Nos conocimos una tarde angosta y lluviosa, como todas las de aquel año. Transitabas una relación sin norte a la que te aferrabas para no caer a las ciénagas de la soledad. Una noche me presentaste a tu novio a regañadientes, acaso para evadir el hecho que lo habías negado entre miradas sugestivas. Hubiera querido tranquilizarte, decirte que no me incomodaba ser, en el reparto de tus diecisiete años, el amante que se esconde bajo la cama, pero te fuiste antes que pudiera emitir la primera palabra. Los días pasaron y emergías entre ellos con la misma relación, con el mismo novio del que sólo escuchaba algunas referencias indecisas, borrosas acaso, con las que querías salvar tu parte en la responsabilidad de amarlo a perpetuidad (como se aconseja hacerlo en los albores de la vida). Confieso que no te incitaba a abandonarlo ni te invitaba a traicionarlo: tan sólo permitía que me encontraras en bibliotecas o en salones despoblados en los que me hablabas a pesar del temor que te despertaban mis sonrisas ambiguas, mi trato de imprecisa ternura. La existencia fue, sin embargo, acumulando aquel sentimiento que crecía tranquilamente (como dicen que se hace el verso en las cavernas del alma) hasta obligarnos a encontrarnos de vez en cuando para repasar los argumentos de la novela en la que no me decidía, a pesar de la persistencia con la que aparecías en la penumbra de mis compromisos, a ser tu amante y en la que no te arriesgabas a cruzar los vaporosos límites de la prudencia. Después aparecieron personajes que ensombrecieron las líneas argumentales con su lubricidad o con su obstinación y quienes, debemos admitirlo, se apropiaron de los terrenos que habíamos obtenido a fuerza de sonrisas emboscadas, de conversaciones al amparo del azar, de comentarios alusivos a lo que podría ser el amor… y fue justamente este avance quien ahora nos compromete a vernos bajo el asedio de los alambrados que ellos alinearon para impedir que usurpemos las comarcas en las que fuimos felices a pesar que no dimos el paso definitivo, a pesar que no dijimos aquella frase que hubiera hecho posible lo que vislumbrábamos en el tejido de los segundos y de las que nos expulsaron hasta el momento en el que podamos mirarnos a los ojos para decirnos, abierta y francamente, “estuve esperándote todo este tiempo”…
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