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Final, Final… no va más…

Este es el final de una etapa que duró muchísimo más de lo que imaginé aquella noche que inicié la aventura de escribir en un blog. De los mil visitantes que suponía que llegarían a curiosear por estos predios, llegué a poco menos de 255.000 visitas en los 65 meses en los que estuve aferrado a esta bitácora. De igual manera, de los 10 post que creí que publicaría antes de desfallecer en mi intento de ser bloguero, llegue a 521 (incluyendo el actual), siendo esta cifra el acervo total de este sitio. Vale decir que una parte de este patrimonio fue quien nutrió la antología publicada en Tampa, Florida, gracias a la amable invitación hecha por el Dr Oxel Portilla, Editor de Portilla Foundation (y que aprovecho para invitarlos una vez más a comprarla en Amazon).

Como ven son miles las razones por las que me siento agradecido con este lugar que a riesgo de sonar cursi, fue el hogar de mis desvelos, voz cuando no quise o no pude hablar, manos cuando necesité acariciar a través de la distancia, sonrisa y coqueteo con ese destino que muchas veces fue esquivo.

A partir de ahora iniciaré una nueva etapa en mi vida de bloguero y escritor en ciernes ya que desde ahora estaré publicando en Tejiendo Naufragios, blog que pertenecerá a la comunidad de El Espectador. Allá continuaré con el ejercicio narrativo y reflexivo que llevaba en este lugar, con los mismos objetivos azarosos y con el mismo amor con el que trabajé en cada texto que subí a Con Vocación de Espina. Por ello están cordialmente invitados para que me visiten allá, comenten las entradas y se nutran de la diversidad de enfoques y temas de la comunidad.

No puedo irme sin antes agradecer su sincera y grata compañía, los comentarios que dejaron diseminados a lo largo y ancho de la bitácora, los correos y palabras emocionadas que siempre me dieron razones para creer en el poder de la palabra.

Como siempre les envío un abrazo desde la fría Bogotá y reitero la invitación para que visiten Tejiendo Naufragios, su nueva casa.

¡Gracias por su paciencia!

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Despedida (4)

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Te escribía de todas las formas posibles, exponía todo lo que se puede exponer en estos casos, te dejaba largas retahílas en el correo, en algunas ocasiones contemplaba la posibilidad de dejarlo en el muro de facebook y etiquetarte para que todos entendieran lo que tú y yo sabíamos. En lugar de hacerlo, redactaba otro mensaje más rabioso que el anterior con el único fin de ocultar la pataleta que nacía de la indiferencia que te producen mis palabras…

A pesar de tantas idas y venidas por la amargura y el olvido, hoy 3 de julio de 2013, a la 7:35 de la mañana, después de varios días en los que tu nombre no dolía como una herida abierta, te volví a recordar sin saber por qué. Sin embargo esta vez no te reclamé ni recurrí a Silvio; sólo me restringí a escribir esto y dejarlo en el blog para que sepas, si acaso algún día cruzas por estos parajes, que alguna vez te quise y que ese querer, que era sincero y largo como el rayo de luz que entra por las rendijas de un cuarto desamparado, empieza a abandonarme lenta pero irremediablemente…

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Si lo que siento por ti…

mujer6(Fuente de la Imagen)

Si lo que siento por ti fuera visible o al menos tangible como las ramas o las piedras, lo sacaría del fondo del estómago que es el lugar que me duele cuando pronuncio tu nombre, o de la mitad del pecho que es donde se ponen arenosos los pocos recuerdos que tenemos en común. No importaría que quedaran cicatrices que atravesaran la mitad de mi cuerpo, al fin de cuentas han quedado en mi alma tantas marcas de tu paso por mi vida que no haría la diferencia agregar una más.

Pero esto que siento por ti no es tangible ni visible. Por ello envío emisarios que señalan congojas que llegan a veinte kilómetros de mi abatimiento. Algunas veces los oyes, otras tantas los dejas apagados en tu correo esperando señalar con sus guitarras a punto de pulsarse y sus voces de ruiseñores, aquello que vive oculto en los recodos de mi paciencia.

En otras ocasiones intento rasguñar las palabras con la ilusión de sacarle chispas. Pero cuando escribo Sonrisa esta no es profunda ni tiene la capacidad de convocar todas las esperanzas. Sólo es una mancha que se esconde en los renglones, que huye entre las arrugas de mis intenciones. Si escribo Destino este no suena a fuerza sino a algo que es incapaz de unir aquellos ojos en los que caben todas las brisas y todas las golondrinas con estas manos que trazan triángulos en la piel del pizarrón. Y así con todas las palabras que se van amontonando unas sobre otras hasta ser una montaña de escombros que no sirven para nada. Por ello renuncio a seguir escribiendo y me entrego a la certeza que cada golpe del segundero es otro instante en el que estás a millones de kilómetros de mí, justo al otro lado de esta eternidad que no atravieso por temor a que me digas, “sabes que lo nuestro no puede ser”…

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Llueve…

lluvia1(Fuente de la Imagen)

Dedicado a Adriana Hernández

Llueve sobre este texto sin importar que algunos silencios corren para escamparse bajo la t mayúscula al tiempo que los demás deciden irse por los renglones silbando bajito y con las manos en los bolsillos. Llueve sobre la nostalgia que gobierna las hojas que se precipitan por las alcantarillas. Llueve sobre esas cosas vagas que no se detienen en la memoria, que atraviesan sin mirar atrás, que se van sin dejar huella. Llueve sobre las peladuras de la eternidad que tienen la suerte de dominar el idioma de la poesía. Llueve sobre el futuro que no sabemos si existe o se construye, sobre el presente que es el único bien que nos pertenece verídicamente, sobre el amor que se embosca en las sonrisas que siembran incertidumbre. Llueve y llueve y llueve y sigue lloviendo mientras el viento levanta bolsas abatidas para llevárselas enredadas en sus alambres, mientras la vida se refugia en esta noche que se desploma con todas sus amarguras, mientras me pregunto qué estarás haciendo en la otra orilla de este mar oscuro y denso en el que naufragamos de tanto en tanto…

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Quisiera creer…

cerca...(Fuente de la Imagen)

Quisiera creer que existe un camino por el que se llega a tu corazón. Quisiera creer que es mi derecho, ¡qué digo derecho!, que es mi obligación hallarlo, quitarle los tablones, cortar los alambres de púas, segar las ramas y apartar las rocas que cubren su entrada. Acaso cuando termine la tarea sepas más de mí, me veas despojado de las ecuaciones y los triángulos que esconden mi alma, de las edades y los kilómetros que me hacen más lejano, menos factible. Tal vez, me digo en medio de la esperanza, el día que llegue hasta ti podamos tomarnos una cerveza, hablar un poco y, quién sabe, darnos un beso al amparo de las tinieblas. Quisiera creer, de hecho, que cada día me acerco a la entrada que está escondida en algún recodo de ese silencio al que me has condenado por meses…

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Acechanza

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Dedicado a Marjorie Carbonó 

Camacho dice que vendrás una noche. Pero han pasado tantas noches, tantos días y tantas esperanzas que estoy convencido que no vendrás una noche sino que quizás llegues con el silencio de las dos de la tarde, con el tinto con el que espanto la nostalgia, con la brisa que despeina las cuerdas de la luz. O Tal vez te traigan un taxi o una duda (disculpe señor, ¿esta es la diagonal ochenta y uno hache? No señora, esta es la calle melancolía de la que habla Sabina). Acaso traerás certezas que se irán desmigajando hasta ser una melcocha de convicciones que no servirán para nada y un abrigo del color de la tristeza que dejarás colgado en armario hasta que haga parte de las sombras que nacen cuando corro la puerta. Ese día empezaré a ser semilla, cicatriz, historias que nadie lee, silencios a cuatro bandas, caminatas hasta la Calle Sesenta y Ocho, manos en los bolsillos, parciales aplazados, grados que no llegan. Puede que también sea, aunque esto no lo puedo asegurar, la esquina de una alegría, una llamada a media noche, un consuelo a doce cuotas, una despedida protocolaria. El caso es que la certeza de Camacho, la línea delgada que se aferra al fondo del pocillo y la marca oscura del cigarrillo hablan de tu llegada que al parecer sucedió cuatro años atrás, cuando inauguraste mi alegría con una sonrisa saturada de interrogantes…

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Profecía

cabaña1(Fuente de la Imagen)

Dicen quienes conocieron a Diego Niño que su vida era como sus actos: terca y caprichosa. Terco, terco, ¡qué hombre tan terco!, revela una anciana de ojos negros. Y es que dicen que eras terco Diego Niño. Terco y dulce. Escribía, borraba, volvía a escribir y volvía a hablar con su sonrisa irrevocable; su dulzura nos alcanzaba para ayudarnos a entender ecuaciones, triángulos rectángulos, líneas paralelas y todas esas cosas que no sirven para nada, señala otra mujer entrada en años y melancolías. Todas tus alumnas son octogenarias, algunas incluso esperan desde la otra orilla de la eternidad. Terco, dulce y coqueto, eso dicen que eras Diego Niño. Yo era un adolescente cuando venía a hablar con mi hermana; parecía que traía deseos torcidos, ya sabe, de los que tenemos los hombres enredados en el cuerpo, apunta un señor de sesenta años que sobresale por su vitalidad. Es que él era un coqueto sin remedio; a mí me dijo de todo, me escribió por meses sin éxito porque yo siempre supe darme mi lugar, interpela una anciana de ojos verdes. Dicen que luego te fuiste a aquella cabaña perdida en las montañas. El silencio ahogó tus palabras, dejaste de bañarte y la barba te creció sin tregua. Parecía una fiera salvaje, dice una señora que se persigna cada vez que te nombran. Decían que tenía el diablo metido en el cuerpo, interrumpe otra. Quizás no fue el diablo quien te llevó a esos parajes sino la poesía que te mostró el frágil y trasparente camino de la felicidad…

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Tercera variación del Claro de Luna de Beethoven

claro de luna2(Stanisław Masłowski)

Quizás inició la primera semana de clases, en el instante que cruzaron sus miradas entre la algarabía de la novedad. Tal vez empezó a mitad de semestre, cuando a ella no le parecía extraño que una profesora hablara con un alumno al filo de todas las tardes. O posiblemente inicio meses después de terminar el semestre, en el momento en el que él no es más que un jovencito que se hunde en el tropel de personas que cruzan su existencia como relámpagos extraviados en el horizonte.

El caso es que se encuentran en una cafetería, bajo la tutela de charlas y angustias. Él le ofrece la silla y el espacio libre que queda en la mesa; ella acepta con una sonrisa cargada de interrogantes. Luego brota una conversación que se va desembarazando lentamente de los lugares comunes hasta arribar a una charla francamente coqueta que la pone nerviosa y lo pone eufórico, lo que no es asombroso dado que ella es una mujer de treinta y un años, con doctorado a la espalda, en tanto que él es un muchacho de diecisiete años con las hormonas bullendo en las regiones bajas. Las manos quieren tocarse, las piernas se rozan desprevenidamente, él intenta mirar entre la grietas de la blusa, ella le mira los labios, intentando cada cual hallar lo que buscan sus instintos. Ella piensa que es mala idea, pero le encanta que él la desee con esa energía que la tiene al borde de la silla. Los dedos de ella rozan el dorso de su mano en un movimiento lo suficientemente cálido y preciso para que los dos sepan que acaban de cruzar aquel límite que imponen las diferencias de edades y circunstancias (aquella sombra que segrega lo razonable de aquella locura que desbarranca matrimonios y derriba empleos). Ella, para ser justos con los eventos, perdió la cabeza dos tintos atrás gracias a que él supo encaminarla, entre sonrisas y coqueteos, por las fértiles praderas de la lujuria. El hecho es que todo irá cuesta abajo: una invitación a tomar cerveza, que no será cerveza puesto que ella ya no está para esas cosas, sino tequila en un bar en una callejuela escondida, con ingreso mostrando contraseña falsa, que es lo que se usa a su edad. Luego, porque siempre hay un después, terminarán en uno de los moteles que escoltan los bares. Un polvo apresurado, con más ardor qué técnica, con más violencia que ternura, vestirse precipitadamente y salir hacia la casa para hundirse en la regadera llorando. Mañana arribarán las dudas con la misma contundencia con la que llega la luz al fondo del ojo. También llegará la alegría, luego la culpa y finalmente el dolor. Todo en una simétrica sucesión de estados emocionales que se irán desvaneciendo hasta que el olvido erosione nuevamente las barreras de tal manera que acceda nuevamente cuando llegue otro alumno (quizás menor, quizás mayor) que le recuerde que aún es bella, que aún es posible tener aventuras entre las deudas que crecen con una velocidad alucinante y el encierro en el que la confinó su tonto deseo de ser exitosa…

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Segunda variación del Claro de Luna de Beethoven

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A Diana Valero, en su decimoséptimo cumpleaños. 

La noche anterior al inicio de clases, llovió sin clemencia y después, cuando la luz se abrió espacio entre la densa cortina de agua, el chaparrón derivó en una llovizna que saturaba la mañana con su escarcha de tristeza. Este tufillo generó una suerte de éxtasis místico que me impulsó a caminar al amparo de la ráfaga de viento sin prestar atención al hecho de llegaría empapado a la primera clase. En efecto llegué escurriendo agua y con una sonrisa que desentonaba con el mal humor de los alumnos. Entre ellos, al final de la primera fila de la derecha, vi una sonrisa que iluminaba el salón y uno que otro renglón de mi vida. La dueña era una muchacha de diecisiete años, delgada, largo cuello, piel blanca, ojos cafés y unos lentes azules que se ajustaban tan bien al conjunto de su cara y cuerpo, que daba la impresión que había nacido con ellos. Sonreí para corresponder su bienvenida. Ella contestó como lo hacen las mujeres que sienten curiosidad: con una mirada prevenida que anuncia que están midiendo todos los movimientos para determinar si es peligroso y, de ser así, establecer qué clase de riesgos acarrea su presencia. Incliné la cabeza para que se enterara que desde ese momento tenía todo mi respeto y toda mi admiración como docente y como hombre. Di media vuelta e inicié la clase entre el rumor de los estudiantes.

-Espero sepan disculpar mi olvido, dije al final de la clase. Mi nombre es Diego Niño y, como bien saben, les enseñaré geometría. Venía con la intención de presentarme, pero me encandiló una sonrisa que venía en contravía. Todos me miraron como lo hacen todos los seres humanos que acaban de conocerme: con la indulgencia que se prodiga a quien ha caído en las manos de la demencia.

Ella no asistió lunes de la siguiente semana. Eso me generó un contrariedad tan grande que no tuve ánimo de dictar la última clase. En lugar de hacerlo, fui al Café Republicano a tomarme un pocillo de valeriana. Al tercer sorbo de la infusión entró por la puerta sur. Tenía un pantalón blanco, una blusa de flores y un maletín terciado sobre el hombro derecho. Quiso disimular la sorpresa que le produjo verme sentado en ese lugar. Incliné la cabeza y ella respondió con una sonrisa que no se decidía a levar anclas. Se sentó en la mesa que estaba al lado de la puerta, abrió el computador que extrajo de la mochila, pidió un tinto y se internó en los recodos de la red. Yo entretanto hundía los ojos en la novela de Mengestu. A los veinte minutos emergí de la lectura para pedir un tinto y el periódico del día. Miré hacia la puerta y allí seguía ella con los ojos enterrados en el computador y la cabeza puesta en quien no llegaba. Imaginé que sería un muchacho de su edad el que la invitó a tomar café. Incluso desestimé la intensión que lo llevó a invitarla porque, como todos sabemos, los hombres siempre tenemos segundas intenciones… y las mujeres también: ella aceptó con una intención diferente a introducir cafeína en su torrente sanguíneo. Si ese hubiese sido el propósito, mejor lo hacía en la comodidad de la casa. Alzó la mirada del computador y me regaló una sonrisa, que a pesar de ser una de las mejores de su heredad, no podía ocultar la decepción. Me levanté y fui hacia su mesa.

-Quizás sea más amable la soledad si esta se transita acompañada, afirmé con voz de catedrático.

-Disculpe profesor, pero me parece que es contradictorio lo que acaba de decir.

-Lo sería si existiera aquella Soledad en mayúsculas que nos enseñaron a temer como si fuera una enfermedad. Pero la verdad es que hay cientos de soledades, unas muy concurridas y otras bastante despobladas.

-Siéntese, por favor, contestó después de un silencio que empezaba a antojarse de eternidad. Esperaba que me diera la razón, pero eso no sucedería porque el amor, como bien sabemos, es el imperio del forcejeo.

Quizás trascurrieron dos horas antes que decidiéramos dar una vuelta por Tunja, aquella ciudad que debe conocerse a la misma velocidad con la que deambulamos a través de los recuerdos que nos encrespan el alma.

No podría evitar contemplar el perfil de aquella muchacha que se entregaba a largas conversaciones y quien luego caía en un silencio impenetrable…

Te llamarás silencio en adelante.
Y el sitio que ocupabas en el aire
se llamará melancolía.

Recité los versos que había aprendido con el propósito de llamar la atención de muchachas de su edad. Aunque debo aclarar que los aprendí cuando tenía dieciocho años y los usé por meses que se hicieron años, por años que se hicieron lustros. Ese día, sin embargo, no los dije para conquistar sino para hacerlos llegar al lugar que les correspondía: al dulce silencio que la envolvía y al relente de melancolía que iba dejando a su paso.

Intenté besarla cuando llegamos a Plaza Real. Se puso rígida cuando me acerqué, pero no me alejo con los brazos. Giró la cabeza cuando los labios empezaban a rozarse. No tuve más remedio que sembrarle en la mejilla y en la memoria, un beso que tenía más cobardía que ternura.

-Un profesor no debería hacer ese tipo de cosas con una alumna… y menos si los separan catorce años.

En ese momento recordé que debía darme el lugar que le corresponde a los altos pundonores que esta ciudad le confiere a un docente. Continuamos caminando sin pronunciar una palabra hasta que arribamos a la Plaza de Bolívar (lugar en el que ella me entregó al naufragio de interrogantes).

El martes de la siguiente semana canceló la materia; razón por la que no nos vimos en lo restaban para concluir el semestre.

Después de ese curso he regresado decenas de veces a Tunja. Algunas para trabajar, otras tantas para recaer en la nostalgia de la Biblioteca Patiño Roselli, en la languidez de los atardeceres o en la inquietud de sus balcones. Algunas veces el azar me pone a Diana en mitad de una reflexión. Siempre la invito a tomar café en el Republicano, siempre caminamos por las mismas calles y siempre caemos en declaraciones y uno que otro beso mejillero. Luego ella se va o soy yo quien debe partir. Sonreímos, nos damos un abrazo y dejamos de existir simultáneamente. Algunos días, no obstante ese conato de final definitivo, dejamos algún mensaje en la casilla del correo para confirmar la existencia de este amor que subsiste a pesar que nos separa un abismo de kilómetros y melancolías.

Esa era nuestra historia hasta las diez de la mañana de hoy. En ese momento me llamó al celular, rompiendo de esa manera el pacto de silencio. Dijo que se encontraba en Bogotá y que quería hablar conmigo. Nos encontramos en La Plaza Ché, en el café que queda en el León de Greiff. Hablamos largamente sobre nuestras vidas. Cuando la conversación derivó hacia este amor que sólo ha existido en palabras, confesó que tenía novio desde hacía ocho meses y que estaba muy enamorada de él. Que esa era justamente la razón por la que había venido a Bogotá: para entregarme la invitación de su matrimonio.

-Lo primero y último real en este amor que ha sobrevivido por más de ocho años, será lo que suceda esta noche, cuando concluiremos la cita que iniciamos años atrás en el Café Republicano. Luego no habrá nada: ni llamadas, ni correos, ni encuentros en Tunja o Bogotá, afirmó.

-Si quieres que hoy muera este amor, no hay problema: hoy morirá. No permitiré, sin embargo, que se enlode con besos apresurados ni que se mancille con una noche que querrás borrar de tu memoria por el resto de tus días. Si me quieres buscar hallarás la ruta porque siempre habrá una luz encendida en las oscuras rutas de la desesperanza, sostuve mientras me levantaba de la mesa. Gracias por la invitación pero creo que no podré asistir al funeral de un amor que alimenté por años, declaré después de lanzar la tarjeta sobre la mesa. Cuando sobreviva a tu ausencia, volveré para contarte que existe el olvido, concluí. Di media vuelta y salí del local. Atravesé la Plaza Ché hasta llegar al margen de lo que en los años noventa se denominaba el Wimpy. Giré a la izquierda, entré a la Sala Virtual, me senté en el primero computador que encontré desocupado y empecé a narrar la historia del amor que murió por cientos de razones que nunca vendrán al caso a pesar que son ellas las causantes de que seamos dos desesperanzados que se aferran a la luz de un amor imposible…

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Primera variación del Claro de Luna de Beethoven

claro de luna1

A Alejandro García; quien sembró la semilla de este texto… 

Beethoven es un hombre de treinta y un años, en tanto que la Condesa Giulietta Guicciardi es una niña de diecisiete. Ella es la aristócrata hija de un consejero de Bohemia; él es el desafortunado hijo del alcohol y la miseria. Quizás se aman en proporciones desiguales, que es lo que más se usa en el amor. En efecto Ludwig está enamorado hasta el último cogollo del alma. Giulieta se limita a tantear el terreno, ojear desde las últimas ramas de la curiosidad, a dejar migajas para que él la siga en los laberintos de la incertidumbre. Ella, sin embargo, no se atreve a cruzar las restricciones de una sociedad que podría aplastarla con un ligero movimiento de la muñeca. Por ello prefiere restringirse a frases que susurra entre arpegios y armonías. Bethoveen, a pesar del amor que fermenta las costuras de la voluntad, debe actuar conforme a su edad. ¿Cómo dejarse llevar por los efluvios de una pasión que promete lanzarlo a regiones estériles? Además, ¿cómo puede permitirle a su alumna, una dulce niña que empieza a conocer la vida, que se desbarranque por las laderas de un amor pantanoso?

Nace entonces la hiriente melancolía de aquello que se hace imposible por cuenta de la cobardía. Sopla el tiempo y con él empieza a subir las espirales de una pavesa de nostalgia que alcanza los últimos andamios de la noche. Quizás hay una luna que emerge entre los ribetes de las nubes. Quizás hay una laguna que chapalea en las ciénagas del silencio. Lo cierto es que no hay esperanza que sobreviva a tanta pesadumbre. Huyen las ideas por los surcos de la realidad y con ellas se evade la imagen de la condesa. Por tanto hay que dar trámite a la despedida que se hace inevitable. Sombras que se arremolinan intentándose llevar su nombre.

Giiiiiiuuuuuulllllllllllliiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiieeeeeeeeeeeeeettttaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa.

Juega con el nombre que pronunciará durante años sin que se materialice en manos blancas, dedos ágiles, ojos verdes o en una sonrisa aferrada a la juventud. Sólo habrá ausencia después de la a que alargará más allá de lo posible.

Giiiiiiuuuuuulllllllllllliiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiieeeeeeeeeeeeeettttaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa.

Ruge antes de atacar el piano en un inesperado golpe de ilusión que acaso proviene de las oscuras regiones en las que se fabrican los deseos. Posiblemente recuerda un beso furtivo, una caricia emboscada, una mirada que acarició mejor que sus largos dedos y que besó mejor que sus delgados labios. Porque las adolescentes primero besan y acarician con los ojos y luego, si hay tiempo y maneras (que normalmente no las hay), lo hacen con los labios y las manos. Los labios… sus labios… sus manos… ¿dónde estás Giulieta de los abismos?, pregunta entre lágrimas y armonías. Debe continuar con el cascabeleo del piano para deleite y curiosidad de futuras generaciones. Se encabritan las notas, se enardecen los acordes, algunas fusas caen descabezadas ante una esperanza traviesa y malintencionada que está fuera de lugar. También hay dudas. Tercas dudas. Desciende en ese instante por las cuestas melódicas hasta tropezar con la certeza que arribará el olvido. Nace entonces una elipsis eterna e impenetrable en la que no habrá espacio para el nombre de la condesa ni para su espinoso recuerdo…

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Clandestinos

muro1(Fuente de la Imagen)

Había noventa centímetros de silencio entre tu curiosidad y la mía. Sin embargo nos manteníamos distantes, serios y ajenos. Así debía ser: al fin de cuentas yo no era más que el primo de tu novio. Ni siquiera podía ser aquel amigo que aprovecha el desorden, los tragos y la algarabía para acercarse, rozar la piel, coquetear sutilmente y luego retirarse. Por aquellos días sólo estaba autorizado a contemplar la manera en la que emergía desde las grietas de las miradas furtivas, un muro enorme, pétreo, de palabras no pronunciadas. “Me gustas”, “me encantas”, “tienes algo que me atrae”, “eres interesante”. Después estaba el silencio y el respeto y las miradas y de nuevo el silencio y de nuevo las miradas y más silencio y el muro crecía y crecía, dele que dele, hasta que no éramos más que conceptos, meras especulaciones en el entramado simbólico, sólo una mancha que parecía mujer, un borrón que parecía hombre. ¡Qué mancha tan atractiva! ¡Qué borrón tan interesante! Éramos lo que nos tocaba ser en las pocas reuniones a las que ibas aferrada a su brazo, la timidez tiñendo tus mejillas. Hola, te decía. Hola, respondías y cada uno a se iba para su esquina. Los salones comunales, las salas, los asados se transformaban entonces en un ring de boxeo donde nos tanteábamos a lo lejos, ojos que medían, que se agachaban o gambeteaban, piernas que se cruzaban y descruzaban, manos que sudaban. Dulce pelea contra nuestros temores, amargo empate a ceros. Hasta luego, decía yo. Chao, respondías tú. Cada uno para su largo túnel de inexistencia hasta que venían los bautizos, el año nuevo y aparecías aferrada a su brazo, las mejillas rojas, las hermosas piernas, los ojos tanteando el terreno. Hola, decía yo. Hola, respondías tú y cada quien se iba para su esquina. Hasta que una noche o una tarde, nunca lo supe, te fuiste de su lado. Se dejaron, y dejándose, me dejaste a mí. Te esperé en fiestas y reuniones familiares. ¿Dónde está su novia?, preguntó algún curioso. Terminamos, pronunció la voz que hacía juego con el brazo al que venías aferrada. Luego todo fue un olvido incapaz de hacer lo que tenía que hacer: anular las migajas sobre las que sostenía esta vinculación que no era relación, amistad, enemistad ni soledad. Sólo vestigios que se acomodaban en aquellas regiones en las que la fantasía construye mentiras. Así te fuiste desvaneciendo hasta ser un murmullo leve, imperceptible, en el concierto de mis recuerdos. Hace un par de minutos, no obstante tu huida hacia la nada, decidiste salir de las catacumbas del olvido y dejar una huella en mi perfil de facebook. A partir de ese instante cada sombra, cada filo, cada brillo clandestino empezó a encajar hasta que te transformaste en la mujer que me esperaba en la otra esquina de todas las reuniones familiares…

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Cliché

Sexy leg in fishnet stockings(Fuente de la Imagen)

No es que pensara traicionar a mi esposa. Es más, ni siquiera había planeado que nos encontráramos, por no decir, tropezáramos, en la biblioteca. Fue un momento incómodo en el que cada uno deseaba dar la espalda y perderse en la multitud. Sin embargo la cortesía exigía que saludáramos, hiciéramos las preguntas protocolarias, los elogios que se usan en estos casos, diéramos media vuelta y nos fuéramos cada uno por su lado. El problema, lo sabíamos bien, era que las sonrisas empezarían a brotar de las comisuras del alma, los ojos se encontrarían y las manos se rozarían (como en efecto sucedió). El resto era protocolo: cortos pero efectivos trámites de las palabras que traerían el pasado a la mitad de la conversación, que nombrarían aquel motel que queda a pocas cuadras de la biblioteca, reviviendo de esa manera el deseo que nunca se agotó en los entresijos de mi alma. El deseo y la rabia porque, debo decirlo, incidió más el coraje que el apetito por aquel cuerpo que frecuenté años atrás.

Poco después se hicieron las llamadas respectivas a su esposo y a mi esposa. Ella se burlaba de mis manos sudorosas y del temblor de mi voz. No sabes mentir, afirmó al final de una carcajada llena del orgullo que supone ser experta en el arte de falsear los rectos caminos de la verdad. En efecto no sabía mentir… ni engañar. Era la primera vez que lo hacía. Ella, en cambio, se había acostado conmigo muchísimas veces sin que apareciera la menor señal de arrepentimiento por traicionar a su esposo. Vamos, dijo llevándome de la mano como se lleva un niño al primer día de escuela: con la seguridad que aprenderá que la vida es demasiado grande para poderse encerrar en definiciones y conceptos. Caminamos algunas cuadras hasta llegar a una zona infestada de moteles. Entramos, pagamos y seguimos a la dependiente dando pasos cuya resonancia se multiplicaba en las puertas de las que emergía aquel silencio gelatinoso que se desprende de manos acariciando brazos de hombres hundidos en los crespones del sueño. Abrió el cuarto, nos miró para indagar si había peticiones y se fue por el mismo pasillo que nos trajo.

¿Qué pasa? ¿No tienes ganas?, indagó con una mirada desilusionada. Mi pene, y perdón por usar esa denominación tan catedrática, estaba arrugado, frío y acostado contra mi pelvis. Parece que no quiere, dije para llenar con razones y excusas el enorme silencio que generaba la contemplación de ese pedazo de cuero, como lo llamó ella cuando notó que no quería funcionar. Déjalo, indiqué cuando ella empezó a lamerlo, acariciarlo y succionarlo para imprimirle la vida que traería los viejos tiempos. No quiere, insistí. Ella contemplaba el pene y la ventana por la que entraba la gritería de los niños del parque que estaba al otro lado de la calle. ¿Estoy muy fea?, inquirió con voz temblorosa. No eres tú, soy yo, respondí con la satisfacción de emplear las mismas palabras que ella usó para señalar que había terminado el pequeño romance que sostuvimos a lo largo de tres meses (y de quien supe después, cuando todo importaba un comino, que había terminado porque salía simultáneamente con mi jefe). Lo triste es que ahora ella y yo empezábamos a ser un lugar común: relaciones que terminan, infidelidades, puñeteras con el jefe, vidas truncadas por un desamor, celos y cientos de clichés. Terminamos cumpliendo el estereotipo a pesar que son tantas las variantes en las que pueden suceder las circunstancias. Duele tener la misma suerte de un actor de cualquier novela venezolana. Hasta el nombre me funciona: Diego Germán. Quizás si llevara un apellido pomposo me acercaría un poco más al Universal platónico que haría de ella La Mujer y de mi El Hombre, los dos en mayúsculas para señalar que encarnamos todas cualidades y todos los defectos existentes y por existir.

Ella, mientras me sumergía en honduras filosóficas, continuaba reavivando el miembro que como sabemos todos los hombres del mundo, sólo cumple los designios de su caprichosa e insondable voluntad. ¡Déjalo!, indiqué con fastidio. Ese man no piensa parase hoy, concluí. ¡Maricón!, respondió con el odio con el que las mujeres trasmiten sus propios temores. Porque el asunto no es que le preocupara que fuera impotente. Ese, visto a la luz de las circunstancias, es un problema que sólo me competía a mí y eventualmente a mi esposa. Tampoco podría pensarse que un polvo menos o un polvo más hicieran la diferencia en su abultado cronómetro y, menos aún, que los deseos no satisfechos le arruinaran la semana. Todas las mujeres, siendo sinceros, viven y sobreviven con unas apetito que nunca, bajo ninguna circunstancia, será satisfecho gracias a que cada orgasmo les permite atisbar uno más grande, quien, a su vez, les deja ver otro superior y así hasta el infinito… y más allá, porque las mujeres, en asuntos sexuales, conocen aquellos confines que ni el más imaginativo de los hombres podrá entrever en sus acaloradas noches de sexo. Lo cual me permitía concluir que su rencor apuntaba a suponer que su generoso y delicioso cuerpo ya no tiene el mismo efecto sobre El Hombre, en mayúsculas, porque las mujeres siempre piensan que cualquier hombre es el representante de todos y cada uno de los restantes hombres (¿pensarán, en esa misma línea, que un pene encarna todos los penes?).

Se levantó de la cama, fue hasta la silla en la que descansaba su cartera y sacó un revólver. Me apuntó a la frente. Empezaban a borrarse los límites de lo convencional, a dejar de ser una reproducción de cualquier novela venezolana para pasar a pertenecer al grupo de desafortunados hombres que aparecen en El Espacio bajo algún título sugestivo. En mi caso, pensaba mientras ella me miraba con el resentimiento que sentía por sí misma, el título debía dejar en claro que moría fusilado a causa de una disfunción eréctil (“le dieron chumbimba porque no le sirvió la chimba”, podría ser una posibilidad). Sé que suena increíble que piense esas estupideces al borde de la muerte, pero mi cabeza es así de voluntariosa y se va por caminos insólitos cuando está bajo presión. Intentó martillar el revólver pero sus deditos no tenían la fuerza para hacerlo. La mente se fue limpiando lentamente, como si fuera un tablero acrílico al que se le pasa un trapo humedecido con metanol. ¡Espera!, grité cuando sentí un calor que cosquilleaba por las vecindades de los testículos. Millones de mililitros corrían, venturosos, por los cuerpos cavernosos levantando el pene con la misma algarabía con la que los soldados estadounidenses izaron la bandera en la cima del monte Suribachi. La erección contradecía en su contundencia el sentido común, la biología y quizás la psiquiatría. Venga mamasita recordamos viejos tiempos, indiqué para disipar las tinieblas que habían crecido en los minutos preliminares y que pudieron costarme la vida…

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