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Trote de las horas (5)

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Manejan rápido estos muchachos que enviaron del Batallón de Artillería hace un par de semanas, junto con los dos Avir que enorgullecen al Coronel Murillo. Esperen un momento para que escuchen las llantas lanzado chillidos en la curva de la circunvalar con Calle setenta y dos, frente a un piquete de soldados de mi batallón: la PM 15. Aférrense a las sillas que viene la curva a toda vela y si se descuidan pueden salir volando como le pasó a Sarria, un dragoneante que se fue de bruces contra la Calle ochenta y dos perdiendo tres dientes.

-¡Aúllen Hijueputas!

No es que los odie, sólo sigo la tradición de gritar a los reclutas que hacen guardia. ¿Ven ese canal que desciende por la Calle setenta y dos? Hace tres noches se llevó en su lomo los dos proveedores que le tiré al cabo Pacheco por imprudente: me gritó frente a una muchacha hermosa, tierna, de buen corazón, que nos llevaba cigarrillos a Vergara y a mí todas las tardes. Imagínenlo viniéndose desde el otro lado de la circunvalar lanzando improperios y espumarajos a los cuatro vientos. La muchachita se asustó y se fue corriendo como alma que el diablo lleva agarrada por las solapas. Por eso esperé que se durmiera en la patrulla de la policía, le extraje los proveedores de las cartucheras y los lancé al arroyo. Al otro día se asustó al ver que no tenía el armamento completo, daba vueltas al carro, miraba bajo su carrocería, indagaba a los policías que lo acompañaron en el sueño, le preguntaba a todos los soldados hasta que me miró con ojos pequeños, de sospecha; ¿qué hizo con los proveedores? Los lancé al río, respondí sin titubear, sin pestañear siquiera con la certeza que metía la pata hasta los tobillos; qué digo tobillos; hasta las rodillas. ¡¿Qué le pasa, soldado hijueputa?!, alegó caminando de acá para allá, de allá para acá, como gallina hambrienta. No me pasa nada, indiqué, di media vuelta y lo dejé con los ojos bailando en las órbitas. Lo escuché, mientas caminaba, dar la orden a los demás soldados para que fueran a rescatar la munición. Ninguno quiso, nadie movió un dedo en un golpe de solidaridad o, quizás, para aprovechar el desorden y dar un pasito hacia las praderas del libre albedrío, de la insubordinación. Se vio obligado, en consecuencia, a remangar el pantalón hasta la rodilla y bajar al riachuelo a buscarlos entre las piedras, los troncos caídos y el agua que se va dando tumbos contra los barrancos. ¡Esta me las paga!, gritaba desde el fondo de la cañada, con una ira descontrolada e impotente. Lo que no sabía esa madrugada es que mañana tendré un accidente en este mismo avir, que después de él me iré al fondo del fondo, que estaré a un pasito así de pequeño de irme al país de los acostados, quedando, de esa manera, su ira sin venganza y mi insubordinación sin castigo. ¿Cómo sé que sucederá? Hombre, porque estoy en el noventa y siete de cuerpo y alma pero mi cerebro está en el dos mil doce, frente a un computador, que es donde reescribiré este viaje. Pero no se distraigan que llegamos a la Calle cincuenta y acá este tipo da un golpe de timón que hace que el mundo gire y gire en una vorágine de casas, nubes, árboles, señoras persignándose y hombres echándole la madre al conductor quien, sea dicho de paso, les sacará el dedo del medio y les sugerirá, entre el estrépito de las llantas, que lo hundan en las partes blandas y ocultas de su anatomía. Por esta calle iremos hasta la Avenida Caracas y luego bajaremos por la treinta y nueve en busca de la sede política de Bedoya. Mañana, en ese lugar, esperaré que vengan a relevarnos de la guardia, llegarán con dos horas de tardanza, me sentaré en el chichón de una llanta, en el otro turupe se sentará Tiboche, a las dos cuadras Perico, el joven que viene manejando, se saltará la luz roja del semáforo, nos golpeará un Spring gris, el avir se volcará desafiando todas las leyes de la física, Vergara saltará a los tres microsegundos del impacto, Tiboche lo seguirá cuando el vehículo de otro giro en el aire, partiéndose la cabeza contra el poste de la esquina sur oriental, en el tercer giro todos estarán desperdigados por la Calle treinta y nueve, todos menos yo, que seguiré acá, aferrado a la vida que empezará a escaparse por las rendijas de los golpes, por las fisuras de la primera vértebra, por la hendidura del cerebro que sangrará copiosamente. El otro Jeep llegará dos minutos después, sus ocupantes verán a veinte soldados sanguinolentos y al Sargento Segundo Camargo emergiendo de la ventana del avir al que aún le girarán las ruedas. Los Pe emes, como nos dicen, bajarán asustados, intentarán auxiliarnos; uno de ellos, Camilo Pérez, me verá inerte sobre las estacas del avir, bajo los fusiles con las culatas rotas, me jalará de las manos por temor, razonará en medio del aturdimiento, a que el vehículo estalle como sucede en las películas norteamericanas. De las cuatro calles llegarán los gritos desgarrados y las sirenas; me subirán en la segunda ambulancia, Pérez me escoltará ya que, como ustedes saben, los protocolos de seguridad no se violan en ningún momento; subiré inconsciente, inflamado, morado, con la cabeza ensangrentada, él se sentará a la cabecera de la camilla, abriré los ojos para blanquearlos inmediatamente, los paramédicos se acercarán y gritarán, se va, se va, notificándole a Camilo que en ese instante voy rumbo a las catacumbas de la muerte… pero no hablemos de eso que me pongo nostálgico, melancólico; más bien póngase el casco que casi llegamos al lugar donde prestaremos guardia las próximas ocho horas. Láncese que tenemos que hacer el relevo en treinta segundos, sin darle tiempo al enemigo invisible que nos acecha, que aguarda emboscado en ventanas y andenes, esperando que les demos la espalda para despacharnos al otro lado de un disparo en la espalda…

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Trote de las horas (4)

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A la memoria de Nabyl

Vamos por los tejados, por las tapias de casas apiladas en esta noche fría, melancólica, que se perderá en las circunvalaciones de mi cerebro. Al frente, a dos pasos de mí, está Nabyl, Nabylón. Supongo que fue suya la idea de caminar de casa en casa, de cocina en cocina, en busca de trago y comida; a mí estas cosas no se me ocurren ni siquiera en el estado de embriaguez al que llegué después de algunas horas de brandy barato. Todo inició, para empezar por donde se debe, en el baby shower de la hija del Negro, con pasabocas, con sonrisas inocentes, con el dolor de ver a Carolina con Cristián, con algunos comentarios subidos de tono, con la partida de Cristian, con menos sonrisas, más dolor y más zozobra -tan huevón yo, en lugar de ponerme mejor-; luego alguien, algún ocioso con deseos de iniciar la jornada, puso sobre la mesa cinco mil pesos para invitarnos a acompañar al arrugado billete con otros billetes, quizás con monedas, para comprar aquel brandy o ron, no sé con certeza qué es aquel brebaje que se titula, como película o cuento, Jamaica; lo único que sé es que este pócima, este bebedizo malsano es el más barato del mercado, el más barato y el más dañino, el que está a un escalón del pegante bóxer, quiero decir que un peldaño abajo porque es peor que el pegamento que lleva a los indigentes a las campiñas del silencio, a los umbrales de la muerte; después se fueron los amigos del colegio, los de siempre, los de toda la vida, todos menos el Negro quien debía quedarse por tratarse del baby shower de Paula, su hija, tampoco se fue Nabyl quien, de repente, dijo que él también se quedaba y que a media noche nos íbamos, él y yo, para su casa (más tarde, una hora después de la desbandada, regresó Suarez porque no encontró transporte). El resto fueron seis o siete colectas, nuevas botellas de Jamaica, risas cada vez más atropelladas, conversaciones enturbiándose, enfangándose en las cunetas del enajenamiento, más cigarrillos y menos deseos de irnos para la casa de Nabylón. Así fueron pasando los segundos que se hicieron minutos y los minutos que se transformaron en horas hasta terminar caminando por estos tejados resbalosos, por estas cornisas sueltas, con Nabyl avanzando con una seguridad inusual, con un absoluto irrespeto por la muerte. Pensar, me diré en diciembre del dos mil once, cuando esté escribiendo esta historia, que a ese muchacho de veintiún años le quedaban menos de dos años de vida. Morirá en extrañas circunstancias, ¿de qué otra manera podía morir él? Saldrá de la casa hacia La Universidad de los Andes para pagar el semestre; allí, en efecto, llegará rayando las ocho de la mañana, pagará y se irá, según le informará por teléfono a su tío, hacia el trabajo. Esa llamada será lo último que se sabrá de él; luego se hundirá en las tinieblas de las especulaciones: algunos afirmarán que lo asesinaron los policías, otros que lo robaron, lo mataron y lo lanzaron al Lago, otros más que se suicidó. Yo creo, creeré siempre, que murió en su ley: borracho, llevado en las garras de sus viajes alucinantes, rasguñando las grietas de la felicidad, arañando los pies de la realidad; caminando a la bartola, a la buena de Dios, pasará frente al Parque de los Novios, con rumbo al azar o regresando de él; pensará, imagino, conjeturaré años después, que es buena idea darse un bañito en el Lago; saltará entonces la reja y en seguida, borracho, embrollado en las telarañas del aguardiente, se lanzará al Lago y quedará atascado en el fondo, con la cabeza hundida para siempre en el fango del Tiempo. Pero eso sucederá casi dos años después; por ahora entramos a la sexta casa, o quizás a la octava, no puedo saberlo porque estoy enlagunado, extraviado en las ciénagas de la inconsciencia, desde las diez de la noche. Carolina, tres o cuatro años después me dirá que caminamos por techos y cornisas, antes de esa confesión no lo sabré y, por tanto, no podré preguntarle a Nabylón qué sucedió, cómo hice para guardar el equilibrio en ese estado calamitoso de embriaguez, porque él, para ese tiempo, para el momento en el que me enteraré, estará en la otra orilla, al otro lado de la ventana, como dijo Suarez frente al ataúd en el que dormía eternamente. Por eso nunca sabré qué sucedió a pesar que estuve presente de cuerpo y alma. Lo curioso de todo esto, apreciadas lectoras y queridos lectores, es que a mediados del dos mil cinco emergerán, desde algún rincón de la memoria, el ruido de ollas, el sabor insípido de un arroz y las centellas brotando de la nevera abriéndose en la oscuridad; el resto morirá como lo hará Nabyl el trece de diciembre de dos mil dos. Viernes trece para dar razones a los agoreros de temerle a esa alianza de número y día de la semana. Nueve años después de ese día le escribiré a Nabyl, a Nabylón, un texto de homenaje. ¡Qué poco tendré para ofrecerle a su memoria! Lo honraría más emborrachándome, perdiéndome en la bebida, pero en ese momento cumpliré más de ocho años de abstinencia etílica, más de ocho años de convulsionar violentamente, justamente por los excesos de alcohol, de cigarrillo, de trasnocho, de jarana. El hambre se ha ido y tenemos media botella de aguardiente en la pretina del pantalón. Es hora de regresar a la casa de Carolina a seguir embruteciéndonos con trago y conversaciones largas e inoficiosas. Sale Nabyl por la ventana mostrándome los lugares en los que debo pisar para no caer al vacío y partirme los huesos o quizás lo hace para que no lo aventaje en el viaje hacia los barrancos de la muerte…

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Trote de las horas (3)

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Dedicado a Jenny Bastidas

-me hablas así porque estás con una vieja, afirmó la esposa con la voz sólida, sin una grieta por las que pudiera asomar la duda. ¡Qué mujeres ni que ocho cuartos! ¿Cuál mujer se le mide a un hombre que se la pasa horas y horas sentado frente a un computador? Además a este señor, es decir, a este personaje, poco le importa los bienes materiales y las amantes exigen gruesas cantidades de dinero cuando se trata de cortejos. ¿O cómo hacen para ir a restaurantes, bares, heladerías y moteles? Haber, ¿cómo hacen? Pues con los cochinos billetes. Él, además, es poco atractivo a la riqueza. Por eso cuando le llegan algunas ganancias las malgasta en alguna pendejada, aunque sea en las diez cajas de grapas que compró la semana pasada. Así anda el dinero por un lado y él por el otro, sin molestarse, sin estorbarse mutuamente, sin siquiera verse la cara en este callejón oscuro y estrecho que llamamos Vida. Por eso nos preocupa esa afirmación temeraria en tanto vamos por la Avenida Suba en Transmilenio, con la cabeza enredándose y desenredándose en los hilos del pasado y con los ojos aferrándose a las nalgas de muchachas que corren con las manos en la cabeza para defender el cabello del aguacero que se desbarrancó con ínfulas de tragedia.

-me hablas así porque estás con una vieja, repite la voz desde algún filo de su cerebro. Continua el viaje en el Bus Articulado que empieza a atiborrarse de mujeres de mirada marchita, de hombres de silencios que se aferran a sus manos temblorosas, de niños de infancia melancólica como fue la del personaje, como fue la mía puesto que él y yo somos, salvo por algunas vivencias y por algunas palabras que sobran en los arqueos de esperanzas y desesperanzas, en los cálculos de aciertos y errores, la misma persona, el mismo personaje. De alguna esquina del pasado emerge Jenny Bastidas, Marcela, como le dice ahora porque los años, la Vida quizás, la han transformado en otra mujer, en otro ser humano. Ella ahora le dice Diego a pesar que siempre le decía Motas gracias a un pelamen ingobernable que desafiaba tijeras y máquinas eléctricas; pero hoy él es Diego y ella es Marcela, otro hombre y otra mujer que guardan semejanzas con los niños, porque eso eran cuando se conocieron, que convergieron al mismo colegio, al mismo salón, a los mismos profesores y a las mismas horas muertas en las que se suponen aprendieron química, trigonometría, cálculo, pero que a decir verdad, acá entre nosotros, de aquello fue poco lo que les quedó. Dicen que Jenny se fue a Ámsterdam y que allí vivió varios años y regresó transformada en la Marcela que él desconoce, de quien recuerda la sensualidad montaraz que la acompañó cuando tenía catorce, quince, dieciséis años. De ello, de la sensualidad, son testigos los amigos de siempre, los de toda la vida, los que la desearon sin musitar palabra por el justificado temor de ser objeto de burlas. Después de eso nada sabemos, nada podemos decir sin caer en especulaciones, en murmuraciones, en comadreos inciertos. Lo único que sé es que este texto va dedicado a ella y que empieza a perderse, a desbordarse por todos los canales de la memoria y de la razón, a extraviarse en los parajes por los que la terca escritura los lleva. ¡Ay Jenny; tú esperabas que este fuera un pasaje hermoso sin saber que las testarudas palabras jalan para la oscuridad del pasado, para el barranco de donde extraen recuerdos ensangrentados, lívidos, descompuestos de tantos años y tanto polvo que les han caído encima, para levantarlos, obligarlos a enderezarse y referir los eventos que los lanzaron a ese lodazal! La imagino a ella, a Marcela, con los ojos sobre este texto esperando una frase sublime, un verso luminoso, desilusionándose, después de algunos segundos de lectura, al encontrar esta disertación que no va para ninguna parte, que no posee ningún atributo cercano o siquiera parecido a la belleza, dándose golpes contra estas frases agotadas, estériles, baldías como los pastizales que rodeaban el colegio y en cuyos vértices nos emborrachábamos los estudiantes de todos los grados, de todas las latitudes, de todos los estratos, potrero donde aprendíamos a ser bandidos, vagos, borrachos, porque eso sí aprendíamos en aquellos días. Pero dejemos eso para otro momento puesto que a lo lejos se vislumbra el Portal de Suba naufragando en esta tormenta rencorosa que no quiere suspender su embate.

-me hablas así porque estás con una vieja, reincide su esposa (¿mi esposa?) bajo la tempestad rabiosa. Suelta una carcajada vibrante que obliga a la señora que está a su lado a cambiar de silla entre persignaciones y padrenuestros. ¡Qué viejas ni qué ocho cuartos! Le habló así porque estaba de malgenio, porque tenía hambre, cansancio, dolor de cabeza, dolor de muela, sueño, malparidez cósmica, por cualquier cosa menos porque estaba con una mujer. El hambre, el frío y el cansancio empiezan a agriarle el ánimo, a despeñarlo por las laderas del mal humor. Camina hacia los alimentadores por un túnel que se parece a la Vida, al Destino, a sí mismo, de tal manera que empieza a naufragar en la melancolía. Aparece nuevamente Jenny con su cara adolescente, con su falda a cuadros. Emergen de algún rincón otros compañeros de colegio: Cristina, Rocío, Dolly, Ortiz, Patiño, Diego Navarrete, Suarez, Nabyl, El Negro, Walther, Larry, Mora, Sylva, Sandra Galeano, Fula, David Vargas y decenas de alumnos a quienes ve con el suéter azul claro, con el jean o la falda a cuadros y entre ellos está él, con sus motas, con su irreverencia que han agotando los años, que ha derivado en una indiferencia catatónica y con su barba que contrasta con la edad de sus compañeros. Se acerca para contemplarse mejor; se asombra de verse tan flaco, tan amarillo, tan ojeroso, con los ojos rojos de tanto trasnochar, de tanto beber aguardiente en cantinas de mala muerte, en pastizales, de tanto fumar hierba, de tanto pesimismo traicionero. ¡Qué muchacho tan desalineado! ¡Si fuera alumno mío no lo pasaba por nada del mundo!, afirma entre el estupor de los pasajeros que lo observan, me observan, hablando solo y con la mirada perdida en el horizonte. Este señor, apreciados lectores, que ustedes contemplan en medio del soliloquio, viendo jóvenes que hace años dejaron de existir, es Profesor de Matemáticas y Director de Curso, en mayúsculas para conferirle responsabilidades que no tendría, o al menos eso creen las directivas del Colegio, si se escribiera en minúscula. ¡Si supieran sus alumnos quién fue en la adolescencia no lo respetarían para nada!… o lo respetarían menos, puesto que no es secreto para nadie que aquello que llaman respeto, aquella cortesía de antaño, murió mucho antes que lo hicieran los adolescentes que se retiran bajo las blondas del aguacero. Levanta la mano para despedirse de ellos y del pasado que retorna todos los días a las dos de la tarde. A lo lejos, bajo los crespones de la tormenta, se ve el Alimentador que lo llevará al lugar de la cita. Se acerca el bus lanzando agua a los cuatro vientos y se detiene entre el bramido del freno de aire a cinco metros del lugar donde está de pie con la mirada enredada en los confines del pasado. Todos se alejan de él, ¿de mí?, da igual, por temor, quizás, a que les contagie la demencia. Se sube tranquilo, con los ojos apagados y la sonrisa ladeada que lo acompaña cuando reviven sus compañeros de colegio…

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Trote de las horas (2)

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Dedicado a Carolina Rodríguez

Algunos amaneceres el tiempo le cae como un aguacero de noviembre: deshojando arbustos, atiborrando las calles con agua arremolinándose, llevándose hojas, hormigas despanzurradas, pájaros con el pico amoratado, tronando, asustando, amenazando con su furia de vientos descontrolados, golpeando tejas y ventanas descuidadamente abiertas. Así, digo, aterriza el tiempo en las mañanas en las que le duele levantarse, en las que le aflige ser profesor, hijo, esposo o hermano, en la que no hay manera de sonreír porque le esperan compromisos, buses atorados en el tráfico y salones atestados de estudiantes. Se levanta, pone la radio a todo volumen para cantar bajo la regadera, pero suena el teléfono o alguien golpea en la puerta del baño porque es tarde. A los diez segundos la música empieza a deteriorarse, a hacerse molesta, fatigosa, gracias a que la cabeza se enreda en los filos de las horas que vendrán. Pero el tiempo, es decir, el aguacero sigue resonando en alguna parte de las células que dejan de reproducirse, que empiezan a extenuarse como la música que lo acompañaba en la ducha, en las manos que abandonarán la quietud para empezar a temblar, a llenarse de lunares, de chichones en los dedos, en el corazón en quien habitan todas las formas de amar a sus semejantes, a sus hijas, a sus papás, a su hermana o a la hermana del vecino. Siempre hay alguien para amar y para olvidar, así es este aguacero que arrastra con recuerdos y olvidos sin discriminar: los golpea y se los lleva, en el riachuelo que se forma a sus pies, hacia alcantarillas, hacia canales que mueren en los caños donde navegan perros con gallinazos sobre sus espaldas. Sale del baño perfumado por la melancolía que siempre lo acompaña, la que lo define en reuniones y fiestas, en eventos y congresos, la que habla de él más que los títulos universitarios, más que las universidades en las que trabajó, en las que trabaja y en las que trabajará, mejor que la casa a doscientas cuarenta cuotas que nunca terminará de pagar. Se sienta en la cama con deseo de hundirse en el sueño pero debe fingir responsabilidad: organizar hora a hora, minuto a minuto, los compromisos: los alumnos que no entregaron el trabajo de Ecuaciones Diferenciales y a quienes les dará la oportunidad de presentarlo mañana, la socialización de los trabajos de grado, el horario de atención en el que leerá el último capítulo de la novela de Vallejo que le avergüenza devorar en público. Y así se le va el presente en nombre del futuro, en nombre de la esperanza, en nombre de lo que podrá llegar intrincado en los exámenes, en las anotaciones, en los días en los que prefiere quedarse leyendo en la cama en lugar de ir a la universidad a hablar de Cálculo Vectorial, Álgebra Lineal y de Probabilidad. Sigue adelante este aguacero que desbarranca la juventud, que derriba un árbol que cae sobre un recuerdo estacionado a la sombra del silencio. Contempla, poco después, al infinito con un calcetín puesto a mitad, con el otro torcido, con el jarrete sobre el tobillo, con los pantaloncillos húmedos por el agua que desciende de la espalda, con la cabeza puesta en la profesora de la Facultad de Humanidades de quién sólo conoce su caminar pausado y sus nalgas que suben y bajan mesuradamente, sin angustias, sin saber, sin sospechar siquiera, que nueve líneas más abajo, vendrá su esposa con deseos de despeñarse en un polvo mañanero que le espante, o al menos eso quiere creer, el acaloramiento que la tiene al borde de la infidelidad. Eso último él nunca lo sabrá porque este aguacero la llevará a ella, a su compañera, en sus confusas aguas, hacia las cañerías de la muerte. Pero no nos desviemos, continuemos con nuestro personaje quien empieza a echarse crema en la frente y a empacar los libros en el maletín de cuero que le regaló un amigo. Cierra la cremallera haciéndola gruñir con aquella sonoridad que tanto le gusta. Levanta la cabeza y ve a su mujer con una mirada turbia, ambigua, con centelleos perdidos entre los truenos de este aguacero que cede en su turbulento afán de consumirlo todo y de consumirse él en su pretensión de vorágine. La toalla cae dejando libres las curvas que persisten en su empeño de seducir, en su afán de abrir apetitos, de encender la sangre de las regiones meridionales; la pátina de su pubis le genera una erección vigorosa que lo invita a lanzar la maleta al tiempo que se desanuda la corbata y se desabotona la camisa planchada por la muchacha que canta en el primer piso, entre el algarabía de platos y ollas que se golpean entre sí. La lluvia cesa en su delirio, los riachuelos empiezan a decaer hasta hacerse delgado hilos de agua por el que navega una hojas rojiza, las hormigas vuelven a poblar el pavimento con su afanoso paso y de alguna rama emerge el gorjeo de un gorrión que serpentea bajo los escombros de esta catástrofe de horas que algunos hombres llaman Tiempo, otros Destino y el resto le dice, sin detenerse en honduras filosóficas, o quizás por ello mismo, Vida…

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Existencia

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Mi vida parece un camino caprichoso, testarudo, atestado de abismos por los que desciende presuroso, con velocidad de derrumbe, de picos por los que trepa lento, negligente, hasta perderse en los algodones de las nubes, de curvas por las que hace chillar las llantas de los minutos que transitan por su asfalto pedregoso, de baches por los que salen volando las responsabilidades como si fueran cometas descarriadas, de hondonadas que se encharcan de recuerdos, de encrucijadas por las que tuerce su rumbo por años hasta que sale algunos metros más delante de donde se había extraviado. Digo que parece porque si usted la mira detenidamente quitándole los chichones y los barrancos, despojándola de las curvas asesinas, y no digo que se las suprima como se elimina un trazo con un borrador sino eludiendo sus insinuaciones, sus alardes de desviación, se dará cuenta que no es otra cosa que un camino recto, sin una sola ondulación, sin una intersección en la que se tenga posibilidad de elegir. Recto como dicen que son las carreteras que llevan al infierno, rectico, como diría mi mamá con esa capacidad tan suya de abreviar lo que no tiene extensión, de contraer los significados hasta hacerlos inofensivos, horizontal como el empalme del mar y el atardecer, así es mi vida… y la suya, paciente lectora y atento lector, o paciente lector y atenta lectora, puesto que estoy seguro que usted está entre quienes piensan que las pérdidas son un retroceso, o que los problemas son una desviación del camino, pero no es así, no es que se haya ido para otro lado, que se haya estancado en el mismo punto o haya dado media vuelta y regresado por donde vino; no, usted siguió avanzando sólo que el paisaje es similar, casi igual, al del mes o semana anterior, pero está en otro lado, más adelante del anterior, adelantico diría de nuevo mi mamá, pero sigue, continua en esta línea que une el nacimiento con la muerte sin manera de arquearlo, de frenarlo, sin forma de retraerse de sus afanes. Así vamos por la vida, o la vida va por nosotros: tiesa como un riel, inconmovible en su trote de mula resabiada, dirigiéndonos hacia las manos que nos cerrarán los ojos, hacia las piernas por las que perderemos la razón y de quienes nos esconderemos en Estados Unidos o Canadá, hacia los hijos que nos esperan en una villa de pescadores, hacia este texto que la empujará hacia mí o que lo incitará a enviarle el link a la muchacha que será, con el paso de los días, su esposa…

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Trote de las horas (1)

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Dedicado a Diego Navarrete en su cumpleaños treinta y tres

Vamos en medio de la carretera que separa, o mejor, que une a Villa de Leyva con Arcabuco, es de noche, cerca de las ocho, es siete de diciembre de mil novecientos ochenta y siete, Día de la Velitas, en mayúsculas, como todas las festividades en esta nación de conmemoraciones. Las montañas se iluminan por bombillitos pequeños que en realidad son montones de helechos, de hierba seca, de leña quemándose para saludar a la Virgen que pasará levitando encima de las volutas de humo. El año anterior, recuerdo mientras avanzamos en esta oscuridad tan impenetrable, tan densa que hay que separarla con las manos, ayudaba a mi abuelo a reunir helechos, chamizos, troncos grandes y pequeños que se fueron amontonando, que fueron creciendo, avanzando en su afán de remontar las alturas de las que bajaron para transformarse en este cúmulo de materia inerte; después, cuando la tumulto superaba los dos metros, cuando la noche se hizo espesa, mi abuelo prendió un trapo viejo y lo lanzó al montón que se encendió inmediatamente con una furia descomunal, gemían los troncos en su última agonía, la llama crecía y crecía y crecía y crecía en busca del tapete de estrellas que titilaban indiferentes a nuestros destinos, a nuestras desventuras. Yo no sabía si gritar o llorar de la impresión que me causaba esa enorme bola de fuego que expelía un calor capaz de deshacernos con la misma eficiencia con la que la lupa derrite soldaditos de plástico. Entre más crecía más nos alejábamos por la impertinencia de las llamas, “así es el infierno”, afirmaba Cleotilde, la compañera de mi abuelo, la moza, como le decía mi mamá con un odio visceral, “por eso hay que leer las Sagradas Escrituras”, concluía con la mirada extraviada, con la voz perdiéndose en los meandros de la demencia que se la llevaba de año en año por caminos de herradura, por calles empedradas, a gritar incoherencias, a vociferar con la boca llena de espumarajos, con una biblia maltrecha que años después yo le robaría, hasta que los hijos la traían a Bogotá y le daban kilos de Carbamazepina (la misma que consumo pero por razones distintas) hasta hacerla regresar a los esquivos cauces de la razón. Vamos llegando al Alto de Cane, la quebrada suena al fondo, entre las tinieblas, yéndose, huyendo de la vida que vibra en las gargantas de las ranas. Por acá pasaré ocho años después en el techo del bus de Calambres con seis amigos, los del colegio, los de toda la vida, los imprescindibles, los que siempre estarán para recordar o para hablar o para vivir. Íbamos, decía, embruteciéndonos con Ron Tres Esquinas, con Peches, con el viento, con el sol, con el paisaje y con la juventud que parecía eterna y que veinticuatro años después de esta noche de luna nueva, de evocaciones, de recuerdos y premoniciones, se deshilachará en las agujas de todos los relojes que le saldrán al paso, en los amores no correspondidos, en las encrucijadas, en todo quedarán aferradas las hebras de esa juventud que nos subirá a esa bus olvidado de la mano de Dios. Luego tomamos, tomaremos, porque será ocho años después de este viaje que empieza a hacerse largo, diez galones de chicha, 37,85 litros, 37850 centímetros cúbicos de bebida espirituosa, ancestral como la tierra a la que la regresaremos entre arcadas, entre la mirada asombrada de Cleotilde y las carcajadas de Javier. El que mejor estará será Diego Navarrete, a quien va dedicado este escrito, de quien quería hablar, pero la escritura es caprichosa, resabiada como una mula: por más que uno le jale las riendas se va por esos andurriales espinosos, escabrosos, peñas por las que uno se puede ir de cara contra el mundo para levantarse sin dientes, sin un ojo, manco como aseguran que era Cervantes. Diego Navarrete, decía, estará más lúcido, pondrá orden en ese naufragio de murmuraciones, de exclamaciones que pedirán la atención de los demás, de carreras vacilantes para vomitar afuera, al lado del cerezo, bajo los andenes de la Vía Láctea. ¡Tanta lucidez en este laberinto de existencias descarriadas! Tomaremos caldo mientras los otros dormirán los excesos etílicos, redondearemos las pocas ideas que no se fueron por las cañerías de la noche. Después todo lo consumirá el olvido, la negligencia de esta cabeza que recuerda lo que quiere, lo que le viene en gana, de esta cabeza que mastica y bota, que chupa la savia de algunos instantes y bota el resto del día, con todos sus filos, con todo y los millones de palabras que entraron y salieron de ella. Entre charla y charla vamos llegando a la Tienda de Joaquín, la misma que me verá borracho cientos de veces, en la que correré para no morir asesinado por las balas de Jacinto Espitia, un veterano de alguna de esas guerras que le nacen al planeta como verrugas en su lomo, que me verá agonizar de amor por una muchacha que no me dará ni la hora, que me verá comprar una canasta de cerveza para mis amigos del colegio con plata ajena, con dinero hurtado. Es hora de bajarnos de este sonajero de ventanas y puertas desajustadas, contemplo las bombillas que empiezan a extinguirse en las montañas que sobrevivirán al holocausto nuclear al tiempo que llega a mi oído los sonidos lentos, uniformes, que conducen a Joaquín entre las breñas de su ceguera. Tomemos este sendero irregular que nos llevará a la casa en la que mi abuelo duerme su borrachera diaria, su eterna fuga de este vida que lo devorará dieciseises años después, como me devorará a mí, como los devorará a ustedes, pacientes lectores.

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