Existen dos días que descuellan de sus homólogos por su densidad: el primero y el último de cada año. El primero se caracteriza por la modorra ocasionada por el abuso de trago y de comida y el segundo se distingue por el aletargamiento. Los dos almacenan en sus bóvedas la melancolía engendrada por exceso de optimismo o por falta de confianza. En ellos los minutos se espesan hasta congelar las horas y la ausencia de amores y/o amigos magulla el alma. El viento suspende su éxodo y las estrellas esconden su fulgor en las espaldas de las nubes. Son, sin duda, los días más largos del año.
Lo anterior no obsta para que mañana, a media noche, sacudamos los pañuelos para despedir el año que se hundirá en el naufragio de evocaciones a la vez que saludaremos el año en el que pensamos –quizás a causa del exceso de alcohol – que hallaremos la mujer tallada en la roca de la soledad o acaso el empleo que, de tanto soñarlo, está desteñido y arrugado. Después nos sentaremos a repasar los instantes de felicidad que centellearon en la monotonía y, acto seguido, despediremos los momentos de tristeza que labraron una cicatriz en el alma. Luego, cuando confirmemos que el arqueo de sonrisas y lágrimas suma cero, levantaremos la copa de aguardiente para saludar el año de aristas mansas y bordes relucientes; empinaremos el codo teatralmente y sentiremos el brebaje rasguñar la garganta y encender los lugares comunes y las frases de cajón. A continuación, si la cantidad de alcohol es congruente con la euforia, narraremos las anécdotas del año abatido a la vez que nos entregamos a los excesos gastro-etílicos…
El dos de enero, sin embargo, el viento continúa su emigración, las estrellas brillan sin timidez y los minutos aceleran la marcha. El año, en ese instante, exhibe su mejor sonrisa y la noche susurra los mejores versos. Este día los amores imposibles se tornan alcanzables y los sueños más remisos se transforman en mansos objetivos. Todos los esfuerzos convergen a la felicidad y los ausentes vuelven de tierras extranjeras a abrazarnos. El odio no toca ningún corazón y la esperanza es el lenguaje universal. El hambre y las enfermedades son espectros de un pasado enterrado en el olvido y la cordialidad es el único decreto…
A todos aquellos que han tenido la paciencia-y la decencia- de leerme, a mis amigos de toda la vida, a mis compañeros de universidad –Nacional y Distrital-, a mis familiares, a mi novia y a todo aquel que me conoce les deseo que todos los días del 2009 sean dos de enero.