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Elogio a la infidelidad

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Se afirma que devasto hogares y que he abato naciones. Se dice en las conversaciones a media voz, en salas y alcobas, que soy perversa y que mi nombre estimula la libido de los hombres y enloquece el juicio de las mujeres. Se asegura, incluso, que he torcido el recto camino de la humanidad. Estas y otras aseveraciones de igual calibre que me han impulsado a emerger de la cripta de las pasiones para ubicar mi buen nombre en el sitial al que pertenece.

Mi labor, en primer lugar, es noble y está libre de cualquier rastro de crueldad. ¿Quién sino la infidelidad ha librado a las mujeres y a los hombres de relaciones tormentosas? Piensen ustedes qué sería de la humanidad si no existiesen hombres o mujeres que rescatasen a sus semejantes de las zarpas de matrimonios aburridos o relaciones grises. La vida, en el caso de persistir en este tipo de vinculaciones sentimentales, sería un tormento insufrible que sólo cesaría con la muerte. Por otra parte, gracias a mi generosa ayuda hombres y mujeres han irrumpido en la vida política, deportiva y social o, estando en ellas, han descollado como guías y su nombre se ha escrito en la roca de la inmortalidad. John F. Kennedy, por ejemplo, se entrego, gracias a mi consejo, a las veleidades de Marilyn Monroe y el resultado no pudo ser mejor: desde la presidencia impulsó la educación, la cultura y las artes con gruesas sumas de dinero, además de impulsar la recuperación económica que puso a los Estados Unidos entre las primeras naciones en el orbe. ¿Piensan ustedes que hubiera hecho lo mismo si le hubiese sido fiel a Jacqueline Bouvier? ¡Jamás! El estímulo fue generado por las vertiginosas curvas de la rubia y por sus bríos de niña malcriada; sin ellos no hubiese sido más que un gobernante incoloro olvidado en los anaqueles de la memoria. Por ello, como dije al comienzo, mi obra se cuenta entre las más insignes.

Se dice, en segundo lugar, que mi presencia algunas veces genera conflictos menores. Estos, en honor y pres de la verdad, no se pueden adjudicar a mi presencia sino a los malsanos celos, mi más enconado enemigo. Mi función es aconsejar a hombres y mujeres que tomen las inclinadas rutas del adulterio; la tarea de los celos es, por su parte, enturbiar el juicio de la contraparte al punto de lanzarlos a una vorágine de pasiones enfermizas que los conducen, en la mayoría de casos, a tormentosos laberintos. Ellos, los astados, deberían, en vez de pedirle consejo a los aviesos celos, acercarse a mí para pedirme que los guíe por los senderos de la concupiscencia y así poder borrar, o por lo menos  atenuar, la ausencia de su pareja. En tal caso la vida sería un paraíso puesto que el mundo sería una comunidad afectuosa en la que todos estaríamos vinculados emocionalmente con nuestros congéneres. Imagine – si mis palabras aún no lo persuaden – cómo sería el orbe si cada uno de nosotros tiene una filiación con el vecino, la profesora de nuestros hijos, con la joven que atiende la panadería. Las profesoras serían amorosas, los vecinos nos saludarían con aprecio, el señor del bus nos sonreiría al vernos, etc. Sería, como dije atrás, el anticipo del edén.

¿Y El Amor dónde queda?, se preguntará usted al leer lo anterior. Para responder esa inquietud debo aclarar que El Amor, con mayúsculas, no es aquel sentimiento egoísta y posesivo que les hace creer que el que aman es de su propiedad y que son, a su vez, pertenencia del amado; El Amor es, por el contrario, el estadio más elevado de libertad en el cual buscamos la felicidad del amado y este busca, a su vez, nuestra felicidad. Si en algún momento de la relación la felicidad del otro está en el tálamo de otra mujer (u hombre) no hay razón para impedírselo ya que nuestra negativa siega las alas de la felicidad del amado. El amor camina, En ese orden de ideas, por la misma vía por la que transito yo: los dos respetamos las libertades del otro y ambos entendemos que la comunión sentimental es la única manera de encontrar la felicidad.

En resumen: si existen crímenes pasionales y se destruyen hogares es culpa de los celos y no mi culpa. El amor y yo caminamos por los mismos senderos ya que, tanto él como yo, entendemos que no se puede ser dueño de la libertad y, menos aún, de la felicidad del otro. Como ven mis queridos lectores, todo lo que se dice de mí es una infamia que perjudica mi noble labor. Quiero, por tanto, instarlos a que difundan mi doctrina y ejerzan el ministerio de la infidelidad en todos y cada uno de los momentos en los que se preste la oportunidad de hacerlo parea gloria de la libertad, mi dueña, y del amor, mi hermana.

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Evocaciones (5)

En el año 2000 tenía la estúpida idea que el amor nunca me alcanzaría: suponía que la inmunidad que me confería leer incansablemente y meditar sobre el amor impediría ser golpeado por aquel “estorboso mal”- como lo denominaba en ese tiempo-.

En abril de ese año, sin embargo, llegó una mujer por conducto de la literatura: necesitaba escribir un ensayo sobre Höldering, y dado que en esos días yo estaba metido en el romanticismo, decidí ayudarle en su investigación. El primer día que la vi fue el jueves santo 20 de abril. Recuerdo que esa noche me fui a casa de una tía y no pude dormir en toda la noche. Días después la volví a ver y, al igual que aquel jueves, pase la noche en vela. En ese momento empecé a preocuparme por la inminencia del amor, pero le resté importancia y continúe con mi vida. Un día de julio me enteré que había terminado con el novio; fue tal el entusiasmo que esa noticia suscitó en mí que tuve que admitir, después de ingerir litros vino y aguardiente, que estaba enamorado.

Lo que sentí después fue una amalgama de sentimientos que iban desde los celos enfermizos hasta la ternura extrema. La tarde del 20 de septiembre le “eche el cuento”. Ella me dijo que acababa de terminar un noviazgo largo y que quería tomarse su tiempo para iniciar una nueva relación. En ese momento no paso nada. Luego, a finales octubre, me contó que había regresado con el ex novio. Recuerdo que el mundo se desplomo sordamente. Sostuve la conversación hasta tarde y luego, cuando el aliento fue insuficiente, me vine para el apartamento.

El amor se transformó en odio por algún tiempo y luego, en una fría tarde de septiembre, la busque para conversar. Salí de la Biblioteca Luis Ángel Arango hacia su trabajo con la certeza que las heridas habían cicatrizado. Cuando me vio llegar a la oficina su cara se debatió entre la sorpresa y la alegría. La salude normalmente y hablé con ella como si nada hubiera pasado. Salimos a caminar y en el Lourdes nos sentamos en una banca a hablar interminablemente.

Para cerrar la evocación les dejo con “Mujer de mi mala suerte”, de Facundo Cabral. Esta canción se la dedique una tarde de agosto. Escúchenla y entenderán porqué lo hice.

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Sobre los celos

Hace un mes fui a la casa de un tío, y al ver los vástagos de una pareja de pericos, me regalaron uno de ellos. Lo traje a mi casa y lo puse con la pareja de pericos que ya habitaban en ella. Al tercer día el recién llegado se daba bocaditos con la esposa del local. Al quinto día el advenedizo pisaba, frente a la mirada impávida del consorte, a la perica. Luego de estas faenas las pareja de pérfidos decidieron –quizás para no sentir la mirada del cornúpeta-picar al ex marido hasta el aburrimiento. Ante tal panorama decidí sacarlo y ponerlo en otra jaula.

Después del destierro se veía al astado con un bebedero de agua avinagrada debajo del ala y con una rama de nabo humeando en su pico; o se le escuchaba cantar tonadas de Alci Acosta y de Julio Jaramillo. ¡Pobre Animal!

Viéndolo hoy pensaba en los celos y su funcionalidad: si este animal se hubiera puesto iracundo ante la presencia del extraño y lo hubiera encendido a pico y pata, y hubiese advertido, además, a su mujer que si se le acercaba al forastero ella tendría doble ración de picotazos y aletazos, el pobre animal no se hallaría en esta situación tan calamitosa.

Creo que todos tenemos el derecho a defendernos de los intrusos que quieren trincarnos a nuestras parejas, al igual que tenemos la posibilidad de defender los bienes materiales.

En este concepto hay, sin embargo, un elemento que no se debe despreciar: los sentimientos de la contraparte. Si ella o él se enamoran del foráneo ¿qué podemos hacer? En ese caso, mis queridos lectores, el caso está cerrado: ella o él lo dejaran sin remedio. Piensen por un instante en una cosa: si a usted le llega –bajo el supuesto que sea hombre- una mujer que tiene, lo que usted supone, debe poseer una mujer para hacerlo feliz: ¿usted se va con ella a probar suerte, o se queda con su novia? ¿Si decide aprobar suerte, usted piensa que hay culpabilidad por tomar esa decisión?

Acá, como se puede ver, entra un nuevo elemento. El destino, la vida, Dios, como quiera llamar a aquellas fuerzas que no podemos transformar por nuestra voluntad. Si no podemos actuar sobre la fuerza de marras ¿qué culpa tenemos de ser infieles? Y lo que es más importante: ¿Qué puede hacer nuestra pareja para impedir la llegada de la otra mujer? Nada, por definición, ¿para qué, entonces, mortificarse con los celos si es imposible impedir que nuestra pareja se vaya?

En este punto el perico decidió entonar Te Esperaré, de Julio Jaramillo, distrayéndome de mis reflexiones…

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Tradición, dignidad y celos

El escándalo del gobernador Eliot Spitzer me ha puesto a reflexionar sobre algunos asuntos:

En primer lugar la inclinación a la disipación de los gobernantes norteamericanos. El recuento podría iniciarse con el degenerado Edward Hyde, quien acostumbraba beber copiosamente, vestir prendas de mujer durante las audiencias públicas y apropiarse ilícitamente de los fondos de Nueva York y Nueva Jersey a principios del siglo XVIII, hasta el nunca olvidado escándalo de Bill Clinton con la becaria Mónica Lewinsky, pasando por Marion Barry, alcalde de Washington, a quien el mundo vio fumando crack en un cuarto de hotel. Nuestros gobernantes no han llegado a tener este grado de perversión: roban, estafan y mienten en los términos más caballerescos. Nunca los hemos visto subiendo prostitutas de la carrera trece o travestis de la carrera quince; jamás se les ha encontrado clavándose a su cuerpo nada distinto al aristocrático Whisky, y nunca, por el amor de dios, han salido a comparecer vestidos de mujeres. No me imagino al presidente Uribe con minifalda y top dirigiendo los consejos comunitarios y con un traje confeccionado en malla de encaje y lamé color oro, bordado de lentejuelas, canutillos, perlas, piedras, mostacillas, brillantes, cordón de oro y millaré, en la cumbre de Río.

En segundo lugar pensé en que la dignidad de la mujer en el coloso del norte está debajo que la de su homóloga latinoamericana. ¿Cómo es que esta pobre mujer soporta esta vejación sin emitir ni siquiera un resoplido? Si Silda, la mujer del gobernador, fuera latinoamericana Spitzar saldría a dar declaraciones con la cara aruñada, cojeando y sin dos dientes. Pero Silda no es latina sino norteamericana, razón por la que tiene que aguantar con estoicismo las infamias de su marido: tendrá que salir a las ruedas de prensa a defender los actos de su esposo como si fueran propios. ¡Qué horror!

Este suceso, por último, me hizo reflexionar sobre los celos. Los celos hubieran transformado a la mansa Silda en una fiera capas de destazar con sus manos a doce matones de la décima. Pero para que hayan celos debe hacer pasión, y esta, al parecer, es patrimonio exclusivo de los países del tercer mundo. Los hombres europeos son, por ejemplo, más fríos que los Alpes y las mujeres más rígidas que una tabla. Los hombres latinos, por el contrario, son más impetuosos que el río amazonas y las mujeres son más ardientes que el sol de la dorada. Eso son los latinos, ardor y vigor. Por ellos cuando el astado descubre su cornamenta ataca con la misma vehemencia con la que ama a la traidora, es decir, con el cuerpo y con el alma. Ante la traición nunca pondría la cara de tragedia al tiempo que se estaciona al lado de la traidora a escuchare como esta le cuenta al mundo su felonía. Jamás lo haría. Ven la diferencia entre el tercer mundo y el primer mundo: allá los cachos se llevan con resignación, acá se embisten con rabia.   Si Silda, repito, hubiera sido latina no saldría a defender a su marido frente al mundo, sino le hubiera dado una tanda de coscorrones con el sartén…

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