Archivo mensual: enero 2011

Instantánea (4)

(Cortesía SoHo)

A Rita Bendek

El tiempo que encorva espaldas y marchita magnolias se detiene en el vano de las pestañas, justo antes que irrumpa el tropel de centellas proveniente de una ventana o de algún portón vecino; el mechón que proyecta un amago de sombra sobre el pómulo derecho; la perfecta nariz que no respira, que aguarda la eternidad montada sobre los labios que no se deciden a sonreír; las clavículas en las que juguetea un rayo de luz, en las que se esconden las tinieblas; el hombro que se hunde en las sombras y su gemelo que resplandece bajo una guedeja rebelde; las redomas de porcelana, damajuanas de cerámica, balanzas y lustrosos estantes de boticarios decimonónicos, de extraviados alquimistas…

Estamos, en el instante que la inmortalidad pastorea en las ondulaciones de tu cabello, solos, libres de congojas y compromisos; sin las horas husmeando, clavando sus dientes en las sienes o en el hígado; solos, repito, sin los amores reales, los de carne y hueso, los que encumbran, los que amordazan; sin los días en los que estás guardada entre imágenes robadas a la red, días en los que estoy pensando en las deudas, en la oportunidad de trabajo que nunca llega; sin los obstáculos de la realidad, de la terca realidad que me obliga a ser el observador, el que calcula tu mirada al otro lado de la pantalla, la misma realidad que prohíbe que nos encontremos en callejones oscuros, la que impide que mi nombre cruce el umbral de tus labios o que tu mano acaricie el empeine de mi respiración…

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Noche de sombras

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Era precario el margen que el azar autorizaba para encontrarnos una noche fría, al borde de la Calle Diecinueve, muy cerca de la Carrera Séptima, y sin embargo sucedió. Venías con tus piernas de veintisiete años de uso, con pasos agitados por la fiereza de la vida, acaso por las asperezas de la suerte, con un suéter dos números mayor a tu talla y con los cabellos entregados a la incertidumbre de la brisa. Vacilaste al verme; pensaste, imagino, que te increparía por los descalabros del pasado, por las briznas de una relación que nació agotada, de un amor que sólo tuvo fuerzas para componer una sinfonía a la que asistimos solemnes, con cara de circunstancia. Me abrazaste, a pesar de la sospecha, como si fuera un leño salvador, me diste un sonoro beso en la mejilla y lanzaste una sonrisa centelleante. Llevábamos más de tres años sin vernos, sin hablarnos, sin saber de los destinos que, por aquellos hábitos de la ironía, se cruzaron en las cenizas de un bolero. Espero que estés bien, afirmaste sin darme posibilidad de hablar; te presento una amiga, continuaste. Ella, tu acompañante, me dio la mano y dijo un nombre que se deshizo en el bramido de buses, en la súplica de indigentes, en el rumor del polvo. Repetiste el abrazo y continuaste tu ruta hacia las garras de la noche, hacia los abismos del olvido…

(entiendo, al medir la intensidad de este recuerdo, que tu nombre ya no es aquel cementerio de reminiscencias por el que paseaba con la mirada perdida y las manos en la espalda, así como tampoco es el altar al que le entregué mi fidelidad, mis mejores años, los versos que jugueteaban con las rosas que envejecieron bocabajo. Es menos que eso. Es, a lo sumo, el susurro de pieles tocándose, de labios separándose, de la brisa quemándose bajo el sol de las dos de la tarde… es bastante poco, lo sé; pero, ¿qué podía quedar de aquel rabioso intento de perpetuar el tropel de besos ilícitos, de caricias emboscadas en sábanas alquiladas, de versos al amparo del alcohol?)

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Traición

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Calculaste cada detalle y tuviste que esperar, para su ejecución, que los niños qusieran dormir en casa de la tía y que yo decidiera, simultáneamente, viajar. Te maquillas con las manos temblorosas; te pones aquella tanga negra que ha rodado por los moteles en los que nos amamos a escondidas de los adultos sensatos en los que nos transformaron los hijos; perfumas aquellos rincones por los que sabes que pasaran labios temblorosos, manos urgentes, acaso hielos babeantes; te vistes, por último, con una minifalda por la que emerge dos piernas atrevidas, casi obscenas. El espejo te devuelve la imagen de una mujer a quien el invierno de los años no le ha enfriado las arterias. El resultado te roba una sonrisa. Caminas lentamente hacia el cuarto donde te espera una botella de champagne, una bandeja con fresas y una cama coronada por una rosa. Te acuestas con movimientos sensuales, enciendes el televisor para buscar el canal que transmite pornografía al filo de la media noche. Acaricias las comarcas de tu piel, como si quisieras repasarlas, dejarlas grabadas en tu memoria, hasta que sientes el rugido de la sangre; aceleras el ritmo de tus dedos (quienes, veloces, buscan el vértigo de tus labios mayores); los hundes en las grietas para empezar, así, a consumar la más ingenua de las traiciones: engañarme toda la noche con mi recuerdo…

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Al otro lado de la luna

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“Tu voz por el teléfono tan cerca y nosotros tan distantes,
tu voz, amor, al otro lado de la línea y yo aquí solo, sin ti, al otro lado de la luna”

Darío Jaramillo Agudelo

 

Qué ternura encontrarte al otro lado del teléfono, lejos del olvido y de las manchas del tiempo, al borde de una preocupación o con la vida enredada, con la alegría brotando por las ranuras de tus ojos, con la brisa intrincada en las centellas de tu voz o con el sol jugueteando en tus palabras; qué alegría, asimismo, saberte inalcanzable, ajena, sombra de otra sombra, heredera de otras manos, inaccesible a mis besos, con el amor contemplando el poniente, con tu vida divergiendo de este silencio que nos confina a largas conversaciones telefónicas, a miradas laberínticas, ya que, sin él y sin ellas, dejarías de ser aquel Amor Imposible que me invita a acecharte en fotografías en las que nunca estaré, a rastrear tus pisadas en las conversaciones de tus amigos, a calcular tus besos con los ojos de la imaginación, a esperarte hasta el filo de la media noche en lugares improbables…

…pero, para qué aburrirte con mis las palabras jadeantes, con mi insufrible verbosidad, con mi adjetivación frondosa, con mi perturbadora manera de quererte, de asediarte emboscado en la oscuridad, de protegerte contra los aguijones del camino, contra las aristas del destino, si lo que busco, lo que autoriza mi atrevimiento, es justamente lo opuesto: divertirte, acaso arrebatarte de las zarpas del tedio, de las cuchillas de la amargura, guiarte, quizás, por el tercer piso de enseñanzas y agonías por el que transité con una escabiosa en la solapa, con la mirada enredada en versos y amores contrariados y con la voz enlutada… eso, mi pequeña, siento en las noches en las que mis manos temblorosas marcan apresuradamente a tu casa, al número de nuestros silencios, de nuestras ingenuas complicidades, a la línea que transfiere mis sentimientos en vocablos cifrados, en palabras extraviadas, con la esperanza, algunas veces con la certeza, que entiendas su significado, que comprendas que al decirte “eres una gran mujer” digo “me fascinas” y al afirmar “hazme el favor de…” quiero decir “necesito escuchar tu voz”…

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Existen días en los que pienso que…

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una frase afortunada, una mirada en mitad del silencio o el roce leve, acaso etéreo, de mi mano sobre tu angélica piel hubiese sido suficiente para inclinar la balanza hacia el amor. Asimismo me entretiene imaginarte sonriéndome en la penumbra de tu cuarto (que sospecho amplio, con inmensos ventanales por los que entra la madrugada meneando la cola), dibujando con tus manecitas de querube los caminos por los que transitarían tus besos delgados, acaso temblorosos, de renegada, en medio de sigilosas palabras, de versos clandestinos, con los teléfonos amordazados, con las puertas bajo llave, con los compromisos con la frente pegada a la ventana y con los escrúpulos extraviados en los meandros de las aclaraciones (aquellas verrugas de la moralidad). En esos días (hoy es uno de ellos) examino tus fotos para rescatar las frases que nos observaban desde su imponencia, entre el murmullo de estudiantes, entre mesas que cojeaban y entre la brisa que se llevaba hojas y lápices en los encajes de sus manos. Les remuevo, una vez las he recuperado, las cenizas del olvido, el relente de soledad y de incapacidad, hasta que empiezan a brillar, a tener la facultad de abrir aquella puerta por la que entraba, de medio lado y sin hacer ruido, a tu universo de rosas y aguijones…

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