Archivo mensual: noviembre 2011

Trote de las horas (2)

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Dedicado a Carolina Rodríguez

Algunos amaneceres el tiempo le cae como un aguacero de noviembre: deshojando arbustos, atiborrando las calles con agua arremolinándose, llevándose hojas, hormigas despanzurradas, pájaros con el pico amoratado, tronando, asustando, amenazando con su furia de vientos descontrolados, golpeando tejas y ventanas descuidadamente abiertas. Así, digo, aterriza el tiempo en las mañanas en las que le duele levantarse, en las que le aflige ser profesor, hijo, esposo o hermano, en la que no hay manera de sonreír porque le esperan compromisos, buses atorados en el tráfico y salones atestados de estudiantes. Se levanta, pone la radio a todo volumen para cantar bajo la regadera, pero suena el teléfono o alguien golpea en la puerta del baño porque es tarde. A los diez segundos la música empieza a deteriorarse, a hacerse molesta, fatigosa, gracias a que la cabeza se enreda en los filos de las horas que vendrán. Pero el tiempo, es decir, el aguacero sigue resonando en alguna parte de las células que dejan de reproducirse, que empiezan a extenuarse como la música que lo acompañaba en la ducha, en las manos que abandonarán la quietud para empezar a temblar, a llenarse de lunares, de chichones en los dedos, en el corazón en quien habitan todas las formas de amar a sus semejantes, a sus hijas, a sus papás, a su hermana o a la hermana del vecino. Siempre hay alguien para amar y para olvidar, así es este aguacero que arrastra con recuerdos y olvidos sin discriminar: los golpea y se los lleva, en el riachuelo que se forma a sus pies, hacia alcantarillas, hacia canales que mueren en los caños donde navegan perros con gallinazos sobre sus espaldas. Sale del baño perfumado por la melancolía que siempre lo acompaña, la que lo define en reuniones y fiestas, en eventos y congresos, la que habla de él más que los títulos universitarios, más que las universidades en las que trabajó, en las que trabaja y en las que trabajará, mejor que la casa a doscientas cuarenta cuotas que nunca terminará de pagar. Se sienta en la cama con deseo de hundirse en el sueño pero debe fingir responsabilidad: organizar hora a hora, minuto a minuto, los compromisos: los alumnos que no entregaron el trabajo de Ecuaciones Diferenciales y a quienes les dará la oportunidad de presentarlo mañana, la socialización de los trabajos de grado, el horario de atención en el que leerá el último capítulo de la novela de Vallejo que le avergüenza devorar en público. Y así se le va el presente en nombre del futuro, en nombre de la esperanza, en nombre de lo que podrá llegar intrincado en los exámenes, en las anotaciones, en los días en los que prefiere quedarse leyendo en la cama en lugar de ir a la universidad a hablar de Cálculo Vectorial, Álgebra Lineal y de Probabilidad. Sigue adelante este aguacero que desbarranca la juventud, que derriba un árbol que cae sobre un recuerdo estacionado a la sombra del silencio. Contempla, poco después, al infinito con un calcetín puesto a mitad, con el otro torcido, con el jarrete sobre el tobillo, con los pantaloncillos húmedos por el agua que desciende de la espalda, con la cabeza puesta en la profesora de la Facultad de Humanidades de quién sólo conoce su caminar pausado y sus nalgas que suben y bajan mesuradamente, sin angustias, sin saber, sin sospechar siquiera, que nueve líneas más abajo, vendrá su esposa con deseos de despeñarse en un polvo mañanero que le espante, o al menos eso quiere creer, el acaloramiento que la tiene al borde de la infidelidad. Eso último él nunca lo sabrá porque este aguacero la llevará a ella, a su compañera, en sus confusas aguas, hacia las cañerías de la muerte. Pero no nos desviemos, continuemos con nuestro personaje quien empieza a echarse crema en la frente y a empacar los libros en el maletín de cuero que le regaló un amigo. Cierra la cremallera haciéndola gruñir con aquella sonoridad que tanto le gusta. Levanta la cabeza y ve a su mujer con una mirada turbia, ambigua, con centelleos perdidos entre los truenos de este aguacero que cede en su turbulento afán de consumirlo todo y de consumirse él en su pretensión de vorágine. La toalla cae dejando libres las curvas que persisten en su empeño de seducir, en su afán de abrir apetitos, de encender la sangre de las regiones meridionales; la pátina de su pubis le genera una erección vigorosa que lo invita a lanzar la maleta al tiempo que se desanuda la corbata y se desabotona la camisa planchada por la muchacha que canta en el primer piso, entre el algarabía de platos y ollas que se golpean entre sí. La lluvia cesa en su delirio, los riachuelos empiezan a decaer hasta hacerse delgado hilos de agua por el que navega una hojas rojiza, las hormigas vuelven a poblar el pavimento con su afanoso paso y de alguna rama emerge el gorjeo de un gorrión que serpentea bajo los escombros de esta catástrofe de horas que algunos hombres llaman Tiempo, otros Destino y el resto le dice, sin detenerse en honduras filosóficas, o quizás por ello mismo, Vida…

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Educación

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Me pregunto cuando se habla de la Educación, de la que se escribe en mayúsculas, la que da títulos y abre puertas (en oposición, quizás, a la educación en minúsculas, la que antaño le concernía a los padres y que hogaño le corresponde a la televisión, la que enseña a pedir el favor, a saludar, agradecer y despedirse), cuando se debate sobre su naturaleza y la manera de dirigirla, cuando se discute sobre su función pública, cuando se estudian reformas tendientes a mejorar su calidad y ampliar la cobertura, me pregunto, decía, cuál será el día en el que estaré entre los expertos que deliberan, estipulan, definen, ordenan, miden, sopesan, ajustan y establecen qué es y cómo deben impartirse la Educación. No lo digo porque tenga Doctorado en Pedagogía o en Políticas Educativas. No; lo afirmo por todo lo contrario: porque sólo tengo el título de Bachiller Académico.

Bachiller Académico es, curioso lector o intrigada lectora que desconocen el sistema educativo colombiano, el título que se le otorga a aquel estudiante que se gradúa sin saber contabilidad, mecanografía, metalmecánica, ebanistería, agronomía, dibujo técnico, dibujo artístico, horticultura… es decir, aquel que sólo conoce el arte de leer, aunque con bastante dificultad, y que pueden garrapatear dos o tres operaciones aritméticas siempre que estas no involucren fraccionarios.

Este es, decía, mi único título. Después de él tengo, y esa es la razón por la que debería estar entre los expertos y los investigadores, veintisiete semestres de pregrado. Ellos se distribuyen en dos Programas Curriculares (ingeniería y matemática) y cubren, gracias a mi incapacidad para saber qué me gusta y qué quiero hacer en la vida, más de diecisiete profesiones. ¿Quién, díganme ustedes, más autorizado que yo para hablar de los problemas y dificultades en la Educación Superior?

No soy, sin embargo, el único: conozco una centena de expertos en Educación Media que han estado en el sistema, a lo largo de décadas, cambiando de colegio, de método, de pedagogía, de docentes, de directivas, de orientación religiosa y filosófica. Pasan de un colegio campestre a un internado, del internado salen a una institución de pedagogía experimental, de allí van para un colegio militar, de este se van para un Colegio Distrital y así hasta que terminan, por la gracia de Dios, de Destino, del Azar o, vaya uno a saber si por las bondades del mismo sistema, el dichoso Bachillerato. ¿Quién, díganme de nuevo, más autorizado que ellos para enumerar las debilidades de cada institución en particular y del sistema en general?

Es que ese es el punto: quienes deberían deliberar y disertar sobre la Educación seríamos nosotros, los vagos, los que siempre perdemos materias, semestres y años, y no aquellos señores de doctorados y postdoctorados que nunca levantaron la cabeza de los libros y que, gracias a ello, no conocieron la universidad ni en su estructura ni en su problemática. Quienes duden de ello pregúntenle al más destacado de su clase, al mejor de la promoción, al Suma Cum Laude, si conoció el pastizal vecino de La Capellanía.

-¿Cuál?
-Aquel que están detrás del Polideportivo; cerca de la salida de la veintiséis. Allá dónde nos íbamos a tomar aguardiente con las niñas de Psicología y que después se transformaba en motel de mil estrellas…
-¿Cuál polideportivo?
-en el que estuvo alojada la Biblioteca Central…
-del traslado de la Biblioteca sí me acuerdo pero no del pastizal… y mucho menos del motel ese…
-hombre, pero si usted escribió un artículo sobre la arquitectura de la Universidad Nacional y nombró ese espacio…
-lo que pasa es que esa información la saqué de un artículo de La Sorbona…

Ellos vienen, posteriormente, a decirle a las universidades y a sus estudiantes cuáles son los problemas que tienen porque lo leyeron en algún tratado norteamericano que versa sobre las universidades latinoamericanas o porque suponen que tendremos los mismos inconvenientes que tuvo la universidad europea en los años cincuenta. ¡Todo eso lo saben sin necesidad de poner un pie en la universidad! ¡Qué lumbreras! O si ponen un pie es para dar una conferencia y luego salir corriendo o dando botes y tumbos como le sucedió a Juan Camilo Restrepo hace casi diez años en el auditorio Virginia Gutiérrez de Piñeres. ¿Será, entonces, justo que sean ellos quienes decidan sobre la directrices de la Educación? De ninguna manera. Pienso que el gobierno debería pedirles a los rectores de todas las universidades y todos los colegios la lista de los peores estudiantes, de los que llevan años o décadas en sus instalaciones para llamarlos, sacarlos del olvido, quitarles las telarañas y los estigmas que les ha impuesto la academia, para darles la posibilidad que trasformen la Educación en el carnaval de conceptos, en la borrachera de ideas, en la orgía de argumentos que debería ser…

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Existencia

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Mi vida parece un camino caprichoso, testarudo, atestado de abismos por los que desciende presuroso, con velocidad de derrumbe, de picos por los que trepa lento, negligente, hasta perderse en los algodones de las nubes, de curvas por las que hace chillar las llantas de los minutos que transitan por su asfalto pedregoso, de baches por los que salen volando las responsabilidades como si fueran cometas descarriadas, de hondonadas que se encharcan de recuerdos, de encrucijadas por las que tuerce su rumbo por años hasta que sale algunos metros más delante de donde se había extraviado. Digo que parece porque si usted la mira detenidamente quitándole los chichones y los barrancos, despojándola de las curvas asesinas, y no digo que se las suprima como se elimina un trazo con un borrador sino eludiendo sus insinuaciones, sus alardes de desviación, se dará cuenta que no es otra cosa que un camino recto, sin una sola ondulación, sin una intersección en la que se tenga posibilidad de elegir. Recto como dicen que son las carreteras que llevan al infierno, rectico, como diría mi mamá con esa capacidad tan suya de abreviar lo que no tiene extensión, de contraer los significados hasta hacerlos inofensivos, horizontal como el empalme del mar y el atardecer, así es mi vida… y la suya, paciente lectora y atento lector, o paciente lector y atenta lectora, puesto que estoy seguro que usted está entre quienes piensan que las pérdidas son un retroceso, o que los problemas son una desviación del camino, pero no es así, no es que se haya ido para otro lado, que se haya estancado en el mismo punto o haya dado media vuelta y regresado por donde vino; no, usted siguió avanzando sólo que el paisaje es similar, casi igual, al del mes o semana anterior, pero está en otro lado, más adelante del anterior, adelantico diría de nuevo mi mamá, pero sigue, continua en esta línea que une el nacimiento con la muerte sin manera de arquearlo, de frenarlo, sin forma de retraerse de sus afanes. Así vamos por la vida, o la vida va por nosotros: tiesa como un riel, inconmovible en su trote de mula resabiada, dirigiéndonos hacia las manos que nos cerrarán los ojos, hacia las piernas por las que perderemos la razón y de quienes nos esconderemos en Estados Unidos o Canadá, hacia los hijos que nos esperan en una villa de pescadores, hacia este texto que la empujará hacia mí o que lo incitará a enviarle el link a la muchacha que será, con el paso de los días, su esposa…

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Trote de las horas (1)

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Dedicado a Diego Navarrete en su cumpleaños treinta y tres

Vamos en medio de la carretera que separa, o mejor, que une a Villa de Leyva con Arcabuco, es de noche, cerca de las ocho, es siete de diciembre de mil novecientos ochenta y siete, Día de la Velitas, en mayúsculas, como todas las festividades en esta nación de conmemoraciones. Las montañas se iluminan por bombillitos pequeños que en realidad son montones de helechos, de hierba seca, de leña quemándose para saludar a la Virgen que pasará levitando encima de las volutas de humo. El año anterior, recuerdo mientras avanzamos en esta oscuridad tan impenetrable, tan densa que hay que separarla con las manos, ayudaba a mi abuelo a reunir helechos, chamizos, troncos grandes y pequeños que se fueron amontonando, que fueron creciendo, avanzando en su afán de remontar las alturas de las que bajaron para transformarse en este cúmulo de materia inerte; después, cuando la tumulto superaba los dos metros, cuando la noche se hizo espesa, mi abuelo prendió un trapo viejo y lo lanzó al montón que se encendió inmediatamente con una furia descomunal, gemían los troncos en su última agonía, la llama crecía y crecía y crecía y crecía en busca del tapete de estrellas que titilaban indiferentes a nuestros destinos, a nuestras desventuras. Yo no sabía si gritar o llorar de la impresión que me causaba esa enorme bola de fuego que expelía un calor capaz de deshacernos con la misma eficiencia con la que la lupa derrite soldaditos de plástico. Entre más crecía más nos alejábamos por la impertinencia de las llamas, “así es el infierno”, afirmaba Cleotilde, la compañera de mi abuelo, la moza, como le decía mi mamá con un odio visceral, “por eso hay que leer las Sagradas Escrituras”, concluía con la mirada extraviada, con la voz perdiéndose en los meandros de la demencia que se la llevaba de año en año por caminos de herradura, por calles empedradas, a gritar incoherencias, a vociferar con la boca llena de espumarajos, con una biblia maltrecha que años después yo le robaría, hasta que los hijos la traían a Bogotá y le daban kilos de Carbamazepina (la misma que consumo pero por razones distintas) hasta hacerla regresar a los esquivos cauces de la razón. Vamos llegando al Alto de Cane, la quebrada suena al fondo, entre las tinieblas, yéndose, huyendo de la vida que vibra en las gargantas de las ranas. Por acá pasaré ocho años después en el techo del bus de Calambres con seis amigos, los del colegio, los de toda la vida, los imprescindibles, los que siempre estarán para recordar o para hablar o para vivir. Íbamos, decía, embruteciéndonos con Ron Tres Esquinas, con Peches, con el viento, con el sol, con el paisaje y con la juventud que parecía eterna y que veinticuatro años después de esta noche de luna nueva, de evocaciones, de recuerdos y premoniciones, se deshilachará en las agujas de todos los relojes que le saldrán al paso, en los amores no correspondidos, en las encrucijadas, en todo quedarán aferradas las hebras de esa juventud que nos subirá a esa bus olvidado de la mano de Dios. Luego tomamos, tomaremos, porque será ocho años después de este viaje que empieza a hacerse largo, diez galones de chicha, 37,85 litros, 37850 centímetros cúbicos de bebida espirituosa, ancestral como la tierra a la que la regresaremos entre arcadas, entre la mirada asombrada de Cleotilde y las carcajadas de Javier. El que mejor estará será Diego Navarrete, a quien va dedicado este escrito, de quien quería hablar, pero la escritura es caprichosa, resabiada como una mula: por más que uno le jale las riendas se va por esos andurriales espinosos, escabrosos, peñas por las que uno se puede ir de cara contra el mundo para levantarse sin dientes, sin un ojo, manco como aseguran que era Cervantes. Diego Navarrete, decía, estará más lúcido, pondrá orden en ese naufragio de murmuraciones, de exclamaciones que pedirán la atención de los demás, de carreras vacilantes para vomitar afuera, al lado del cerezo, bajo los andenes de la Vía Láctea. ¡Tanta lucidez en este laberinto de existencias descarriadas! Tomaremos caldo mientras los otros dormirán los excesos etílicos, redondearemos las pocas ideas que no se fueron por las cañerías de la noche. Después todo lo consumirá el olvido, la negligencia de esta cabeza que recuerda lo que quiere, lo que le viene en gana, de esta cabeza que mastica y bota, que chupa la savia de algunos instantes y bota el resto del día, con todos sus filos, con todo y los millones de palabras que entraron y salieron de ella. Entre charla y charla vamos llegando a la Tienda de Joaquín, la misma que me verá borracho cientos de veces, en la que correré para no morir asesinado por las balas de Jacinto Espitia, un veterano de alguna de esas guerras que le nacen al planeta como verrugas en su lomo, que me verá agonizar de amor por una muchacha que no me dará ni la hora, que me verá comprar una canasta de cerveza para mis amigos del colegio con plata ajena, con dinero hurtado. Es hora de bajarnos de este sonajero de ventanas y puertas desajustadas, contemplo las bombillas que empiezan a extinguirse en las montañas que sobrevivirán al holocausto nuclear al tiempo que llega a mi oído los sonidos lentos, uniformes, que conducen a Joaquín entre las breñas de su ceguera. Tomemos este sendero irregular que nos llevará a la casa en la que mi abuelo duerme su borrachera diaria, su eterna fuga de este vida que lo devorará dieciseises años después, como me devorará a mí, como los devorará a ustedes, pacientes lectores.

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