Dedicado a Carolina Rodríguez
Algunos amaneceres el tiempo le cae como un aguacero de noviembre: deshojando arbustos, atiborrando las calles con agua arremolinándose, llevándose hojas, hormigas despanzurradas, pájaros con el pico amoratado, tronando, asustando, amenazando con su furia de vientos descontrolados, golpeando tejas y ventanas descuidadamente abiertas. Así, digo, aterriza el tiempo en las mañanas en las que le duele levantarse, en las que le aflige ser profesor, hijo, esposo o hermano, en la que no hay manera de sonreír porque le esperan compromisos, buses atorados en el tráfico y salones atestados de estudiantes. Se levanta, pone la radio a todo volumen para cantar bajo la regadera, pero suena el teléfono o alguien golpea en la puerta del baño porque es tarde. A los diez segundos la música empieza a deteriorarse, a hacerse molesta, fatigosa, gracias a que la cabeza se enreda en los filos de las horas que vendrán. Pero el tiempo, es decir, el aguacero sigue resonando en alguna parte de las células que dejan de reproducirse, que empiezan a extenuarse como la música que lo acompañaba en la ducha, en las manos que abandonarán la quietud para empezar a temblar, a llenarse de lunares, de chichones en los dedos, en el corazón en quien habitan todas las formas de amar a sus semejantes, a sus hijas, a sus papás, a su hermana o a la hermana del vecino. Siempre hay alguien para amar y para olvidar, así es este aguacero que arrastra con recuerdos y olvidos sin discriminar: los golpea y se los lleva, en el riachuelo que se forma a sus pies, hacia alcantarillas, hacia canales que mueren en los caños donde navegan perros con gallinazos sobre sus espaldas. Sale del baño perfumado por la melancolía que siempre lo acompaña, la que lo define en reuniones y fiestas, en eventos y congresos, la que habla de él más que los títulos universitarios, más que las universidades en las que trabajó, en las que trabaja y en las que trabajará, mejor que la casa a doscientas cuarenta cuotas que nunca terminará de pagar. Se sienta en la cama con deseo de hundirse en el sueño pero debe fingir responsabilidad: organizar hora a hora, minuto a minuto, los compromisos: los alumnos que no entregaron el trabajo de Ecuaciones Diferenciales y a quienes les dará la oportunidad de presentarlo mañana, la socialización de los trabajos de grado, el horario de atención en el que leerá el último capítulo de la novela de Vallejo que le avergüenza devorar en público. Y así se le va el presente en nombre del futuro, en nombre de la esperanza, en nombre de lo que podrá llegar intrincado en los exámenes, en las anotaciones, en los días en los que prefiere quedarse leyendo en la cama en lugar de ir a la universidad a hablar de Cálculo Vectorial, Álgebra Lineal y de Probabilidad. Sigue adelante este aguacero que desbarranca la juventud, que derriba un árbol que cae sobre un recuerdo estacionado a la sombra del silencio. Contempla, poco después, al infinito con un calcetín puesto a mitad, con el otro torcido, con el jarrete sobre el tobillo, con los pantaloncillos húmedos por el agua que desciende de la espalda, con la cabeza puesta en la profesora de la Facultad de Humanidades de quién sólo conoce su caminar pausado y sus nalgas que suben y bajan mesuradamente, sin angustias, sin saber, sin sospechar siquiera, que nueve líneas más abajo, vendrá su esposa con deseos de despeñarse en un polvo mañanero que le espante, o al menos eso quiere creer, el acaloramiento que la tiene al borde de la infidelidad. Eso último él nunca lo sabrá porque este aguacero la llevará a ella, a su compañera, en sus confusas aguas, hacia las cañerías de la muerte. Pero no nos desviemos, continuemos con nuestro personaje quien empieza a echarse crema en la frente y a empacar los libros en el maletín de cuero que le regaló un amigo. Cierra la cremallera haciéndola gruñir con aquella sonoridad que tanto le gusta. Levanta la cabeza y ve a su mujer con una mirada turbia, ambigua, con centelleos perdidos entre los truenos de este aguacero que cede en su turbulento afán de consumirlo todo y de consumirse él en su pretensión de vorágine. La toalla cae dejando libres las curvas que persisten en su empeño de seducir, en su afán de abrir apetitos, de encender la sangre de las regiones meridionales; la pátina de su pubis le genera una erección vigorosa que lo invita a lanzar la maleta al tiempo que se desanuda la corbata y se desabotona la camisa planchada por la muchacha que canta en el primer piso, entre el algarabía de platos y ollas que se golpean entre sí. La lluvia cesa en su delirio, los riachuelos empiezan a decaer hasta hacerse delgado hilos de agua por el que navega una hojas rojiza, las hormigas vuelven a poblar el pavimento con su afanoso paso y de alguna rama emerge el gorjeo de un gorrión que serpentea bajo los escombros de esta catástrofe de horas que algunos hombres llaman Tiempo, otros Destino y el resto le dice, sin detenerse en honduras filosóficas, o quizás por ello mismo, Vida…