Cuando sus ojos abandonan el universo abstracto de la evocación, para transformarse en realidad palpable, los cardos punzan las esquinas del alma que no han olvidado el roce de sus entrenadas manos; Fernando, entretanto, diserta sobre las asimetrías del despecho. Aspiro con fuerza el cigarrillo para atenuar el dolor que produce el recuerdo de su mirada.
– ¿Por qué volvió a buscarla?, pregunta Fernando entre la nube de humo.
– ¿Cómo?, pregunto para dilatar el tiempo de la respuesta.
– ¿Por qué demonios volvió a buscar a Juana?, repite acentuando con las manos cada palabra.
– Porque con ella fui feliz, digo después de una pausa.
– ¿Feliz? Eso no se lo creo: nadie puede ser feliz siendo un segundón.
– No fui, en primer lugar, ningún segundón. Recuerde que abandonó al marido para irse a vivir conmigo.
– Para vivir seis meses con usted y luego desaparecer. Eso, más que una proeza, es una vergüenza. Interrumpe. Sea sincero con usted mismo y admita que en ese tiempo fue todo menos feliz.
– Fui feliz, por eso la volví a buscar… reclamo, para ser franco, el amor que encontré con ella. Empino la botella para apurar el último trago de cerveza. Llega, entretanto, la imagen de una banca verde y el frío de una noche de septiembre; retorna, asimismo, sus nalgas apoyadas sobre mis piernas y la humedad de su lengua anegando mi boca. Puede que haya traído, continúo, problemas y un dolor insufrible, pero los días que vivimos juntos fueron lo suficientemente agradables para buscarla otra vez.
– ¿Quién le asegura que de nuevo traerá aquel bienestar que tanto añora?
– Nadie. Sólo permanece la certeza que Juana trajo el esquivo amor al cerco de soledad que me encerraba progresivamente.
– ¡Valiente certeza! Creo que tanta estupidez sólo puede explicarse por el empeño de la carne de prolongar el goce.
– Creo que se equivoca mi alcohólico amigo. La carne sobra en asuntos del amor: sólo quiero reiniciar la relación inconclusa, digo con la voz apagada.
– Si fuera amor lo que arde en su pecho, como afirma, se conformaría con saber que ella encontró tranquilidad lejos de su dañina presencia. Créame, usted lo que tiene es un simple y vulgar encoñamiento: sólo quiere gozar con su cuerpo hasta hartase, para luego abandonarla, como ella hizo con usted. En ese momento levanta la mano para pedir dos cervezas. En el ser humano sólo cabe la corte de afectos siniestros; usted quiere volver a sentir el goce que encontró esos días y desea, además, castigar la afrenta perpetrada. Acá no hay, mi caro amigo, amor ni sentimientos nobles.
Un silencio espeso cae sobre la conversación. En la entrada del local una muchacha mira insistentemente hacia la mesa donde estamos sentados. Tiene una blusa negra que deja ver una franja delgada de su cintura. El cabello cae sobre sus hombros con contundencia. Cuando encuentra mi mirada desvía los ojos hacia la calle. ¿A quién esperará esta niña?, me pregunto al tiempo que arriban las cervezas. Fernando se hunde en el flujo de destellos etílicos. Miro de nuevo a la solitaria muchacha. Sirvo la cerveza en el vaso plástico, me levanto con resolución y camino hacia ella. ¿Quieres bailar?, pregunto con calculada indiferencia. Ella asiente con un delicado ademán de la cabeza y prolonga su delgado brazo en pos de mi mano izquierda; dejo el vaso de cerveza sobre la mesa a la vez que ella me lleva suavemente al espacio libre. El breve lapso de silencio acelera mi corazón por vía de la ansiedad. Suenan, poco después, en sordina, las dos trompetas que preludian el idilio musical; el repique, cinco segundos después, da paso, con devoto silencio, al aristocrático piano, quien, en pleno uso de sus prebendas, colma la elipsis rítmica con sinuoso movimiento; la insurgencia se ve reprimida, al poco tiempo, por la imperial voz de Daniel Santos que revela a la receptora, la dádiva, la razón y la obligación:
Dos gardenias para ti,
con ellas quiero decir:
te quiero, te adoro,
mi vida;
ponle toda tu atención
que serán tu corazón y el mío
La mesa nos espera con la misma paciencia con la que lo hacen las cervezas. Nos sentamos frente a frente. La tanteo con los ojos; ella hace lo propio. ¿A quién esperas?, pregunto a quemarropa. No espero a nadie, contesta sin perturbarse; sólo vengo a escuchar boleros. ¿Te gustan los boleros?, inquiero con asombro. Me gustan las letras de las canciones, contesta; dicen cosas que no expresan otros géneros. En ese orden de ideas, le interpelo, ¿consideras que el hecho de que una rubiácea perezca en el curso de una relación amorosa indica que la receptora de la ofrenda ha cometido adulterio? ¿No cabe, acaso, la posibilidad que la gardenia haya contraído un parásito que medre en su cáliz tubular o en sus flores?, interrogo con sorna. Desengancha una carcajada estrepitosa. Eres un tonto; ¿siempre dices tantas estupideces?, dice con mirada dulce. No, respondo con tono de niño recriminado; sólo las digo cuando quiero impresionar a alguien. ¿Crees qué impresionas a alguien con tantas bobadas?, apunta con mirada sugerente. Un tenue rubor tiñe los lóbulos de mis orejas. Irrumpen, en ese instante, dos cornetas anunciando Amor sin Esperanza, en la inmortal versión de Celio González. ¿No te aburre estar sola en una mesa mirando hacia la calle?, pregunto con manifiesta coquetería. No, confiesa al tiempo que sus dedos índice y pulgar hurtan el cigarrillo que tengo cautivo en mi boca y que pienso encender. Lo pone entre sus delgados labios; toma la caja de fósforos que reposa sobre la mesa; extrae un fósforo de cabeza bermeja y lo rastrilla con fuerza contra la caja hasta que restalla; lo acerca a la punta del cigarrillo al tiempo que inhala con fuerza. Usurpo, segundos después, el cigarrillo que humea en su boca y lo acomodo en mis labios. Calcula la profundidad de mis ojos al tiempo que pregunta:
– Y tú, ¿Por qué vienes a este lugar?
– Vengo en busca de la felicidad.
– ¿La has encontrado?, inquiere al tiempo que toma el cigarrillo de mis labios.
– Hace algunos años la halle resplandeciente en aquella mesa, digo al tiempo que señalo el rincón donde Fernando navega en una embriaguez pedregosa.
– ¿qué paso después?
– Huyó con la aurora. Sus ojos vuelven a hacerse palpables en mi cerebro a la vez que una punzada mansa roe el pecho. Pero no hablemos de eso… mejor hablemos de ti; ¿cómo te llamas?
– Alejandra Castillo
– ¿En tu castillo hay fosos infestados de cocodrilos y torres custodiadas por arqueros?
– Sí, pero el camino para franquear el portón es alcanzable para algunos mortales.
– ¿Qué deben tener aquellos mortales para alcanzar la fortaleza?
– Ciento ochenta mil pesos, responde suavemente.
– Emprendamos, entonces, el viaje al tálamo, le digo al tiempo que bebo el último trago de cerveza. Dame un segundo me despido de mi amigo y salimos.
Camino hasta la mesa donde Fernando cabecea. Me siento al tiempo que Fernando me contempla como si emergiera de sus ensoñaciones. Me voy con la vieja del fondo, digo sin preámbulos. Fernando mira hacia la mesa. Aguanta, concluye después de la pesquisa visual. Se inclina hacia adelante y toma la botella por el talle; la empina y bebe la mitad del contenido de un sorbo.
– Lo veo mal; debería irse para su casa a dormir la borrachera, digo en tono conciliador
– Estoy bien; usted es el que está mal: irse a revolcar con una prepago teniendo esposa.
– Candelaria no es mi esposa… y tampoco está en la casa. Imagino que está con el cabrón de Eduardo… o con cualquier hijueputa. En vez de estar diciendo estupideces, continúo después de una pausa, deje de beber y váyase a la casa.
– ¿El amor que siente, o sintió por Candelaria, es el mismo que profesa por Juana?
– Candelaria fue un capricho; Juana es el único amor que he tenido y que tendré; después de ella no hay nadie. Advierto, para mi vergüenza, la cursilería de la frase.
– Lo será hasta que agote todas sus variantes, como hizo con Candelaria; después aparecerá otra mujer y detrás de ella otra hasta que se dé cuenta que el único amor que existió fue el que sintió por sí mismo.
– Sabe qué: me voy que la niña empieza a aburrirse y no quiero que esté desmotivada.
– Relájese que el importe cubre incómodos retrasos. Mejor admita que su única posesión es la nostalgia de una noche de cervezas y boleros… el resto, mi caro amigo, son delirios de un esquizofrénico, o, quizás, sombras en la eterna noche…
Me levanto y le doy la mano señalando que la conversación ha concluido. Fernando la mira sin tomarla, se acomoda en la silla y cierra los ojos. Elevo los hombros, doy media vuelta y le hago una señal a Alejandra. Ella se levanta y camina lentamente hasta mí. ¿Vas a invitar a tu amigo?, inquiere. ¡Ni loco!, respondo al tiempo que me hundo en sus ojos. Se acerca, me da un beso desabrido, se separa y lanza una mirada lasciva que me impulsa a salir del establecimiento…