Archivo mensual: marzo 2009

Elogio a la infidelidad

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Se afirma que devasto hogares y que he abato naciones. Se dice en las conversaciones a media voz, en salas y alcobas, que soy perversa y que mi nombre estimula la libido de los hombres y enloquece el juicio de las mujeres. Se asegura, incluso, que he torcido el recto camino de la humanidad. Estas y otras aseveraciones de igual calibre que me han impulsado a emerger de la cripta de las pasiones para ubicar mi buen nombre en el sitial al que pertenece.

Mi labor, en primer lugar, es noble y está libre de cualquier rastro de crueldad. ¿Quién sino la infidelidad ha librado a las mujeres y a los hombres de relaciones tormentosas? Piensen ustedes qué sería de la humanidad si no existiesen hombres o mujeres que rescatasen a sus semejantes de las zarpas de matrimonios aburridos o relaciones grises. La vida, en el caso de persistir en este tipo de vinculaciones sentimentales, sería un tormento insufrible que sólo cesaría con la muerte. Por otra parte, gracias a mi generosa ayuda hombres y mujeres han irrumpido en la vida política, deportiva y social o, estando en ellas, han descollado como guías y su nombre se ha escrito en la roca de la inmortalidad. John F. Kennedy, por ejemplo, se entrego, gracias a mi consejo, a las veleidades de Marilyn Monroe y el resultado no pudo ser mejor: desde la presidencia impulsó la educación, la cultura y las artes con gruesas sumas de dinero, además de impulsar la recuperación económica que puso a los Estados Unidos entre las primeras naciones en el orbe. ¿Piensan ustedes que hubiera hecho lo mismo si le hubiese sido fiel a Jacqueline Bouvier? ¡Jamás! El estímulo fue generado por las vertiginosas curvas de la rubia y por sus bríos de niña malcriada; sin ellos no hubiese sido más que un gobernante incoloro olvidado en los anaqueles de la memoria. Por ello, como dije al comienzo, mi obra se cuenta entre las más insignes.

Se dice, en segundo lugar, que mi presencia algunas veces genera conflictos menores. Estos, en honor y pres de la verdad, no se pueden adjudicar a mi presencia sino a los malsanos celos, mi más enconado enemigo. Mi función es aconsejar a hombres y mujeres que tomen las inclinadas rutas del adulterio; la tarea de los celos es, por su parte, enturbiar el juicio de la contraparte al punto de lanzarlos a una vorágine de pasiones enfermizas que los conducen, en la mayoría de casos, a tormentosos laberintos. Ellos, los astados, deberían, en vez de pedirle consejo a los aviesos celos, acercarse a mí para pedirme que los guíe por los senderos de la concupiscencia y así poder borrar, o por lo menos  atenuar, la ausencia de su pareja. En tal caso la vida sería un paraíso puesto que el mundo sería una comunidad afectuosa en la que todos estaríamos vinculados emocionalmente con nuestros congéneres. Imagine – si mis palabras aún no lo persuaden – cómo sería el orbe si cada uno de nosotros tiene una filiación con el vecino, la profesora de nuestros hijos, con la joven que atiende la panadería. Las profesoras serían amorosas, los vecinos nos saludarían con aprecio, el señor del bus nos sonreiría al vernos, etc. Sería, como dije atrás, el anticipo del edén.

¿Y El Amor dónde queda?, se preguntará usted al leer lo anterior. Para responder esa inquietud debo aclarar que El Amor, con mayúsculas, no es aquel sentimiento egoísta y posesivo que les hace creer que el que aman es de su propiedad y que son, a su vez, pertenencia del amado; El Amor es, por el contrario, el estadio más elevado de libertad en el cual buscamos la felicidad del amado y este busca, a su vez, nuestra felicidad. Si en algún momento de la relación la felicidad del otro está en el tálamo de otra mujer (u hombre) no hay razón para impedírselo ya que nuestra negativa siega las alas de la felicidad del amado. El amor camina, En ese orden de ideas, por la misma vía por la que transito yo: los dos respetamos las libertades del otro y ambos entendemos que la comunión sentimental es la única manera de encontrar la felicidad.

En resumen: si existen crímenes pasionales y se destruyen hogares es culpa de los celos y no mi culpa. El amor y yo caminamos por los mismos senderos ya que, tanto él como yo, entendemos que no se puede ser dueño de la libertad y, menos aún, de la felicidad del otro. Como ven mis queridos lectores, todo lo que se dice de mí es una infamia que perjudica mi noble labor. Quiero, por tanto, instarlos a que difundan mi doctrina y ejerzan el ministerio de la infidelidad en todos y cada uno de los momentos en los que se preste la oportunidad de hacerlo parea gloria de la libertad, mi dueña, y del amor, mi hermana.

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Flores negras (7)

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(Capitulo Anterior)

Estás amarrado del cuello y la espalda a la tubería que escolta la tina donde te desangras lentamente. La doctora Cendal te visita cada tres horas para inyectarte 800 mg de Fenitoína Sódica y 500 mg de Enoxaparina. La primera para que no entres en Estatus Convulsivo y mueras antes que el dolor haya roído cada una de las fibras que soportan tu vida; la segunda dosis la suministra para que las heridas que te hace con el escalpelo en muñecas y piernas se cierren con menor rapidez. Magdalena llega silbando bajito. Deposita el bolso en el lavamanos. Abre la cremallera lentamente; saca la jeringa, la Fenitoína Sódica, la Enoxaparina, el escalpelo, la gasa y el agua oxigenada. Camina hacia la tina. Te mira a los ojos con compasión y luego descarga una cachetada sólida. Perro malparido, te grita con ira. Limpia, a continuación, el cuello, con el algodón empapado en agua oxigenada. Introduce la jeringa con la dosis de Fenitoína Sódica. Limpia de nuevo y repite la acción con la Enoxaparina. Levanta, a continuación, el tapón que impide que el agua escape por el sifón. Después que esta se escapa por las cañerías abre las heridas purulentas con el escalpelo. Al término de la operación pone el tapón y abre la llave para que la tina se llene de nuevo. Al comienzo oponías resistencia: te sacudías, pataleabas, la escupías, le gritabas improperios con toda la energía que tu cuerpo permitía. Después de la pataleta ella te golpeaba con el bate que está recostado contra la pared; luego te inyectaba600 mg de alprazolam, esperaba que se apagara el ardor para poder iniciar la labor quirúrgica. Después introduce todo en la cartera y sale para retornar tres horas después. Empiezas, para tu sorpresa, a acostumbrarte al dolor que nace en las muñecas y que derrite tu voluntad como si esta fuera de mantequilla. Ves pasar aquella vida que Dios escribió, con pequeña y encorvada letra, en los torcidos renglones de tu destino. Contemplas los ojos que inauguraron el sendero del amor –el mismo camino que te condujo a la tina donde la vida se escapa lentamente-. Llegan a las cisuras de la memoria el viento que sacudía las acacias de la calle 85 y los besos que abrieron los voluminosos postigos de la pasión. La noche que la conociste, evocas en medio de la agonía, se encontraron frente a un hidrante rojo y bebieron cerveza hasta decidirte a confesarle tus sentimientos. Se besaron torpemente y luego te laqnzastte a sondear las consecuencias de tus actos. Dedique cada uno de los segundos de mi vida a buscar, concluyes al tiempo que ves la sangre teñir el agua. Con la niña de los ojos que enamoran buscaste la felicidad. La hallaste, es cierto, pero solo por tres semanas. Con ella mediste, asimismo, la lealtad de tus amigos y el amor de tu hermana. Mi voz empieza a ser cada vez más borrosa en tu cabeza. Los recuerdos caen como pétalos amarillos en el fango. Escuchas el canto metálico de la trompeta que te despertó durante once meses en el ejército. Con ella viene el estallido del G3-A3 que cargaste como una cruz durante el mismo año. Los labios de la muerte te sonríen desde el fondo del agua que se enturbia con el paso de los segundos. Las manos tibias de Alexa rozan tus testículos desde la oquedad de las reminiscencias. Alexa, dices con voz arenosa. Tantos errores acumulados en los últimos días. Traicionar a tu novia es, sin lugar a dudas, la peor decisión que pudiste tomar. ¿Qué te hizo para que le pagaras de esa manera? Entrego cada uno de los minutos de estos quince meses a amarte con la entrega de una mártir. Sus palabras calentaron tus días de desasosiego y sus manos arrullaron el tedio que te arranca el alma las tardes de domingo. Tú decidiste pagar su devoción acostándote con Alexa y Magdalena. Quizás merezcas estar atado a un tubo desangrándome, te dices sin ánimo. Escuchas el trinar de canarios que alfombro tu infancia. Sientes el impulso de llorar como aquel niño asmático que ponía cara de cachorrito en los atardeceres grises. La tina se sacude imperceptiblemente. Abres los ojos y ves el agua tiñéndose de carmesí. Sobreviene el color del buzo que tu papá se ponía los domingos de mediados de los años ochentas y la certeza que lo abandonaste en el transito de los últimos años. Deseas levantarte y resarcir la ausencia con abrazos y palabras de aliento pero el cuerpo se ahoga en un sopor pedregoso. La cabeza pesa cada vez más y mi voz es tan sólo un murmullo distante que se apaga al mismo ritmo con el que la sangre abandona tus venas. Sientes el mordisco en la boca del estómago que presagia nostalgias incontrolables pero no te importa porque tienes la seguridad que cuando esta llegue estarás muerto. Una mano toca tu espalda con ternura. No necesitas abrir los ojos para saber que es la mano de tu novia. Sus dedos empiezan a descender por la espalda con la misma ternura con la que te acariciaba en las noches de zozobra. Se traslapa sobre su imagen la figura de tu mamá. La ves arqueada zurciendo camisas y remendando pantalones. El dolor conquista las fibras del corazón. La melancolía huye por las incisiones de tus muñecas. La vida se escurre con la misma lentitud con la que empezó a poblarte en la niñez. Vez el gallo negro que habitaba el patio de la casa donde el asma hincó sus colmillos sobre tus pulmones. Al tiempo que se esfuma los infinitos pastizales del patio escuchas el canto del gallo que no dejaba dormir en Tunja, hace pocas semanas. Ves, segundos después, las estrellas que custodiaban la noche en la que un hombre de cuarenta años te persiguió con un machete por las carreteras de Moniquirá. La bóveda celeste se diluye en las manchas oscuras del zorro que cuidaba la casa de la hermana de tu abuelo en el mismo pueblo. Las manos de tu tía se transforman en la mirada reflexiva de su hermano, tu abuelo, sentado en el porche de su casa. Sus ojos se derriten en una sustancia amarilla que paladeas en la boca. Guarapo, piensas al borde de la inconsciencia. Quieres levantar la cabeza para ver la muerte a los ojos. La cabeza es un fardo que tu cuello no resiste. El último remanente de vida sale por las cortaduras y yo, sostenido por el impulso de hablarte, me deshago en el ligero soplo que acaricia el agua ensangrentada…

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En las crestas de la noche empiezas a sentir aquel rumor que te incita a hurtarle palabras a las sombras. Magdalena continúa hablando de las causas de la parálisis postictal en pacientes con epilepsia focal. ¿No se cansará de repetir incansablemente el mismo discurso?, te preguntas al borde de la saturación. En breve hablará del doctor Todd, al igual que lo hizo en la conferencia de esta tarde, continúas pensando al tiempo que agitas el Deep Orange que se calienta en tu mano. El doctor Robert Bentley Todd nació en Dublin, dice Magdalena ostentosamente. No debí aceptar la invitación a Magdalena, concluyes con desgano. Sabías perfectamente que vendrías a ver el despliegue de arrogancia de la Doctora Cendal frente a sus colegas. Sabes, sin embargo, que estás atado a la promesa tácita que edifica una mirada lasciva y el roce milimétrico de sus labios en el lóbulo de tu oreja. La imaginas desnuda, con el cabello suelto y los pezones enhiestos. La bragueta se inflama al tiempo que la comisura de tus labios asciende tenuemente. A través de la bruma de la fantasía la mano de Magdalena recorre tu pecho; imaginas, asimismo, las yemas que en este momento recorren las grietas de la mesa surcando lánguidamente el interior de tu muslo, como si quisieran dejar huella en todas las fibras nerviosas. Un corrientazo que nace en el lugar donde supones transitarán sus dedos, te hace saltar de la silla. Todos te miran con curiosidad. ¿Acaso nunca han visto saltar a un hombre de su asiento?, te preguntas al tiempo que retornas a tu posición. En los pacientes de Gallmetzer la parálisis fue siempre unilateral y afectó al miembro superior derecho en el 54,5 % de los casos y al miembro superior izquierdo en el 43,2 %, continúa la doctora Cendal. A lo lejos suena Hasta Siempre Comandante Che Guevara. Ves los ojos lluviosos de Carlos Puebla escuchando conmovido a Fidel Castro leer con voz temblorosa la carta de despedida del Che Guevara:

«Digo una vez más que libero a Cuba de cualquier responsabilidad, salvo la que emane de su ejemplo. Que si me llega la hora definitiva bajo otros cielos, mi último pensamiento, será para este pueblo y especialmente para ti. Que te doy las gracias por tus enseñanzas y tu ejemplo y que trataré de ser fiel hasta las últimas consecuencias de mis actos. Que he estado identificado siempre con la política exterior de nuestra revolución y lo sigo estando. Que en dondequiera que me pare sentiré la responsabilidad de ser revolucionario cubano y como tal actuaré. Que no dejo a mis hijos y mi mujer nada material y no me apena; me alegro que así sea. Que no pido nada para ellos, pues el Estado les dará lo suficiente para vivir y educarse».

Es la noche del tres de octubre de 1965; día en el que se instala el Comité Central del Partido Comunista de Cuba. El dolor confisca el alma de Carlos Manuel Puebla en sus húmedas y oscuras paredes. Camina a su casa con desgano. Intenta dormir pero las palabras rebotan en las comisuras que labra el desconsuelo en su alma. A la una de la mañana, después de intentar conciliar el sueño, se levanta sudoroso; toma el cuaderno apolillado que lo espera en la mesa de noche y escribe:

Aprendimos a quererte,
Desde la histórica altura,
Donde el sol de tu bravura
Le puso cerco a la muerte.

Deseas interrumpir a Magdalena para narrar esta historia a los comensales pero te quedas enroscado a la butaca. Examinas discretamente el tedio de los compañeros de mesa. ¿No se dará cuenta que los aburre?, te preguntas con fastidio. Los ojos verdes de Alexa te llegan con los últimos acordes de la guitarra. Sacas el celular y le escribes un mensaje de texto para allanar las rugosidades de la noche anterior. Aún sientes remordimiento por entregarla a las mentes sedientas de morbo. Debiste, cuando menos, llamarla esta mañana para preguntarle cómo había llegado a casa. Magdalena interrumpe su conversación y te mira pulsar el mensaje redentor. ¿Qué haces?, pregunta con voz ronca. Le escribo a una amiga, contestas sin levantar la mirada de la pantalla del teléfono. Los colegas aprovechan la pausa para levantarse de la mesa. ¿Se van?, pregunta la doctora con entrenada pesadumbre. Sí, contesta una mujer de treinta años que, al parecer, es la vocera del grupo. Abre los brazos para espantar el paréntesis engendrado por la monosílaba respuesta. Magdalena se acerca para recibir el abrazo. Los demás hacen fila detrás de la representante para hacer lo propio. Después del último apretón salen en tumulto entre las mesas. Magdalena te mira a los ojos en busca de una respuesta. Dime, dices sin inmutarte. Nada, responde ella al tiempo que se sienta. Toma la copa cuyo borde está escarchado con azúcar y la acerca al borde de la mesa para contemplar el contenido nacarado y a la arandela de limón que se sostiene en el borde de la copa. Tú, entre tanto, miras el borde de tu vaso. ¿Piensas dejarme botado en el Olímpica de la cien?, preguntas sin quitar los ojos del vaso. No lo haré; pero te juro por dios que preferirías que te abandonara en cualquier potrero de la ciudad a merced de violadores y asesinos, dice al tiempo que contempla tus ojos emerger del tedio en el que los sumergió la velada. Examinas sus ojos para tasar la veracidad de la afirmación. Encuentras vestigios de compasión en sus ojos. No importa: quiero tenerte entre mis brazos cuando llegue la aurora, dices sin parpadear. Te juro que te arrepentirás, responde sin bajar la mirada. ¡Asumo el arancel!, dices con aquella arrogancia encrespada que te ha granjeado fama de malnacido. En ese caso vamos, dice al tiempo que toma el bolso que pende del gancho que queda bajo la mesa…

(Próximo Capítulo)

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