la que le dice a uno que la vuelva a hacer la vuelta porque vida sólo hay una, y la vida se hizo para gozársela. ¿O no?
De ahí salimos para su casa. Yo iba sano: le seguía la charla pero no le insinuaba nada. Cuando íbamos por los lados de la Avenida Sesenta y Ocho, por la cuadra de los moteles, un man salió con una bandera roja diciendo, hágale mijo, le dejo la noche en veinte mil pesos. A mí me cosquillearon las huevas, pero no mostré el hambre. Más adelante salió otro man que se tiró encima del carro. Patrón, hágale una atención a la niña, gritaba aferrado de la ventana. Yo quiero, pero ella no quiere, dije por decir, porque yo pensaba que esa vieja no se lo daba ni al novio. Ella soltó una carcajada lo más de vacana. Por marica no dije nada y por marica seguí de largo. No sé qué me pasó. En otros casos no se la rebajo a otra vieja. Aunque sea le hago el intento para que me eche la madre. Acá donde me ve, verraco y hablador, me han corrido la madre más viejas de las que me he comido. Pero así es la vuelta: se lo pide a cien para que se lo den veinte. Le juro que valen la pena los ochenta madrazos. Finalmente para eso se hizo el chiche: para darle gusto. ¿Para qué más? Si no tendríamos hijos como los pescados: orinando sobre una camada de huevos.
Llegamos a Venecia. Todas las luces de la casa estaban apagadas. Ya no me abren, dijo. ¿Cómo así? Mi mamá no abre a esta hora. ¿Qué hacemos?, pregunté lo más de preocupado. Tienes que hacerte cargo de mí. Mami, no podemos trabajar los dos porque nadie se sube al carro. Tampoco la puedo llevar a mi casa porque… porque no me dejan entrar a nadie, alcancé a arreglar la cagada; casi le digo que no puedo porque mi esposa está allá. Menos mal que la cabeza estaba en la juega. No sé, tienes que llevarme a algún lado, insistió. No me va a creer pero no se me ocurría nada. Si quiere la llevo a donde el tipo que se agarró de la ventana, dije al fin. Bueno, respondió ella lo más de tranquila. Pero no vamos a hacer nada: hablamos, vemos televisión y luego nos dormimos.
Llegamos al lugar. Le dije al man que nos atendió, sin que la vieja escuchara, que me vendiera tres condones, porque sin preservativos ni pío, como dice la propaganda. Ven, decía mientras yo esperaba sentado en el borde de la cama. Estoy esperando las vueltas, dije para que dejara de joder. Ven, insistía. Yo me emputaba porque tenía afán de que me acostara con ella a ver televisión; si estuviera afanada para echarnos un polvo, lo entiendo; pero, ¡para ver televisión! ¡Qué maricada! Hasta que golpearon la puerta. Salí, pagué, cogí los condones, los metí al bolsillo del pantalón y entré. No me quité la ropa para no dar boleta. Usted sabe que hay viejas que ven que uno se quita el pantalón y se van saliendo de la cama como un tiro. Pero cuando levanté las cobijas la veo con unos hilitos delgaditos. Pero rechiquitos, una cosa de nada. Ahí sí me puse como un toro. Me bajé los pantalones y la vieja apenas abrió los ojos cuando vio que tenía el chiche como pata de perro envenenado. Usted no me va a creer pero se lo metí sin darle un besito ni una caricia, ¡hasta sin saber su nombre! Es que esa vieja era cosa seria.
¿Te acerco a algún lado?, le pregunté en la madrugada por pura cortesía porque, la verdad, tenía afán de entregar el carro. No, voy a la Coruña a ver si ya se le quitaron los celos a mi novio, dijo la muy descarada. En la puerta cada uno cogió por su lado: ella para la calle y yo para el parqueadero. Ni el teléfono nos pedimos. Para qué, lo gozado no se repite; y si se repite, no se le saca el mismo gusto. Haga de cuenta que es cuando uno raspa la olla para sacarle la pega del arroz: sólo hace bulla porque el arroz hace rato que se los comieron. Las repeticiones y las segundas partes son eso: bulla que sólo sirve para llamar el hambre…
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