Su cabeza está ligeramente ladeada hacia la derecha. Una gavilla de cabellos negros se desbarranca por el costado oblicuo inundando el hombro derecho en una vorágine de ondas y surcos. Un sendero de lunares custodia una frente amplia y cruzada por dos hendeduras. Las cejas coinciden con el marco bermellón de las gafas. Los ojos están bordeados por una línea violeta que enclaustra una mirada menguada por el tiempo. Los pómulos son prominentes, casi amenazantes. El delgado tabique remata en una nariz respingada. Los rollizos labios permiten ver los pequeños dientes. La imagen sugiere que la mujer hablaba en el momento en el que fue tomada la fotografía. Los anteojos, la cadena que emerge entre la manigua de cabello y los aretes insinúan, asimismo, que goza de estabilidad económica. Las pequeñas bolsas que sostienen los ojos hablan de noches de desvelo y la oscuridad de la mirada sugiere atardeceres melancólicos…
Tomo la cajetilla de Pielroja que descansa en el costado derecho del computador. Extraigo un cigarrillo ajado y lo enciendo con un fósforo. Siento el humo rasguñando los pulmones. Exhalo enérgicamente contra los ojos que me contemplan desde el fondo del tiempo. Candelaria murmura desde la cama. La miro con displicencia. Escudriño los ojos marchitos de Juana. Intento ubicar el último día que la vi. Desde la oquedad de la nostalgia emerge una calle desierta. Brota, de la misma forma, una noche melancólica de borrachos estrellándose con bolsas de basura e indigentes desenterrando esquirlas de felicidad de botellas de pegante. Estoy solo en una tenducha. Sobre la mesa se dibujan las sombras de una docena de botellas. Miro hacia la calle para oxigenar el tedio. Brota repentinamente de las desmedidas carcajadas de un grupo de adolescentes. Me mira por un segundo y continúa su camino. Grito su nombre cuando pasaba frente a mí. Apresura el paso temiendo, quizás, que la persiga. Contemplo su espalda hasta que esta se disuelve en la oscuridad.
Deja de fumar; dice Candelaria con voz pedregosa. Vislumbro el cigarrillo lanzar una estela gris de humo. ¡No; Me; joda!, mascullo pausadamente. Me encara con ira; sostengo la mirada; gira y se arropa la cabeza. ¡Hijueputa; malparido; cabrón de mierda!, dice con la voz enredándose en las cobijas. Si supieras mi pequeña Candelaria que esta mañana me encontré con Juana Otero no estarías lanzando improperios entre las cobijas sino jarrones contra las paredes, pienso al tiempo que hundo el cadáver del cigarrillo en el cenicero.
La tarde del viernes examinaba las direcciones de los locales que tenía que fotografiar. La última dirección atrajo mi atención. Eduardo, dije con una sonrisa gris; ¡esta es la dirección del cabrón del Eduardo!, dije en voz alta, casi gritando. El lugar estaba a seis cuadras del parque donde revisaba los papeles. Cuando arribé a la dirección sentí un temor que nacía del centro del estómago. El local lo ocupaban mesas que descansaban apiladas en un rincón. El piso estaba tapizado por una capa de papeles y tierra. La memoria me llevó a los días en los que Eduardo seducía muchachitas ingenuas internándolas en la maraña de embustes y versos aprendidos en tardes de ocio. Mis profesiones, recuerdo que me dijo el día que lo conocí, son las ventas y la seducción; más la segunda que la primera. ¡Recordando viejos tiempos!, me dijo un hombre desde la puerta. Giro la cabeza sabiendo que la voz pertenece al legendario Eduardo. Recordando; no; trabajando. ¿Trabajando?, responde la sombra que navega en las tinieblas; pero si tu nunca has trabajado en tu puta vida. Una carcajada sonora encrespa el silencio del lugar.
El acopio de doce cervezas me infunde, horas después, el suficiente valor para preguntarle por Juana.
-Esa vieja terminó medicina en Medellín. Allá trabajó un tiempo largo; más de ocho años; luego se devolvió para Bogotá, indica moviendo las manos con energía.
-¿Vive con alguien?
-Con el hijo solamente. El recuerdo del niño que lloraba cuando la abrazaba marchitó la alegría que el alcohol había sembrado en mis ojos.
-¿tienes su teléfono?, dije con voz neutra.
-Sí, pero no te lo daré por nada del mundo. Juanita fue muy clara al advertirme que ese teléfono no podía caer en tus manos.
-¿Cómo va saber ella que me lo diste?, pregunté con desconsuelo.
-Porque soy el único de los amigos de aquellos años que aún trata. Juanita abandonó todos los amigos y lugares que lo unían, después que le jodieras la vida; o mejor; que se jodieran la vida mutuamente. Llegó a mis ojos la banca de la calle 95 y el sauce que la custodiaba; las tenduchas en las que nos embriagábamos; el motel en el que contemplábamos el polvo navegando en los rayo de sol que se colaban por las cortinas.
-Hagamos un trato: me das el teléfono de Juana y yo te dejo seducir a Candelaria.
-¿Candelaria?, preguntó con la botella frente a la boca.
-Mi compañera. Es una guajira de veinte años que conocí en Fonseca, cuando era profesor.
-Veo que no has dejado de ser un completo hijo de perra: ¡¿me estás ofreciendo a tu esposa por el teléfono de tu antigua amante?!
-no es mi esposa. Es… ¿cómo decirlo?… las circunstancias nos unieron y ellas mismas nos separarán algún día. Sólo le doy un empujón al destino.
-En ese caso, mi querido amigo, creo que no es uno, sino dos los favores que me pides.
-Cuando te acuestes con ella entenderás que el de los dos favores soy yo: te doy una amante para alejar el aburrimiento y, como si lo anterior fuera poco, tendrás la oportunidad de conocer el mejor catre de la guajira. La lascivia empieza a lustrar su mirada. Una sonrisa infame deforma la comisura de sus labios.
-¡Trato hecho y no deshecho!, dice al tiempo que extiende su mano. La tomo y correspondo la fuerza con la que oprime mis dedos con una sonrisa fingida.
-Antes de darte el teléfono quiero saber una cosa: ¿cuánto tiempo llevan viviendo juntos?
-tres años y medio, respondo con naturalidad. Una carcajada estrepitosa rasga el velo melancólico del lugar
-siempre he dicho que eres el más cabrón de todos los hijos de perra que haya conocido en mi vida, dice al tiempo que golpea la mesa con la mano abierta…
Contemplo una vez más la fotografía que tome esta mañana. Felipe tenía razón: la felicidad existe. Y no sólo instantánea, como él asegura; también la hay de grandes extensiones. Tomo la cajetilla y extraigo el último Pielroja. Enciendo la punta del cigarrillo al tiempo que aspiro con fuerza. Los pulmones se inflaman con aquella serenidad lacerante que viaja en la densa nube de humo. Una congoja percude la sonrisa que escapa por las comisuras de mis labios. Levanto el maletín que reposa sobre una pila de papeles arrugados. Saco del bolsillo una cuaderno verde. Busco entre sus hojas la letra de Juana. La encuentro entre los versos de Federico Díaz-Granados. Su caligrafía, a pesar de ser encorvada como la mía, es más legible. Bajo su nombre está escrita la dirección de su trabajo y una flecha que llega hasta los versos encerrados en un cuadro rojo. Leo en voz alta:
Las mujeres han salido de este cuerpo dando portazos
quejándose de mi tristeza,
en algunas temporadas se han quejado de la humedad
de mucho frío, de algún extraño moho en la alacena
En la orilla inferior izquierda sale otra saeta que apunta unas palabras escritas con tinta roja:
“la humedad no molesta tanto como la propensión a desembarcar en otras orillas ni la tristeza hiere tanto como el afán de refugiarte en otras piernas”.
En ese instante la voz de Don McLean agrieta la elipsis:
I thought that I was over you
but its true, oh so true
I love you even more than I did before
but darling, what can I do?
oh you do not love me
and Ill always be