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Ella y Él (6-paréntesis descriptivo-)

En este punto los lectores y las lectoras querrán saber cómo es ella y él respectivamente.

De ella podemos decir que es una mujer de ciento setenta centímetros de feminidad. Tiene un par de ojos capaces de retar a cualquier rufián de la décima; su nariz es pequeña, recta e inclinada hacia abajo; los labios, delgados y un poco pálidos, están custodiados por un paréntesis de piel tersa que emerge de la mano de una sonrisa franca; el serpenteo en las puntas del cabello pronostica rizos contumaces (no nos engañan la rigurosidad del cepillado); el cuello remata en dos amenazantes ápices; más abajo están, ¡madre del cielo!, dos senos que incumplen las prescripciones de los abuelos (teta buena, que en la mano quepa) para gloria de las manos que no los abarcan y de los labios que no los ciñen; la magra excentricidad de su cintura se redime por la perfecta curvatura de sus glúteos, los cuales, ¡sagrado rostro!, invitan al solaz y a la contemplación; las piernas, para finalizar, se inclinan imperceptiblemente al anca macilenta.

De él es poco lo que se puede decir: es un hombre de ciento sesenta y cinco centímetros de ironía; la cabeza está cubierta por una oscura capa de cabello negro; sus negros ojos irradian un nimbo de melancolía que hace juego una barba desarreglada; sus labios son gruesos y cuando sonríe luce unos dientes amarillos por el abuso del cigarrillo; su cuello es corto; la espalda es ancha y los son brazos fuertes; bajo este conjunto inicia una barriga que promete abultarse con el paso del tiempo; las piernas, al igual que los brazos, son corpulentas.

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Ella y Él (5)

El agua lamía las aceras, goteaba en los rincones, corría por los quiebres de las avenidas, empapaba los zapatos, empañaba los parabrisas, enlodaba la mansa ceniza de la tierra.

Detrás del telón plomizo emergió un hombre con las manos en el bolsillo; el cabello mojado y la mirada fija en el piso. Sus pasos eran lentos, casi imperceptibles.

Ella, por su parte, caminaba con una sombrilla azul rescatada de las fauces del desprecio. Sus pasos eran ligeros, y su mirada era altiva. Los jeans estaban empapados hasta la mitad de la pantorrilla.

En la estación de la calle sesenta y cinco sus pasos convergieron; ella, como ya se dijo, altanera, él abstraído. El encuentro, sin embargo, alteró los papeles: ella, con el corazón galopándole en el pecho, se deslizó a una suerte de ensimismamiento contemplativo en tanto que él, mirada serena y pulso firme, emergió al esquivo palacete de la altanería.

Él le sonrió, ella bajó la mirada.

-Hola, le dijo él al saberla indefensa.
-hola, contestó imperceptiblemente.
-¿En qué lugar nacieron tus pasos?
-En la frontera del silencio.
-¿Dónde concluirán tus huellas? Le preguntó con unas sonrisa ladeada.
-en el lugar dónde quieras que paren; ¿dónde las piensas llevar? Preguntó ella con la mirada fija en sus ojos negros.
-Al umbral del delirio mi pequeña niña. La arrogancia, en este punto, se empezaba a resentir la persistencia de la mirada de ella.
-En ese caso demos trámite al atajo que se abre a nuestros ojos. Dijo ella al tiempo que lo toma de gancho.

La lluvia, cesa en su tarea de empapar, correr, infiltrarse, chorrear, macerar y bañar. El sol, tímido, se vislumbra detrás de la pila de nubes grises que lo custodian.

Ellos, entre tanto, llegaron al apartamento de él. Sus ojos se trabaron, frente a la puerta del apartamento, en una contienda de poderes; el peso del tiempo sea arqueaba como el árbol que lo asesina el tiempo. Él sacó las llaves y abrió el apartamento. Ella se quedó clavada en la entrada; lo miraba con saña. Él sonreía con malicia.

-¿vas a entrar? Le preguntó en la densidad del silencio.

El silencio se hacía más espeso; ella no respondía.

-¿piensas quedarte ahí el resto del día? Insistió él.

-No; no lo pienso hacer; respondió ella. Si supones que yo soy de las que se mete en un apartamento a…

-No supongo nada mi querida niña; le interrumpió; la que supone cosas eres tú. Sigue que no pasará nada de lo que tu conciencia te recriminará.

Ella, vacilante, entró al apartamento…

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Ella y Él (4)

Ella, despertó esa mañana y sonrió. Siempre sonreía luego de tener sueños lindos, pero esa mañana en especial, tenía algo diferente; sonreía porque sabía que aquel sueño lindo era el recuerdo de él, la imagen de él en sus sentidos; su felicidad ahora supeditada a él. Desechó de inmediato esta idea, se vistió apresuradamente y salió casi corriendo de su hogar, creyendo que de esta forma él permanecería en su cuarto, tal vez en su almohada, hasta cansarse de esperar y desaparecer entre los miles de pliegues formados en su desordenada cama. Sabía que esto no pasaría, pero necesitaba salir.

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Ella y Él (3)

La voz de ella tintineaba en su cabeza como las campanillas que meneaba su tía en la espesa floresta de las tardes de su niñez. El mayordomo, al oír la campana, llegaba arrastrando las frustraciones de una vida entregada a la ignominia de asistir durante cuarenta años a su primera y única novia. Después de atender las disposiciones daba media vuelta y se iba arrastrando la poca dignidad que se atascaba en el amor que aún le profesaba a su señora.

¡Ah, la tía Magnolia; con sus costumbres inútiles y su soltería a prueba de rufianes! Pensaba él detrás de la estela de humo de su cigarrillo.

Un instante después su mente retorna al sendero de voces agudas y secretos susurrados en las tinieblas de la tarde. Su imaginación, minutos después, trenza las palabras que ella le murmullo con acentos oídos bajo la canícula, al filo del mar, o en la humedad de las ciudades que resisten los inagotables aguaceros de los andes. Ninguno de ellos se ajustaba a la cadencia que escoltaba las palabras que ella pronunció.

El humo del cigarrillo entra a sus pulmones como una caricia seca del viento; sonríe al sentir sus pulmones llenos de tabaco; sopla con suavidad y el humo emerge, dócilmente, de su boca y de su nariz.

Observa los charcos que reflejan la luz de los faros y los círculos concéntricos que generan las gotas de la llovizna. Asiente lentamente. Sonríe de nuevo. Mira el reloj. Es media noche. Mira hacia arriba para ver la luz de la luna combatiendo con la densidad de las nubes. Así es el amor: la constante lucha de la vida contra la nebulosidad de la muerte.

Apaga el cigarrillo en el cenicero; se sienta, después de una silenciosa pausa, a escribir la primera de la abundante colección de misivas que le escribirá a aquella mujer de mirada gris que conocería por efectos del destino.

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Ella y Él (2)

Ella deseó contar toda su vida en un instante, a él, a aquel extraño que se presentaba ahora ante ella, tan indefenso tan límpido, tan él. Se levantó lentamente -el temblor en sus piernas no permitirían algo distinto- y caminó hacia él, hasta estar tan cerca, tanto como su valor lo permitió y, luego de mirarlo fijamente a los ojos por un sólo instante, se inclinó hacia él hasta alcanzar su oído logrando susurrar tímida, pasmosamente algo, algo que sólo ellos sabrían y que sólo tendría significado en el mundo que desde aquel instante, consideraron suyo, único y maravilloso. Luego, ella lo miró de nuevo, esta vez con esa mirada que sabemos gris, tan gris como la nostalgia; tomó sus cosas y se marchó. Él, se quedó parado allí, sin ser capaz de verla partir

Esa noche, ella soñó con tortugas voladoras y con pequeñas ciudades de juguete, fabricadas en oro y activadas mediante diminutos mecanismos, tuercas y tornillos que parecían dar vida a las pequeñas figuritas que por todas partes aparecían. Él, esa noche no durmió, debía recordar las palabras que le fueron entregadas esa tarde por ella. No podía olvidar…

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Ella y Él (1)

Esta es una historia nacida de la imaginación. Los personajes, a pesar de ser reales como el viento y el agua, están puestos en contextos ajenos a su realidad lo que los hace ficticios.

Ella es una mujer de mirada profunda, escrutadora, quizás amenazante. La mirada de él, por el contrario, es melancólica, triste, apagada. Cuando ella habla las palabras salen en tropel como niños que emergen al parque de alguna esquina. Cuando él habla arrulla con palabras calculadas a la decena del milímetro. A pesar que los caracteres son desiguales el fondo es el mismo: nostalgia por la vida que huye de sus manos.

Una tarde de agosto sus miradas se encontraron accidentalmente. Ella no conocía el lenguaje de los párpados caídos y él no entendía la avidez con la que aquellos ojos cafés lo escrutaban. Ella venía de trabajar y él simplemente caminaba por las calles fracturadas. El cruce de palabras no supero la tímida disculpa y un par de monosílabos. Ella siguió pensando en la luna y las estrellas; él continúo con la mirada hincada en las líneas del suelo. Siguieron sus caminos alados.

Años después se hallaron en la misma mesa de la biblioteca. Ella lo había olvidado; él, por el contrario, la recordaba perfectamente: los ojos cafés, los labios delgados, las pecas estratégicamente ubicadas; la nariz perfecta, delgada, respingada que atrajo su mirada la primera vez; y al final, en la cima del conjunto, aquellos ojos inmensos, superlativos, descomunales que devoraban, desnudaban, desmigajaban el alma. Ella, a pesar de sentir la mirada clavada en la mitad de la frente, como una daga etérea, no levantaba los ojos del libro. Él la miraba descaradamente; ella se clavaba cada vez más en las mismas letras muertas esperando que él se fuera. Al final él se levanto, la miró por última vez y se fue a caminar por las riberas de su mente.

Hoy, al filo del plomo que desciende en las tardes de junio en esta ciudad fría, ella se encontraba acongojada por trabajos angulosos. Su mirada se hallaba perdida en las constelaciones jurídicas cuando escucho una voz terrosa que indagaba por el peso del tiempo y por el color de la nostalgia. Ella lo miró y lo recordó escudriñándola en la biblioteca meses atrás. No pudo evitar una sonrisa amplia, alargada como una estrella fugaz. Él le correspondió con una sonrisa de 38 grados de inclinación nororiente. Las miradas naufragaron en la catarata de aclaraciones que ella proporcionaba, en tanto que las manos de ella se movían nerviosas debajo de la mesa y las de él sudaban en los bolsillos del pantalón…

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