Archivo mensual: febrero 2013

A propósito de un cumpleaños

catalina_pineda

                                                                                                   Dedicado a Catalina Pineda

Ella tiene unos ojos enormes, inmensos, incontenibles como la madrugada que se desbarranca por la montaña. Algunos dicen que son potentes, incluso peligrosos, que no se pueden contemplar el quince de diciembre a las ocho de la noche porque quedas enamorado para el resto de tus días, dice Pablo con las palabras estrellándose en su carrera.

¿En serio?, indago escéptico.

En serio, responde él.

Exploro tu foto guiado por la curiosidad. La miro como se contemplan las líneas que le nacen a la piel de la tierra. Empiezo a buscar y rebuscar entre el arsenal de palabras para admitir que Pablo tiene razón: tus ojos son monumentales, extraordinarios, excepcionales. Por ellos entra la vida intacta, sin dar espacio a divisiones ni divergencias, enterita, como dicen las mujeres de estas latitudes, con todos sus filos y todas sus sombras, con los amores atravesados y sin atravesar, con todas las alegrías y todas las congojas atropellándose, dándose codazos, riendo o gritando. Grandes, formidables, fabulosos, titánicos, imponentes, colosales, gigantescos, morrocotudos, excepcionales, insólitos. Cuántos sinónimos y ni uno solo alcanza a describir la mil millonésima parte de su brillo ni de la forma que imagino ovalada cuando sospechas y redonda cuando sonríes. Tampoco existe un verso o una frase disidente que tenga la capacidad de sintetizar la belleza de tus ojos que se iluminan cuando la alegría pasa a su lado y se opacan cuando el silencio se atraviesa en ellos…

Diego, lo importante no es lo que entra, sino lo que sale, corrige Pablo. ¿Qué sale?, pregunto.

De ellos emerge una ternura traviesa, sin tinieblas ni falsos destellos, una amistad sincera y, si los miras justo después que el sol rasguñe la mañana, contemplas al alma entera saliendo de ellos.

¿Entera?… ¿Sin tener que agacharse para no pegarse en los párpados?, vuelvo a interrogar.

Sin tener que agacharse, responde convencido. Y convencido miro la fotografía. En efecto brota entre las tonalidades del negro y el gris, un brillo que no puede ser producto de la cámara, de mi curiosidad ni del discurso de Pablo. Vuela mi imaginación hasta las mañanas en las que sale tu alma a cabalgar la alegría, a despeinar el viento y burlarse de los compromisos. Giro la cabeza y veo a Pablo con los ojos perdidos en la geografía de tu sonrisa, la mirada refulgente y una centella aferrada a sus labios. Carraspeo fuerte para sacarlo de su ensimismamiento.

Mira esa sonrisa que no parece de este mundo, sugiere poco después de salir del enajenamiento. Es un milagro diario, una esperanza perpetua, un tropel de alegrías, susurra en tanto que se deja llevar hacia los recodos del silencio.

¿Cómo puedes sonreír de esa manera? ¿Lo ensayas o te sale natural? Parece que tu sonrisa fuera una cascada que prorrumpe entre las fracturas de la vida, que va tomando fuerza a medida que pasan los segundos hasta que se transforma en un tumulto que se estrella contra los terrones de desesperanza, se descalabra con las piedras que salen a su camino, pero quien siempre lleva en su lomo, a pesar de los golpes y los hematoma, flores y semillas, mariposas con las alas abiertas, hojas con hormigas aferradas, vida, en suma, vida y fuerza que se entrega a la inercia de la huida.

Deberías escribirle para su cumpleaños, apunta Pablo al final del largo viaje hacia tu sonrisa. ¿Escribirle? me pregunto en silencio y en silencio me digo que es imposible. ¿Qué te podría escribir si no sé de ti más que lo que acabo de ver y lo que Pablo me ha dicho?

Hombre, qué pena contigo, pero eso no es factible: no hay palabra, frase, o combinación de frases y palabras que puedan enumerar siquiera una de sus cualidades. Él me contempla con asombro. Las palabras son finitas y ella es infinita; es como si una base finita pudiera generar un espacio vectorial infinito, intento hacer una analogía matemática a pesar de mis pocos conocimientos en la materia.

Dale, tú puedes, insiste a pesar de mi negativa.

A lo sumo puedo reproducir este instante y publicarlo en el blog, si acaso eso sirve de algo…

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Clandestinos

muro1(Fuente de la Imagen)

Había noventa centímetros de silencio entre tu curiosidad y la mía. Sin embargo nos manteníamos distantes, serios y ajenos. Así debía ser: al fin de cuentas yo no era más que el primo de tu novio. Ni siquiera podía ser aquel amigo que aprovecha el desorden, los tragos y la algarabía para acercarse, rozar la piel, coquetear sutilmente y luego retirarse. Por aquellos días sólo estaba autorizado a contemplar la manera en la que emergía desde las grietas de las miradas furtivas, un muro enorme, pétreo, de palabras no pronunciadas. “Me gustas”, “me encantas”, “tienes algo que me atrae”, “eres interesante”. Después estaba el silencio y el respeto y las miradas y de nuevo el silencio y de nuevo las miradas y más silencio y el muro crecía y crecía, dele que dele, hasta que no éramos más que conceptos, meras especulaciones en el entramado simbólico, sólo una mancha que parecía mujer, un borrón que parecía hombre. ¡Qué mancha tan atractiva! ¡Qué borrón tan interesante! Éramos lo que nos tocaba ser en las pocas reuniones a las que ibas aferrada a su brazo, la timidez tiñendo tus mejillas. Hola, te decía. Hola, respondías y cada uno a se iba para su esquina. Los salones comunales, las salas, los asados se transformaban entonces en un ring de boxeo donde nos tanteábamos a lo lejos, ojos que medían, que se agachaban o gambeteaban, piernas que se cruzaban y descruzaban, manos que sudaban. Dulce pelea contra nuestros temores, amargo empate a ceros. Hasta luego, decía yo. Chao, respondías tú. Cada uno para su largo túnel de inexistencia hasta que venían los bautizos, el año nuevo y aparecías aferrada a su brazo, las mejillas rojas, las hermosas piernas, los ojos tanteando el terreno. Hola, decía yo. Hola, respondías tú y cada quien se iba para su esquina. Hasta que una noche o una tarde, nunca lo supe, te fuiste de su lado. Se dejaron, y dejándose, me dejaste a mí. Te esperé en fiestas y reuniones familiares. ¿Dónde está su novia?, preguntó algún curioso. Terminamos, pronunció la voz que hacía juego con el brazo al que venías aferrada. Luego todo fue un olvido incapaz de hacer lo que tenía que hacer: anular las migajas sobre las que sostenía esta vinculación que no era relación, amistad, enemistad ni soledad. Sólo vestigios que se acomodaban en aquellas regiones en las que la fantasía construye mentiras. Así te fuiste desvaneciendo hasta ser un murmullo leve, imperceptible, en el concierto de mis recuerdos. Hace un par de minutos, no obstante tu huida hacia la nada, decidiste salir de las catacumbas del olvido y dejar una huella en mi perfil de facebook. A partir de ese instante cada sombra, cada filo, cada brillo clandestino empezó a encajar hasta que te transformaste en la mujer que me esperaba en la otra esquina de todas las reuniones familiares…

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500

500(Fuente de la Imagen)

En el 500 A.C. murió Zu Chongzhi, matemático de la dinastía Liu Song que tuvo la mejor aproximación de Pi a lo largo de nueve siglos (355/113). Este mismo año la escuela pitagórica comenzó su expansión y nació Anáxagoras en Clazomene, territorio de la actual Turquía (este filósofo introdujo el concepto de Nous, mente, como origen del universo y causa de la existencia). Ray Harroum ganó en 1911 el primer torneo de las 500 millas de Indianápolis gracias a que inventó el espejo retrovisor. Eddie Cheever, ya que hablamos de esta competencia, tiene el record de la vuelta más veloz en esta competencia, alcanzando en 1996 la infartante velocidad de 379,889 kilómetros por hora. En el 500 D.C ocurrió la batalla de Monte Badon (Badon Hill, en inglés), en quien las fuerzas romano-britanas detuvieron la avanzada anglosajona. Un texto del siglo IX (Brittonum) atribuyó el éxito de la batalla a la intervención del mítico Rey Arturo. “Programa 500 días”, fue el nombre que recibió el proyecto lanzado en La Unión Soviética en agosto de 1990 (en pleno proceso de la perestroika) para superar la crisis económica mediante la transición hacia una economía de mercado. El proyecto TOP500 es el ranking de las 500 súper computadoras más poderosas del mundo. Dicho conteo recopila información de Hans Meuer, Universidad de Mannheim (Alemania); Jack Dongarra, Universidad de Tennessee (Knoxville); Erich Strohmaier, NERSC/Lawrence Berkeley National Laboratory; Horst Simon, NERSC/Lawrence Berkeley National Laboratory. El 11 de agosto de 1929 Babe Ruth completó 500 jonrones jugando con los New York Yankees (equipo en el que militó durante catorce jornadas). A comienzos de noviembre de 2012 IBM logró simular 500 mil millones de neuronas y 100 billones de sinapsis. Para lograrlo usó el superordenador más grande del mundo (Sequoia), quien consta de 96 armarios de un millón y medio de núcleos y 1.5 petabytes de memoria. Aquemini de Outkast es considerado el álbum número 500, de los 500 mejores álbumes de todos los tiempos. La revista Rolling Stones para llegar a este resultado acopió los votos de 273 músicos, críticos y figuras de la industria musical (quienes emitieron por separado una lista de 50 álbumes). El primer álbum de este mismo conteo es, en criterio de esta publicación, Like a Rolling Stone, de Bob Dylan. John Christopher «Chris» Cassidy fue el astronauta número 500 en salir al espacio. Esta misión la alcanzó el 15 de julio de 2009 en cumplimiento de la misión STS-127 que fue asignada al trasbordador Endeavour. Estudios demuestran que la mitad de los europeos nunca han visto o tenido un billete de 500 euros en sus manos. Otros estudios indican que un europeo promedio consume anualmente cerca de 500 gramos de fragmentos de insectos a través de mermelada de fresa, pan y otros alimentos procesados. 500 son los post que he publicado en este blog que hoy cumple cinco años (la centésima parte de cinco centurias) y 500 son, a su vez y para finalizar, las palabras que componen el presente artículo.

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Cliché

Sexy leg in fishnet stockings(Fuente de la Imagen)

No es que pensara traicionar a mi esposa. Es más, ni siquiera había planeado que nos encontráramos, por no decir, tropezáramos, en la biblioteca. Fue un momento incómodo en el que cada uno deseaba dar la espalda y perderse en la multitud. Sin embargo la cortesía exigía que saludáramos, hiciéramos las preguntas protocolarias, los elogios que se usan en estos casos, diéramos media vuelta y nos fuéramos cada uno por su lado. El problema, lo sabíamos bien, era que las sonrisas empezarían a brotar de las comisuras del alma, los ojos se encontrarían y las manos se rozarían (como en efecto sucedió). El resto era protocolo: cortos pero efectivos trámites de las palabras que traerían el pasado a la mitad de la conversación, que nombrarían aquel motel que queda a pocas cuadras de la biblioteca, reviviendo de esa manera el deseo que nunca se agotó en los entresijos de mi alma. El deseo y la rabia porque, debo decirlo, incidió más el coraje que el apetito por aquel cuerpo que frecuenté años atrás.

Poco después se hicieron las llamadas respectivas a su esposo y a mi esposa. Ella se burlaba de mis manos sudorosas y del temblor de mi voz. No sabes mentir, afirmó al final de una carcajada llena del orgullo que supone ser experta en el arte de falsear los rectos caminos de la verdad. En efecto no sabía mentir… ni engañar. Era la primera vez que lo hacía. Ella, en cambio, se había acostado conmigo muchísimas veces sin que apareciera la menor señal de arrepentimiento por traicionar a su esposo. Vamos, dijo llevándome de la mano como se lleva un niño al primer día de escuela: con la seguridad que aprenderá que la vida es demasiado grande para poderse encerrar en definiciones y conceptos. Caminamos algunas cuadras hasta llegar a una zona infestada de moteles. Entramos, pagamos y seguimos a la dependiente dando pasos cuya resonancia se multiplicaba en las puertas de las que emergía aquel silencio gelatinoso que se desprende de manos acariciando brazos de hombres hundidos en los crespones del sueño. Abrió el cuarto, nos miró para indagar si había peticiones y se fue por el mismo pasillo que nos trajo.

¿Qué pasa? ¿No tienes ganas?, indagó con una mirada desilusionada. Mi pene, y perdón por usar esa denominación tan catedrática, estaba arrugado, frío y acostado contra mi pelvis. Parece que no quiere, dije para llenar con razones y excusas el enorme silencio que generaba la contemplación de ese pedazo de cuero, como lo llamó ella cuando notó que no quería funcionar. Déjalo, indiqué cuando ella empezó a lamerlo, acariciarlo y succionarlo para imprimirle la vida que traería los viejos tiempos. No quiere, insistí. Ella contemplaba el pene y la ventana por la que entraba la gritería de los niños del parque que estaba al otro lado de la calle. ¿Estoy muy fea?, inquirió con voz temblorosa. No eres tú, soy yo, respondí con la satisfacción de emplear las mismas palabras que ella usó para señalar que había terminado el pequeño romance que sostuvimos a lo largo de tres meses (y de quien supe después, cuando todo importaba un comino, que había terminado porque salía simultáneamente con mi jefe). Lo triste es que ahora ella y yo empezábamos a ser un lugar común: relaciones que terminan, infidelidades, puñeteras con el jefe, vidas truncadas por un desamor, celos y cientos de clichés. Terminamos cumpliendo el estereotipo a pesar que son tantas las variantes en las que pueden suceder las circunstancias. Duele tener la misma suerte de un actor de cualquier novela venezolana. Hasta el nombre me funciona: Diego Germán. Quizás si llevara un apellido pomposo me acercaría un poco más al Universal platónico que haría de ella La Mujer y de mi El Hombre, los dos en mayúsculas para señalar que encarnamos todas cualidades y todos los defectos existentes y por existir.

Ella, mientras me sumergía en honduras filosóficas, continuaba reavivando el miembro que como sabemos todos los hombres del mundo, sólo cumple los designios de su caprichosa e insondable voluntad. ¡Déjalo!, indiqué con fastidio. Ese man no piensa parase hoy, concluí. ¡Maricón!, respondió con el odio con el que las mujeres trasmiten sus propios temores. Porque el asunto no es que le preocupara que fuera impotente. Ese, visto a la luz de las circunstancias, es un problema que sólo me competía a mí y eventualmente a mi esposa. Tampoco podría pensarse que un polvo menos o un polvo más hicieran la diferencia en su abultado cronómetro y, menos aún, que los deseos no satisfechos le arruinaran la semana. Todas las mujeres, siendo sinceros, viven y sobreviven con unas apetito que nunca, bajo ninguna circunstancia, será satisfecho gracias a que cada orgasmo les permite atisbar uno más grande, quien, a su vez, les deja ver otro superior y así hasta el infinito… y más allá, porque las mujeres, en asuntos sexuales, conocen aquellos confines que ni el más imaginativo de los hombres podrá entrever en sus acaloradas noches de sexo. Lo cual me permitía concluir que su rencor apuntaba a suponer que su generoso y delicioso cuerpo ya no tiene el mismo efecto sobre El Hombre, en mayúsculas, porque las mujeres siempre piensan que cualquier hombre es el representante de todos y cada uno de los restantes hombres (¿pensarán, en esa misma línea, que un pene encarna todos los penes?).

Se levantó de la cama, fue hasta la silla en la que descansaba su cartera y sacó un revólver. Me apuntó a la frente. Empezaban a borrarse los límites de lo convencional, a dejar de ser una reproducción de cualquier novela venezolana para pasar a pertenecer al grupo de desafortunados hombres que aparecen en El Espacio bajo algún título sugestivo. En mi caso, pensaba mientras ella me miraba con el resentimiento que sentía por sí misma, el título debía dejar en claro que moría fusilado a causa de una disfunción eréctil (“le dieron chumbimba porque no le sirvió la chimba”, podría ser una posibilidad). Sé que suena increíble que piense esas estupideces al borde de la muerte, pero mi cabeza es así de voluntariosa y se va por caminos insólitos cuando está bajo presión. Intentó martillar el revólver pero sus deditos no tenían la fuerza para hacerlo. La mente se fue limpiando lentamente, como si fuera un tablero acrílico al que se le pasa un trapo humedecido con metanol. ¡Espera!, grité cuando sentí un calor que cosquilleaba por las vecindades de los testículos. Millones de mililitros corrían, venturosos, por los cuerpos cavernosos levantando el pene con la misma algarabía con la que los soldados estadounidenses izaron la bandera en la cima del monte Suribachi. La erección contradecía en su contundencia el sentido común, la biología y quizás la psiquiatría. Venga mamasita recordamos viejos tiempos, indiqué para disipar las tinieblas que habían crecido en los minutos preliminares y que pudieron costarme la vida…

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