En este punto los lectores y las lectoras querrán saber cómo es ella y él respectivamente.
De ella podemos decir que es una mujer de ciento setenta centímetros de feminidad. Tiene un par de ojos capaces de retar a cualquier rufián de la décima; su nariz es pequeña, recta e inclinada hacia abajo; los labios, delgados y un poco pálidos, están custodiados por un paréntesis de piel tersa que emerge de la mano de una sonrisa franca; el serpenteo en las puntas del cabello pronostica rizos contumaces (no nos engañan la rigurosidad del cepillado); el cuello remata en dos amenazantes ápices; más abajo están, ¡madre del cielo!, dos senos que incumplen las prescripciones de los abuelos (teta buena, que en la mano quepa) para gloria de las manos que no los abarcan y de los labios que no los ciñen; la magra excentricidad de su cintura se redime por la perfecta curvatura de sus glúteos, los cuales, ¡sagrado rostro!, invitan al solaz y a la contemplación; las piernas, para finalizar, se inclinan imperceptiblemente al anca macilenta.
De él es poco lo que se puede decir: es un hombre de ciento sesenta y cinco centímetros de ironía; la cabeza está cubierta por una oscura capa de cabello negro; sus negros ojos irradian un nimbo de melancolía que hace juego una barba desarreglada; sus labios son gruesos y cuando sonríe luce unos dientes amarillos por el abuso del cigarrillo; su cuello es corto; la espalda es ancha y los son brazos fuertes; bajo este conjunto inicia una barriga que promete abultarse con el paso del tiempo; las piernas, al igual que los brazos, son corpulentas.