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Fue suficiente un roce de miradas para que nos conectáramos desde las dos orillas de un río de personas y mesas. Ella estaba con su pareja y yo estaba sentado junto a mi esposa. Marjorie, mi mujer, no tardó en descubrir las ojeadas que erraban por los cuarenta y tres metros que nos separaban. Arribó la incomodidad con todos sus aguijones. ¿Quién es ella?, pregunto interrumpiendo una conversación azarosa. ¿Quién?, respondí como lo hacen todos los hombres que se sienten descubiertos antes que las ideas (las malas ideas) concluyan su proceso de maduración. Ella, la que lo mira desde hace una hora (no era una hora sino catorce minutos). ¿Cuál?, rematé con otro interrogante con la esperanza que se perdiera en el laberinto de dudas y respuestas para que emergiera, minutos después, en un diálogo inofensivo. Eso, hágase el pendejo, objetó, destruyendo, de esa manera, la única estrategia existente desde los días en los que Filipo de Macedonía, padre de Alejando Magno, la estableciera: confunde y reinarás (creo, de hecho, que es divide y reinarás; para el presente episodio tiene, sin embargo, la misma validez). El caso es que arribó, al término de un bufido que descuadernó los arbustos, una ráfaga de silencio que abrió un abismo de segundos que se marchitaban lentamente.
Poco después la muchacha se levantó y vino contoneando las caderas en una vorágine de balanceos provocativos que succionaba manteles y hojas, que decapitaba frases, que despeinaba las hebras de viento. Marjorie se encrespó cual mar embravecida. No existe mujer que acepte que otra venga a pavonearse de esa manera en el territorio que no es territorio, ni enclave o consulado, sino un espacio tan etéreo como la ley que lo genera y tan escurridizo como los múltiples estatutos que le crecen con los años hasta transformarlo en una maraña de normas tácitas y explícitas que siempre, sin excepción, castigan al hombre por ser como es. Ella continuaba acercándose y Marjorie seguía erizándose como si fuera un animal defendiendo la comarca en el que habrán hijos, casas a quince años, deudas, peleas y reconciliaciones; es decir, en el que hay futuro en estado sólido.
Yo, entretanto, quería bramar con todas las fuerzas de la testosterona que burbujeaba en las vecindades de los ojos. Y no era para menos: ella, ese imperio de carne y sensualidad, venía a toda vela a mi encuentro sin temerle a la mirada rencorosa de mi esposa, a los susurros que hacían ondular su minúscula falda, ni a su pareja. Nada la detenía. Parecía que sólo la impulsaba el deseo de poseerme en un frenesí de sudor y flujos seminales. El cerebro para este momento había apagado todas sus funciones cognoscentes y sólo operaba en modo emergencia. Simultáneamente la especie humana, la bendita especie humana, pedía desde las cumbres metafísicas que hiciera posible su perpetuación. Quizás, me digo en el instante que escribo estas palabras, es el único momento en el que el acto y la potencia son uno y la misma cosa: la perpetuación de la especie (que sólo existe en potencia) se cumple en el ejercicio sexual (que sólo se consuma en acto)… en fin. Concomitante con el llamado de la especie, pero desde los abismos de la animalidad, rugía el instinto sexual: toda la fuerza de la naturaleza se acumulaba en una región que demandaba toda la sangre posible, abandonando, de esa manera, al pobre cerebro a la deriva de su suerte (que era poca).
Ella seguía acortando la infinita distancia que nos separaba. Marjorie la miraba con los ojos inyectados de sangre, en tanto arrugaba la servilleta para retener el alarido que ahogaría el fandango con la eficiencia de un cañonazo. Seguía acercándose y mi mujer continuaba poniéndose rígida y le vibraban los maseteros y el músculo orbicular. La respiración se había transformado en una especie de sortilegio que pretendía convocar un rayo que la reduciría a un cúmulo de ceniza y rescoldos que ella pisotearía a su antojo.
Me levanté cuando le faltaban dos centímetros para llegar a la mesa. Las piernas sólo se sostenían por el ímpetu de la reproducción. Cuando estaba frente a mí dijo en un susurro leve, manso como el silencio que se filtra entre los versos, tierno como la sonrisa de una mujer, Hola. Hola respondí al tiempo que ella continuaba su marcha hasta llegar a la mesa que estaba detrás de mí y abrazar a un hombre corpulento. La sangre se redistribuyó instantáneamente por todos los órganos y extremidades hasta llegar al cerebro (quien dos segundos antes me avisó, a pesar de su avanzado grado de invalidez, que había hecho el ridículo). Sentía que todos me observaban, pero mi esposa era la única que me lanzaba una mirada que helaba la sangre. ¡Idiota!, señaló con rabia. Luego se hundió en una región perdida en las nebulosidades de la indignación. Yo sabía que era lo último que le escucharía esa noche (y quizás el resto de semana). Mañana, o el próximo mes, dependiendo de su humor, cuando vuelva a hacer uso de la palabra, se referirá a ella como “la zorra del centro comercial” (acentuando las comillas con voz temblorosa) y me recordará este episodio hasta el final de mis días para hacerme pagar, de esa manera, la osadía de haberle mostrado, así sea por un par de segundos, la posibilidad de que ese futuro sólido se puede derretir y escurrirse por la rendija de la primera mujer que atraviesa el cuarto piso de un centro comercial.
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