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Instantánea (5)

Dedicado a Delmis Muñoz Caro

Todo es imaginación y sorpresa en esta fotografía en la que el cabello continúa despeñándose por la frente a pesar de estar apresado por la mano derecha, en la que las ramas parecen que han cesado, por un breve instante, en su condición oscilante, en la que se adivina, por algún artificio de la intuición, el gorjeo de un copetón situado en la copa del árbol. No se puede determinar, sin embargo, si la sonrisa que despliega la morena viene de una carcajada o se dirige a toda vela hacia ella. Los ojos no dan indicios así como no ayuda la posición que parece, a primera vista, fatigosa, acaso incómoda. Examinando con detenimiento se puede advertir que la mano izquierda retiene, quizás imitando a su homóloga, la falda que de otra manera se dejaría llevar por el viento que viaja en dirección a la montaña. Posiblemente, pienso mientras repaso esa región de la fotografía, la mano cumple la doble función de retener y tapar aquellas comarcas que antaño, entreverada en el olor a incienso y en las camándulas que giraban entre dedos sarmentosos, denominaban pudendas, esto es, torpes, para continuar con su significado latino o, en caso que se quiera seguir su divergencia castellana, vergonzosas. La sonrisa, al trepar a toda marcha por la fotografía y las especulaciones, toma visos de inocencia, de castidad frente a este nuevo detalle que no percibí en la primera ojeada. El cabello, al desandar el camino, sigue en su eterno propósito de despeñarse por la frente. Las inquietudes quieren emerger de algún callejón de mi cerebro pero las reprimo mientras bajo al hombro izquierdo quien toma un brillo sugestivo en esa tarde que amenazaba lluvia. Más abajo contemplo el vestido que se frunce para admirar el nacimiento de un seno quien, se presiente al verlo, conserva las dimensiones de las manos y la pierna que se puede contemplar en toda su magnitud, en todo su esplendor…

Ella, la morena, tenía este mismo vestido que quiere deslizarse, que quiere irse con el viento, que quiere y no quiere, como algunas mujeres, como algunos hombres, como todos los niños que se encaprichan con la vida. Imaginen ustedes, apreciados lectores y queridas lectoras, que en los cerca de treinta y dos años que llevo sobre el planeta nunca la había visto, lo cual es difícil de creer dado que es una mujer de dimensiones colosales, quiero decir que es de los seres humanos que atrae, que llama, que arrebata la mirada como si tuviera un imán o un anzuelo. No se apresure, sin embargo, a decir, a sugerir siquiera, que lo hace porque las piernas o las curvas convergentes atraen la mirada de cualquiera. Ella, se lo aseguro, no atrae por eso, o no exclusivamente: cuando usted o cualquier mortal está a su lado, a su ladito, como diría mi mamá que gusta apocar a aquello que no tiene dimensiones, le quedan atados los ojos a la calidez de su mirada o la ternura de su sonrisa. Pero no me aleje del sendero por donde iba. A ella, venía diciendo, la conocí un sábado de finales de septiembre y tenía, aquel día, ese mismo vestido. Yo venía de trabajar, de trabajar por última vez, para ser exacto, de un colegio que queda en Guaymaral. Íbamos con mi esposa buscando las escaleras para ir al tercer piso a almorzar cuando nos atrajo una colmena de hombres que tomaban fotografías con sus celulares. La ansiedad de ellos me reveló que se trataba de mujeres atractivas, acaso semidesnudas, que sonreían y miraban a la muchedumbre inquieta. Mi esposa insistió para que nos acercáramos para averiguar la razón por la que convergieron cientos de hombres a la entrada del Centro Comercial. Al otro lado de las vallas vimos, en efecto, a dos mujeres, una de estatura descomunal y otra de medidas menos escandalosas, sonriendo y tomándose fotografías con los hombres y mujeres que hacían fila. Ve, tómate una foto con ellas, dijo mi esposa con firmeza. Hice caso y poco después entraba por la rendija que custodiaba un celador. Tome una revista, la primera que encontré entre cientos, y fui directo donde las modelos me esperaban. ¿Está lloviendo?, preguntó Delmis. Había llovido a cántaros y en ese momento sólo quedaba un rocío leve que hundía a la ciudad en una tarde melancólica. No sé qué respondí, si acaso lo hice, porque a esas alturas de la tarde, del hambre y de la desorientación propiciada por la estatura desbordada de Vanessa Badillo, por los ojos cálidos de Delmis, la morena que continúa sonriendo bajo las flores amarillas de la fotografía, no podía articular palabra ni pensamiento. Reflexiono, al leer las anteriores palabras, que ella lanzó la pregunta para que me sintiera en confianza, para que pensara que no había nada que temer. Pero la verdad, lo digo en este lugar e instante, es qué sí había que temer: los ojos cálidos, la mirada dulce, la voz perfecta, la sonrisa luminosa, el tono de piel, el cabello y el cuerpo, todo al mismo tiempo y en esas proporciones tan desaforadas pueden despachar a cualquier humano a las praderas del cielo sin escala en el hospital. Delmis lo sabe perfectamente y por eso interpela para desorientar a la muerte que viene dos pasos atrás, probando el filo de la guadaña con el pulgar. Algo dije, o algo dijo el fotógrafo, o alguna de ellas, no puedo resucitarlo de las cenizas del olvido, el hecho es que reímos con poca convicción segundos antes que estallara el flash. Agradecí y salí caminando hacia el costado donde otro celador custodiaba una grieta igual que aquella por la que ingresé. Al otro lado esperaba Marjorie, mi esposa, con cara de circunstancia. ¿Por qué la vieja esa, la de la derecha, la más bajita, te puso la cabeza en el hombro?, inquirió por el proceder de Delmis. ¿Quién? ¿Cuál? ¿Dónde? ¿A mí? ¿Cuándo? Me desbarranqué en interrogantes encarcelados en signos de admiración. Eso, hágase el bobo, dijo ella con una sonrisa turbia, enigmática, que tenía la misma probabilidad de aceptar que de reprobar…

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Instantánea (4)

(Cortesía SoHo)

A Rita Bendek

El tiempo que encorva espaldas y marchita magnolias se detiene en el vano de las pestañas, justo antes que irrumpa el tropel de centellas proveniente de una ventana o de algún portón vecino; el mechón que proyecta un amago de sombra sobre el pómulo derecho; la perfecta nariz que no respira, que aguarda la eternidad montada sobre los labios que no se deciden a sonreír; las clavículas en las que juguetea un rayo de luz, en las que se esconden las tinieblas; el hombro que se hunde en las sombras y su gemelo que resplandece bajo una guedeja rebelde; las redomas de porcelana, damajuanas de cerámica, balanzas y lustrosos estantes de boticarios decimonónicos, de extraviados alquimistas…

Estamos, en el instante que la inmortalidad pastorea en las ondulaciones de tu cabello, solos, libres de congojas y compromisos; sin las horas husmeando, clavando sus dientes en las sienes o en el hígado; solos, repito, sin los amores reales, los de carne y hueso, los que encumbran, los que amordazan; sin los días en los que estás guardada entre imágenes robadas a la red, días en los que estoy pensando en las deudas, en la oportunidad de trabajo que nunca llega; sin los obstáculos de la realidad, de la terca realidad que me obliga a ser el observador, el que calcula tu mirada al otro lado de la pantalla, la misma realidad que prohíbe que nos encontremos en callejones oscuros, la que impide que mi nombre cruce el umbral de tus labios o que tu mano acaricie el empeine de mi respiración…

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Instantánea (3)

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A mí; en mi cumpleaños número 30

En el encuadre hay un niño con una sonrisa que navega en las espirales de la incertidumbre. Su cabeza está coronada por una nube de cabellos ensortijados que le hace beneficiario del apodo que, a falta de nombre, lo identifica. Frente a él está el pastel que anuncia, con una ostentosa vela azul, la razón de la foto (que por aquellos días sólo se tomaban en eventos de alto vuelo): la conmemoración de su segundo año en las tinieblas del orbe. Las botellas sugieren, por último, que la festividad estará amenizada, horas después, por las extravagancias que el alcohol trae bajo sus efluvios alados.

Los recuerdos de aquella instantánea no me llegan por conducto de la memoria sino por las cañerías de experiencias posteriores al 6 de noviembre de 1981 (fecha en la que, con toda certeza, se hizo el retrato). Sé, por tanto, que la imagen se capturó con aquellas cámaras a las que le adosaban un dado de flashes que perecía en el cuarto destello así como tengo la convicción, gracias a que reconozco los vasos y las sillas que le pertenecieron a mi tía por bastantes años, que la casa en la que se ofició la reunión es la de ella…

Hoy desperté, como me ha sucedido a lo largo de la semana, con la nostalgia alborotada. Busqué, para reconciliar la melancolía con la realidad, la única fotografía que me han tomado en un cumpleaños. La miré con atención para redimir el pasado. La botella de Whiskey trae a las cisuras de la reminiscencia el cumpleaños al que concurrieron seis amigos del colegio, Rodrigo -mi entrañable primo- y yo. Era la noche del 6 de noviembre de 1999. Todos, por algún sortilegio, teníamos el deseo de beber hasta perder la razón. Después de comprar dieciséis botellas de aguardiente y veinte cajetillas de cigarrillos nos encerramos en la casa de Patiño a naufragar en los excesos etílicos. Al filo del amanecer permanecíamos, Patiño y yo, aferrados a la botella de Whiskey que Nabyl me había regalado. Es inevitable arribar a los treinta sin que la muerte haya cegado la vida de algún ser querido, pienso mientras mi memoria contempla la mirada vidriosa que lucía Nabyl aquella noche. Como ineludible es haber traicionado, concluyo al tiempo que giro la fotografía 180 grados para quedar con una barba frondosa y la frente hendida por una cicatriz cavernosa (desde pequeño tengo la costumbre de invertir los retratos para ver si se ve otra cara, como sucedía con un dibujo que vi en el Almanaque Bristol de mi abuelo). Las flores me recuerdan los claveles que le regalé a Liliana días después que asesinaron al profesor Jesús Bejarano en el edificio de postgrados de Economía. Desmonté un clavel de cada uno de los barrotes que aíslan la universidad. Los observé con curiosidad y luego, en un giro incomprensible a las inclinaciones de aquellos días, los puse en sus manos. Ella, más sorprendida que enternecida, bajo la mirada y -después que se repuso de la sorpresa- caminó a mi lado esquivando, con frases deshilvanadas, el pastoso silencio que creció entre nosotros (quizás esa fue la única tentativa de galanteo hacia ella y hacia cualquier compañera de la universidad). El amor y su insobornable hábito de desviar destinos e intrincar sueños, pienso al tiempo que mis ojos retornan a la fotografía. Gracias a este sentimiento he atravesado el país varias veces, me enfrente a un hombre con un chuchillo (eso es, por lo menos, lo que me cuentan que hice en una noche etílica de finales del 93), traicioné la confianza de un amigo, escribí cientos de páginas de poesía, me hundí en el alcohol, dejé de hablarle a mi mamá por más de un mes…

Miro con detenimiento el semblante sobre el que se fijaron los trazos que sombrean mis rasgos actuales. Marjorie dijo, a propósito de este hecho, que quiere ver las fotos de mi niñez para entrever la fisonomía de nuestro hijo. Debe ser extraño ver repetidos los errores que se piensan superados; y, más insólito aún,  es  intentar enmendarlos, de nuevo, como si fuese uno el que vuelve a incurrir en ellos, delibero con la mirada perdida en los pliegues de la cortina. Espero que la genética sea lo suficientemente benévola para no imprimirte la terquedad de tu mamá ni la inclinación a la melancolía de tu papá, le digo al niño que, gracias al amor, existe en potencia. El amor y su insobornable hábito de desviar destinos e intrincar sueños, repito en voz alta. Imagino, gracias a los torcidos caminos de la especulación, a mi mamá en la terminal de transportes de Tunja esperando, al borde del infarto, el bus que la llevara a Moniquirá, donde la espera una tía. La veo,  con la noche rasguñando la ventana de la flota, maldiciendo el hecho que no haya llegado el vehículo que la llevaría donde la tía y que se haya visto obligada, a causa de este incidente, a pasar navidad en un pueblo desconocido incluso para las cartografías más escrupulosas. Lo paradójico es que es justo en esta población donde conoce a mi papá, lo que significa –reevaluado con los ojos del presente- que en el momento de la presentación emerjo de la nada para existir potencialmente (es hermoso, visto así, el oficio de generar universos de la extensión y profundidad del humano a partir de la nulidad). Años después -el 6 de noviembre de 1979- pasé, gracias a lo que sobrevino a esa inocente cortesía, de la existencia en potencia a la vida concreta. Es bien poco, en verdad, lo que se necesita para engendrar un universo: una mirada resuelta, un perfume acariciante, la correcta pronunciación de una palabra esdrújula en el sopor de la tarde; así como es mínimo el esfuerzo para borrarlo, digo con la voz oprimida por el peso de la muerte. Treinta años midiendo con la nostalgia la única fotografía que me he tomado en un cumpleaños, repito mientras los segundos huyen por el vano de la ventana…

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Instantánea (2)

Photo 059

A Patiño; en su cumpleaños número 30

Seis miradas apagadas por la nostalgia. Era la primera vez, desde la despedida de Patiño en diciembre de 1999, que lográbamos congregar al conjunto de ingobernables jóvenes (en ese momento pensábamos -y quizás aún lo sigamos haciendo- que Nabyl se escondía, gracias a su estrenada condición de muerto, en el intersticio entre El Negro y Suarez). En algunos semblantes florece una madurez incipiente, en tanto que en otros la juventud sigue, por el contrario, vigente. La formación quiere imitar, sin éxito, la ceremoniosa fotografía que antecede los partidos de futbol. El único que asume el papel de futbolista es el moreno que está acurrucado. Su nombre de pila es Diego Orlando (pero siempre nos referimos a él por su primer apellido: Patiño).

[Diego es un nombre que tuvo la virtud de ser abundante entre mis contemporáneos gracias a la fama meteórica de Diego Armando Maradona a finales de los setenta. Esa fue la razón, lo recuerdo bien, por la que acepté ese nombre cuando mi padre me preguntó, a finales del año 1984, si quería llamarme Diego (hasta ese momento me llamaban –como continúan haciéndolo- Motas). Nadie recuerda, sin embargo, quién decidió que el destemplado Germán acompañara al primer nombre].

En el grupo se encuentra otro Diego: Diego Alejandro. La coincidencia del nombre hizo que profesores y coordinadores se refirieran a nosotros como Los Diegos (aseguraba Martha Mantilla, profesora de química, que no había reunión en la que no se hablara de nosotros). Quien apoya la punta del pie derecho sobre la pierna de Patiño es Miguel Antonio (entre nosotros se conoce con el mote de El Negro). A su flanco derecho está Humberto Germán (conocido, al igual que Patiño, por su primer apellido: Suarez); y al lado de él está Navarrete (Diego Alejandro) y a su costado estoy yo. Cierra filas Walther con una seriedad que, acaso, desentona con la ocasión.

Esta mañana llegaron, simultáneamente, el recuerdo de esta fotografía y la fecha del cumpleaños de Patiño. La reproducción la encontré en el CD que él dejó seis años atrás (estaba en una carpeta denominada arrivee_bogota), la segunda se guarda en el sitio donde almacenamos las fechas asociadas a nuestros afectos. Lo primero que descubrí –y que no había visto hasta ahora- es que la fecha de la fotografía es engañosa: no es el 2002 sino 2003 el año en la que fue tomada. La miro después de la corrección mental para hacer el arqueo de los cambios que el tiempo ejecutó en nosotros: mujeres que dejaron su huella tatuada en la piel, títulos universitarios, viajes, errores, aciertos. Al enumerarlos parecen pocos. Quizás porque hice, como sucede con todas las categorizaciones, una clasificación arbitraría. Pude, de hecho, haber afirmado que en seis años hicimos dos cosas: acertar y equivocarnos, en ese orden y en el inverso. Después del balance no pude evitar el impulso narcisista de ojearme largamente. Tenía más cabello y menos barba de las que tengo actualmente. Me estrenaba, por aquellos días, en la abstinencia etílica que ya cumple más de seis años de funciones. Me parece curioso que apoye, de esa forma tan ridícula, la mano sobre el hombro de Walther. Me quedo contemplándolo para saber por qué lo veo diferente. Luego de unos segundos recuerdo que a él, al Negro y a Suarez los años les arrebataron la frondosa cabellera (al Negro gracias a que trabajo en Miraflores, Guaviare; los otros por causas desconocidas). Viéndolo bien, no hemos tenido mayores cambios físicos. En ese momento empiezo a articular quienes quedaron fuera de la foto: mi hermana, Cristina y Rocío. Es inevitable enlazar a Cristina con Nabyl, y a ellos con la borrachera bíblica en la que él confeso su amor. Fue una tarde en Villa de Leyva, en la casa de mi abuelo. Cuando llegamos no había nadie: sólo los perros y seis galones de Chicha. Con chicha, perros y tejos fuimos a celebrar hasta que la oscuridad impidió jugar. Cuando se extinguió la bebida espirituosa tomamos Tres Esquinas (la botella que sobrevivió a la carretera que une el pueblo con la vereda donde se ubica el domicilio de mi abuelo). Luego vinieron las confesiones. El amor, cuando se está en la adolescencia, es vergonzoso, pienso mientras la voz algodonosa de Nabyl llega a mi memoria. Lo deshonroso, a mi edad, es admitir que se llegó a la madurez sin haberlo conocido, me digo mientras continúo explorando la instantánea. Son muchos los años que hemos compartido: a Patiño lo conozco desde febrero de 1991, a Suarez desde 1992 y a los demás desde 1993. Toda una vida, dicen los abuelos con voz nostálgica (quizás con el mismo tono con el que escribo estas líneas). Toda una vida, repito mientras examino las posiciones diseñadas para ser observadas seis años después. Sonrío, segundos después, al suponer que he descubierto una nueva facultad del tiempo: redefinir la consanguinidad. A nosotros, en el año 93, sólo nos unía la relación generada por el compañerismo; dieciséis años después nos hermana el dolor de perder un amigo (Nabyl), la alegría de compartir las victorias y la certeza que no existe dificultad, por grande que sea, que rompa el vínculo…

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Instantánea (1)

imagen3(Fuente de la Imagen)

Dedicado a Marjorie;

tierra que sostiene  mis pasos;

refugio de mis aflicciones

y  hoguera que enciende mi cuerpo

Tu sueño quedó capturado en mi memoria: estás boca abajo; tu cabeza – apoyada sobre el brazo derecho- navega en un naufragio de cabellos; tu pie izquierdo reposa sobre la rodilla derecha obligando a tu pierna a plegarse prodigiosamente. Siento el impulso de fotografiarte para que mis ojos puedan contemplarte cuando hayan depuesto la energía que los impulsó –a ellos y al resto del cuerpo- a recorrer más de mil kilómetros. Doy media vuelta; me detengo; giro y te observo de nuevo. Estoy seguro que en cuarenta años preferiré verte así desde la nostalgia –nunca desde la certeza-. Tu respiración se agita por la intromisión del teléfono. El repiqueteo da paso, un segundo después, a un silencio arenoso. Mis ojos se detienen, en ese instante, en tus hombros; se enredan en las turgencias a la vez que permiten que el matiz canela de tu piel los acaricie tiernamente. Quisiera acostarme a tu lado, pero me detiene el hecho que duermes en la cama de tu hermano. Sube, desde el primer piso, la fibrosa voz de él y con ella llega la certidumbre que fue tu voz quien nos unió. Curioso que ella tenga la capacidad de engendrar el amor que me tiene contemplándote en el sopor barranquillero. Giras violentamente quedando boca arriba. Contemplo tu pelvis subiendo y bajando dulcemente al tiempo que me regocija saber –o recordar- que una parte de mí palpitara, hasta esta noche, en tu interior (eso es, por lo menos, lo que afirma la ciencia). Las palabras empiezan a desfallecer en mi mente. Doy media vuelta para entregar este instante a la eternidad…

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