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“La cobardía es asunto
de los hombres, no de los amantes.
Los amores cobardes no llegan a amores,
ni a historias, se quedan allí.
Ni el recuerdo los puede salvar,
ni el mejor orador conjugar”.
Canta Silvio Rodríguez
Hola, dijo con sonrisa nerviosa. Conservaba aquel cabello que se iba con la primera brisa juguetona. Este es mi esposo, remató. A su lado sonreía un hombre de cuarenta y tantos años, alto y simple como la mayoría de los norteamericanos. Hi, dije sin controlar las fluctuaciones de una voz que se perdía en los ribetes del tiempo. Me lanzó, al final del apretón de manos, una sonrisa protocolaria, emitió un par de susurros en su oído y se hundió en el tumulto de hombres inexpresivos.
Conocí a Deisy a miles de kilómetros de la Universidad de Fitchburg, lugar al que, sea dicho de paso, ella vino para acompañar a su marido a una de aquellas convenciones que congregan hombres de discursos letárgicos y carcajadas artificiales que imparten los parámetros y normas que se deben observar en la enfermería superior. Nuestro universo se gestó, decía, en los tiempos en los que fui profesor de Pre Icfes: ella fue mi alumna, hecho que inauguró una amistad protocolaria que se encauzó, poco después que ella cumpliera la mayoría de edad, por las cunetas del erotismo.
(Debo decir, en honor de la verdad, que la última frase es exagerada puesto que nunca llegamos más allá de correos acalorados en los que confesábamos nuestros más oscuras fantasías, ubicando al otro (o a la otra) como protagonista).
Poco después cambié el oficio de profesor por el de Community Manager, el cual abandoné, a su vez, por las veleidades del periodismo. Luego renuncié a encasillarme en una profesión y me dediqué a errar por el mundo ganándome la vida escribiendo notas para revistas digitales, enseñando cálculo en pequeños colegios, editando novelas que nunca llegaron a publicarse o cualquier oferta que se atravesara en el camino.
Ahora sí te acepto la propuesta, dijo al margen de una sonrisa sensual. La observé con un silencio inquisitivo. Abrió sus hermosos ojos verdes para que hallara en ellos las esquirlas que le daban sentido a la frase. ¿De qué hablas? Quise dejar todo en el perímetro de lo explícito. Quiero que hagamos el amor, dijo con naturalidad. De las ciénagas del olvido regresó la tarde en la que acordamos vernos en un centro comercial y luego acatar lo que el azar o el cuerpo decidiera hacer con nosotros. Ahora sí quiero hacerlo porque estamos en igualdad de condiciones, recalcó. En realidad no lo estábamos puesto que me había separado años atrás. Estoy soltero, aclaré. Mejor aún, concluyó con una mirada que pretendía meterse por las rendijas de mi cuerpo. Aquella tarde del dos mil doce no llegó a la cita. ¿Perdiste el temor a los quince años de ventaja?, inquirí. A estas alturas de la vida no importa que yo tenga treinta y siete y tú cincuenta y dos; importan las ganas. Los deseos existían hace veinte años, atajé su evasiva; ¿qué ha cambiado? Era una niña, afirmó con los ojos bajos. En realidad no era una niña en el rigor de la palabra: abandonaba, cuando nos conocimos, la adolescencia con algunas escaramuzas sexuales en su haber. Aunque, en realidad, ese no es el punto, pensaba mientras daba vueltas al hielo que se derretía en un charco de Whisky tibio. ¿Por qué no llegaste?, indagué para abrir viejas heridas. Me sentí mal: tu esposa no tenía la culpa que nos gustáramos… nadie tenía la culpa que nos gustáramos… podíamos desistir del proyecto de irrespetarla, aclaró con frases vacilantes. Por supuesto, pensé con una sonrisa vaga en los labios; el sentimiento de culpa en las mujeres: sienten que cargan con todos los pecados del mundo y que ellos, los pecados, sus pecados, son los causantes de las enfermedades y desgracias de sus familiares, de la traición de sus maridos, de la inclinación del eje del planeta. ¿Dónde y cuándo?, pregunté con los ojos clavados en los cubos de hielo. Wallace Plaza, el martes a las tres de la tarde. ¿Otro centro comercial?, interpelé con ironía. Te juro que esta vez sí llego. Eso espero, concluí antes que arribara su esposo con intención de presentarnos dos señoras entradas en años.
El martes a las tres de la tarde tomé un vuelo para Bogotá. Mientras el avión desafiaba la gravedad, imaginé a Deisy sentada en una banca del centro comercial con la cabeza puesta en el encuentro sexual. No quise cargar con la responsabilidad de amargarle la existencia con reproches y condenas que le socavarían el equilibrio mental. Su seguridad y valentía eran la mampara detrás de quien escondía los temores y prejuicios de la niña de diecisiete años que se sonrojaba a la menor provocación. Es más, la osadía con la que me abordó sólo puede atribuirse a la inexperiencia: una mujer que ha sido infiel sabe que el terreno del adulterio se allana lentamente, con paciencia, para no fracasar a causa de un malentendido o por cuenta de un olvido que delate la traición. Quizás creyó, una vez estuvo al tanto de mi arribo a Fitchburg, que bastaría acorralarme en la reunión a la que me llevo Anne (amiga común) y defender todas las variantes de la conversación para librarse de posibles incidentes. Tal vez, pienso ahora, pensé entonces, el vigor con el que le insistí años atrás le dio la confianza que necesitaba para lanzarse ciega y tontamente a una propuesta a la que pude negarme y que pudo ser ocasión de un escándalo que llamaría la atención de los concurrentes.
Lo único rescatable de esta situación, reflexionaba al tiempo que la aeronave se afianzaba en velocidad de crucero, es saber que continuaba abierta la puerta que entorné veinte años atrás. Creo que los amores que se confiesan, pero a quienes las circunstancias no les permiten consumarse, sobreviven gracias a la certeza de que se pudo hacer con ellos todo lo que estaba al alcance del deseo y de la voluntad (que no es poca cosa en asuntos del amor). Tienen, además, una ventaja sobre sus homólogos: son más fuertes gracias a que se alimentan de los recuerdos y las esperanzas pero no tienen la oportunidad de perderse por los senderos por los que se extravían todos los amores del mundo.
Inicié, cuando el avión sobrevolaba el Atlántico, el duelo por un amor que se restringió a una docena de correos, tres charlas al margen de un café y que al final se precipitó por los socavones del tiempo. Levanté, en consecuencia, el vaso de Whisky, apunté hacia norte y me despedí de aquella aventura que tuvo la facultad de cambiar el rumbo de mi existencia pero quien sólo se limitó a ser una entelequias más en este universo de equívocos y mentiras.
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