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Mínimas (32)

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A partir del próximo año no sufriré porque estoy privado del último hit tecnológico ni padeceré porque debo usar los pies para ir o venir por la vida, no tendré más techo que el cielo ni más tierra que la que se enrosque en mis pasos, no seré trabajador de ocho horas, seis infartos y tres pensiones, no encadenaré mis anhelos al sistema bancario, seré un soñador compulsivo, no envenenaré mi sangre con estrés ni apuñalaré mi cerebro con preocupaciones, seguiré los designios de la ternura, obedeceré a mis impulsos como si fueran la palabra de Dios, desconoceré los mandatos de la razón por interesada y mezquina y sólo tendré para mis hermanos la dulce incertidumbre de la palabra…

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Pajazo: bosquejo de una retractación

masturbacion1(Fuente de la Imagen)

La primera vez que me masturbe fue… fue… ¿cuándo fue? No recuerdo. Dicen los entendidos en la materia que la masturbación destruye la memoria, la aplasta con sus miríada de corrientazos que lo trepan a los últimos peldaños de la inconsciencia. Vuelven la memoria chicuca, como dice mi mamá cuando las cosas caen y se despedazan. Aunque en este caso no cae sino que sube a niveles extraordinarios. Pero igual se destroza, se fragmenta, se arruga y quiebra por todos lados hasta ser una masa deforme que no sirve para nada. O para casi nada. Sirve, al menos, para recordar los eventos que despiertan los bajos fondos, aquellos que su sola mención hace que la sangre corra en tropel a las regiones australes con algarabía cercana a la demencia.

No sé exactamente cuándo fue, pero sé, a pesar de las lagunas generadas por efectos de la masturbación, que sucedió durante el apagón del noventa y dos. Fíjense que la masturbación desmantela algunas evocaciones y preserva otras. Recuerdo que días antes, o quizás meses, no recuerdo, Juan Manuel Santos, entonces ministro de Comercio, hoy presidente de la república, a las doce de la noche del primero de mayo de ese año, con un par de teclazos, adelantó la hora oficial en el Laboratorio del Tiempo de Icontec…

Me masturbé, venía indicando antes de perderme en detalles históricos, una tarde del noventa y dos, al amparo de las sombras que crecían como una inundación. Lo hice con una destreza asombrosa si se tiene en cuenta que lo hacía por primera vez en mi vida. Esto acaso indique que nací con el instinto masturbatorio bastante desarrollado. Posiblemente todos los humanos nacemos con él. Por eso me causa curiosidad que la iglesia la enjuicie ya que, al hacerlo, condena a quien creó dicha destreza. Es decir, la reprobación de la masturbación es, a la larga, la censura del mismísimo Dios…

Exponía antes de extraviarme en especulaciones teológicas, que fue una tarde del noventa y dos (la masturbación también causa que el cerebro sea reiterativo y se pierda en los atajos que le salen al paso). Dije, asimismo, que lo hice con una maestría instintiva. También fue instintivo el temor de ser descubierto haciendo aquello que no sabía cómo se llamaba. Meses después supe que mis compañeros le llamaban paja o pajazo, por una razón que aún desconozco. Lo cierto es que prefiero ese nombre que cualquier tecnicismo gestado en las mentes de los hombres y mujeres que no se masturban por estar ocupados investigando la manera y forma en la que se pajean sus semejantes. También prefiero ser llamado pajuelo en lugar de ser denominado onanista. De hecho, ya que hablamos del señor Onán, hijo de Judá, no fue ningún pajuelo. Su pecado, si acaso se puede denominar así, era practicar el coitus interruptus con su cuñada Tamar, viuda de su hermano Er. Eso, aunque no lo crean, fue suficiente para que Jehová le quitara la vida. Lo pueden encontrar, en caso que les cause curiosidad o que no me crean, en génesis 38: 7-10.

Esa fue la primera vez. Luego lo repetí a lo largo del apagón que finalizó el siete de febrero del noventa y tres. Concluyó no tanto porque El Niño cesara en su empeño de calentar hasta las nieves perpetuas, sino por los buenos oficios que Juan Camilo Restrepo, ministro de Minas y Energía, hiciera con el sindicato de Corelca. Juan Camilo fue ministro en ese tiempo y lo es ahora: antes de Minas, ahora de Agricultura. No es extraño, entonces, que los colombianos tengamos la sensación que nada ha cambiado en el país en los últimos veinte años. Nada excepto mis pajazos: ahora no los hago con tanta frecuencia porque tengo esposa y dejé de ser aquel niño que no tenía nada que hacer. En realidad ahora tampoco tengo oficio, pero hay electricidad, internet y redes sociales. Es justo aclarar que este cambio no es del todo ventajoso: mi esposa no acude con la rapidez de la mano porque trabaja y ni el internet ni las redes sociales funcionarían si hubiera apagón. De hecho, si retornáramos a él (que no es una idea descabellada gracias a que regresó El Niño a Colombia), volverían los viejos tiempos, y quizás con ellos retornaría a las viejas mañas. No las mañas del país, que nunca se han abandonado, sino las que tuve cuando era un niño de doce año que negaba la paja…

Ese es, para ser sincero, la razón que me condujo a escribir este texto: confesar que era un pajuelo y que, a pesar de serlo, lo negaba por vergüenza y temor. Vergüenza con mis compinches que decían que no se echaban sus pajazos y temor de ser rechazado por «pelar cable». Muchos de mis compañeros fueron, de hecho, marginados bajo el ignominioso rótulo de pajuelos (el cual tuvo la capacidad de ubicarlos en el último piso de la escala social). Debí, como indiqué antes, liberarme de yugo y decir abiertamente que me pajeaba todas las tardes al amparo de las sombras contra las que luchaba Juan Camilo y Gaviria Trujillo, y no tener que pasar la vergüenza de confesarlo a los treinta y tres años de edad, como si fuera un adolescente calenturiento que acaba de ser descubierto en el baño…

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No reside destinatario

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A la memoria de Nabyl Cortes

Veintitrés años. Veintitrés años y una semana. Esa era la edad que usted tenía cuando murió. Ahora que soy uno de esos viejos de los que renegábamos, y a quienes nunca les dimos la oportunidad de explicarse, estoy tentado a decir que usted era un niñito, en diminutivo, como si quisiera acentuar la invalidez de su edad. Veintitrés añitos. Casi nada. Ni siquiera había empezado a construir su identidad, como no lo habíamos hecho ninguno de nosotros (los de siempre, los del colegio, los de toda la vida). Aún éramos lo que nuestros padres habían hecho de nosotros. O querían hacer de nosotros. Después nos fuimos apartando de sus directrices hasta ser lo que somos. ¿Qué somos?, se preguntará usted. La verdad, no sé. Le podría decir, en contraprestación, qué hacemos. A mí, por ejemplo, me da algunas veces por decir que soy profesor. Otras tantas me da por decir que escribo.

¿A qué se dedicaría usted en este momento? Quizás habría seguido con la idea de ser bombero y seguro que habría desistido a mitad de camino. Por ahí contaba Walther a propósito del proyecto, que usted le mostró una foto en la que está sobre uno de aquellos carros de bomberos enormes, rojos, llantas veloces, manubrio postizo, que servían para que uno se desmierdara en la primera callejuela inclinada que apareciera. Si ve que siempre quise ser bombero, dice Walther que dijo usted al tiempo que le mostraba la foto. Poco después de habérselo dicho y de que sobreviniera su muerte (que estuvieron bastante cerca), tuvimos la oportunidad de ver la fotografía gracias a que su abuela la había hallado entre los libros de la habitación que aún le decían, empujadas por la inercia de la costumbre, “el cuarto de Nabyl”. Todos miramos la fotografía con el vértigo de quien contempla la profundidad del abismo y sentimos deseos de llorar largamente, como si se hubiera muerto nuevamente.

O tal vez habría cuajado la idea de ser chef. Marica, deberíamos meternos a un curso de chef en el Sena, me dijo usted al margen de la Calle Cuarenta y Cinco una tarde de lloviznas y presagios. ¡De una!, respondí contagiado por su energía. Tres semanas después averigüe qué debíamos hacer para entrar. Usted nunca lo supo. ¡Cómo iba a saberlo si la muerte no le dio tiempo de enterarse de esas pequeñeces! Se lo iba a decir la noche que le conté al Negro que estaba saliendo con Astrid. Usted, poco después de mi confesión, me miró como si hubiera perdido el juicio. No tuve tiempo de demostrarle que tenía razones poderosas para hacerlo: tenía la certeza que usted y Walther detendrían al Negro mientras yo salía corriendo. Ustedes, contrario a mis expectativas, empezaron a caminar para atrás. Un paso, dos pasos, tres pasos. Clac, clac, clac. El segundero transitando mansamente. El Negro levantándose y mirándome con los ojos inyectados en sangre. Otro paso para atrás y los brazos levantados para evitar que les salpicara sangre a la cara. Mi vida completa desfilando frente a mis ojos a la velocidad de las tragedias. Clac, clac, clac. El segundero continuaba en su tránsito circular. No hay problema, dijo El Negro poco antes que la vida retornara a mi cuerpo.

Después vino el largo y minucioso ejercicio de organizar aquella fiesta en una casa semi-destruida de Chapinero. Venían las ideas, venían las cervezas. Emergían nuevas ideas, emergían nuevas cervezas. Irrumpían otras ideas, irrumpían otras cervezas. Hasta que nos echaron de la tienda y tuvimos que irnos a la casa de Walther. Allí seguimos bebiendo, pero las ideas para la fiesta se habían agotado. Tampoco quedaba rastro de mi intención de ponerle al día sobre las averiguaciones del Sena. Sólo quedábamos nosotros y el recuerdo de la época del colegio. Dele y dele al aguardiente hasta que brotó el amanecer, nítido, agresivo, sobre las terrazas de las casas. En ese momento usted afirmó, con su infatigable optimismo, que dormiría media hora y luego se iría a trabajar. A pesar de su buena voluntad, abrió los ojos a las once de la mañana, justo después que le llegara la certeza que tendría problemas con su tío. Al rato nos fuimos caminando por las calles que naufragaban entre las guedejas del sol del medio día, el dolor de cabeza y las nauseas. Hable y camine, camine y hable, hasta que apareció la buseta por alguna grieta de la mítica Calle Sesenta y Ocho. Emprendió, entonces, su patentado pique de choro al tiempo que me gritaba, nos vemos luego…

Pero no nos vimos luego porque usted se fue de cabeza en el lago. En uso de sus facultades o en ausencia de ellas. No importa. Lo relevante es que se fue de la misma manera que huye la sangre de quien se asusta. O como se acallan el murmullo después de un disparo: de tajo, sin aspavientos, de repente, de un solo golpe.

Siempre he querido pensar que aquella noche del trece de diciembre del dos mil dos, justo diez años antes de estas palabras, usted saltó la reja, evadió la seguridad y posteriormente se dio a la tarea de deambular por el parque. Primero caminando entre las sombras de los árboles, tropezando en los altibajos, cayendo en las inclinaciones que aparecían intempestivamente. Después llevado por la inercia del paseo, por el empuje de los pensamientos. Al final el lago: una mancha más oscura que la oscuridad de la noche. No sé si se fue al borde y se hundió lenta pero irreversiblemente hasta quedar aferrado al fango de la muerte. No sé si pegó el glorioso pique de choro y se lanzó. Plash. Un leve chapoteo de agua y luego el blub de su cuerpo abriéndose camino para la eternidad. Así, en medio de la noche, sin testigos, sin un alma que diera fe de lo que hizo, de lo que dejó de hacer o de lo que le hicieron, si es que le hicieron algo. Sólo dejó conjeturas en las últimas horas de su existencia. Conjeturas y un dolor amargo, difícil de digerir, agrio como el óxido del tiempo, una aflicción que vive atravesándose en las arterias de la memoria.

Solo en su soledad se fue para la perpetuidad en la que nos aguarda con su mirada ladeada, con su tumbao de malevo, con sus veintitrés años y una semana.

¡Qué pronto te fuiste Nabylón!

Cómo me gustaría que aún subsistiéramos en medio de la borrasca etílica para ver cómo van cayendo los compañeros, uno detrás de otro, en los pantanos de la borrachera. Puf, puf, puf. Para después quedarnos aferrados al trago y a la charla sobre las mujeres que nos miran desde la altura de su indiferencia. Nabylón, ¿alguna novedad? Ninguna. ¿Rumbeos? Cero. ¿Y usted? A ceros, como siempre. Y como siempre levantaría el codo para espantar la frustración. Pero queda el trago, diría antes de entregarle la botella. Pero queda el trago, repetiría usted con los ojos vidriosos de la borrachera. Después contemplaríamos las esperanzas que se iran tiñendo con la misma serenidad con la que la alborada envuelve las tinieblas…

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Caverna

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Dedicado a Andrea Castro; filósofa de altísimo vuelo

Avanzamos en contravía de quienes se enredaron en las horas y los kilómetros, en las ilusiones y las sombras. Conquistamos cada palmo calculando las fracturas del terreno, los oídos atentos al murmullo que antecede, al silencio que aguarda adelante, buscando en la bruma amores que pusimos de sesgo en el fogón del tiempo, amigas que ahora, vistas a la luz de la memoria, pueden cumplir funciones de amantes y cómplices, de linternas en la oscura ruta. Marchamos insensiblemente a pesar que no sabemos cuánto falta para arribar a aquella amarga región que puede ser una centella o una fantasía estéril y de quien todos hablan durante el trayecto. Transitamos con pasos vacilantes y manos extendidas hasta que falla el oído y el tacto, hasta que no hay compañera o compañero que amortigüe las penurias del viaje, hasta que las breves tinieblas se transforman en una oscuridad compacta que nos conducen por un laberinto interminable…

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Viaje de Mina (Michael Ondaatje)

Reseña publicada originalmente en El Espectador

El Oronsay acoge a jóvenes que terminarán su ciclo de estudios en Inglaterra, profesores que sueñan con la cultura londinense, millonarios confinados tras las rejas de una maldición, misteriosos botánicos, artistas de circo, un preso y toda clase de personas que hormiguean en sus entresijos.

Lo que promete ser un viaje agobiante para Michael (el narrador), se transforma, una vez la embarcación leva anclas, en una aventura por el simple capricho de ser ubicado en la mesa número 76, a la cual, por su posición marginal, casi condenatoria, denominan “mesa de gato” (Cat’s Table, el título original de la novela).

Con este panorama inicia la última obra de Ondaatje. Los primeros capítulos son cortos, inconexos, incluso podría decirse que pecan de rudimentarios. No podría, sin embargo, ser de otra manera: los once años, edad que tenía Michael cuando aborda el Oronsay, es un período en el que los remanentes de niñez impiden ser visto como un adolescente y en la que, simultáneamente, se es demasiado grande para ser tomado por niño. Es, por tanto, una temporada precaria, difícil de transitar por cuenta de la doble marginación, las exigencias que suponen una madurez incipiente y los privilegios que quedan intrincados en las hebras de la infancia. A este hecho, fragmentario en sí mismo, deben agregarse las limitaciones de la memoria cuando retrocede a esta edad que, por su condición limítrofe, se escabulle fácilmente por las arrugas del olvido.

La novela, entretanto, avanza a la misma velocidad con la que la barca embiste la mar. Lentamente, con paciencia sólo atribuible a un hombre maduro, el autor lleva a Mina (apodo que recibe Michael durante el viaje) al Canal de Suez. Al entrar en él, el Oronsay navega entre aguas fatigadas y rumores de voces que se ven superadas por los gritos de vendedores sonámbulos que se pierden en las tinieblas del amanecer en el que Michael, en un giro imprevisto, arriba a los treinta años. Esta ruptura en la narración es la razón por la que asistimos a este viaje: las personas que pululan en los corredores y comedores del buque serán, por absurdo que suene, quienes definirán el futuro del niño. El autor afirma, para respaldar esta conjetura, que nuestra vida se desarrolla “gracias a desconocidos interesantes con quienes cruzaríamos sin que se produjera ninguna relación personal”..

La historia, entonces, no es un relato juvenil, como sugieren algunos críticos, sino una metáfora de la vida en la que el Oronsay hace las veces de este planeta vagabundo que peregrina en torno a un sol igualmente errático y al cual se aferran los humanos con sueños y fantasías, quejas y dolores que son en apariencia insignificantes, pero que afectarán, siguiendo la hipótesis sobre la que Ondaatje construye la novela, a los demás miembros gracias a que la humanidad es una red nodular en la que la perturbación de uno de sus miembros incidirá, finalmente, en los nódulos restantes.

En este punto no puedo dejar de pensar que estas palabras, las que lees en este momento, son producto de uno de aquellos “conocidos interesantes” de El Espectador que decidió elegirme entre los cincuenta y tantos para ser quien reseñara esta novela. Acaso, dejándome llevar por la algarabía de la imaginación, fue aquella muchacha de sonrisa luminosa que me entregó el libro o, quizás, nunca se sabe, fue un señor de ceño fruncido que tomó la resolución en un escritorio que naufragaba entre hojas y libros. El caso es que su sentencia impulsa en este momento mis dedos sobre el teclado y tus ojos sobre estas líneas, de tal suerte que éstas, quizás, te impulsen a obsequiar la novela a una compañera de universidad que, a la vuelta de circunstancias y años, se transforma en tu esposa o, quién sabe, en la hermana de tu esposa. La decisión de aquella muchacha de sonrisa luminosa, o de aquel hombre de ceño fruncido, sería, en ese caso, la responsable de esa unión, de ese porvenir con hijos y casas a quince años, de ese futuro de vaivenes en este planeta que transita los flujos y reflujos de la eternidad.

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Carta al silencio de la noche (16)

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Hola.

Sólo resta elogiar, en este domingo agonizante, tu cuerpo; quiero decir, elogiarlo una vez más, dar otro puntillazo a la cadena de aplausos y alabanzas que he lanzado en estos meses que se hicieron años, de estos años que se encauzaron en una catarata de lustros en los que tú y yo nos hemos ajustado a la condición de amigos. Los cumplidos, por otra parte, no los digo en público para que no te pongas roja y suelte una de esas carcajadas tan bonitas que, al estallar, despierten rumores que insinúen que tenemos una relación que va más allá de la amistad (al fin de cuentas, tú, amiga y todo, eres mujer y yo, con todo lo amigo que se quiera, soy un hombre, y es de todo sabido que los hombres y las mujeres sienten o pueden llegar a sentir, eventualmente, en la distancia de los años y de los sucesos, por razones desconocidas, sentimientos que no tienen nada que ver con los vínculos fraternales; es decir, pueden termina, a la postre, entrelazados una sobre el otro o el otro dentro de la una, haciendo cosas que son sabrosas de practicar pero que no se ven bien entre viejos amigos). Venía diciendo que ayer te veías muy atractiva… Buenísima, sería, en realidad, la palabra que usaría si te viera en la calle y fueras una desconocida, o, acaso, te diría, me diría, porque no acostumbro lanzar piropos a mujeres en la calle, Mamitarica de un solo aliento, sin despegar las palabras, uniéndolas en sinalefa, o, tal vez, si estuviera envalentonado por el alcohol, te susurraría Cositarica, también unido en sinalefa pero con una cadencia dolorosa, como si me hiriera imaginarte desnuda caminando con ese cuerpo que ilumina cada rincón de mis evocaciones, cada grieta de las palabras que se alinean en este correo. Tú, sin embargo, no eres una desconocida sino que eres mi amiga y no te vi deambulando por la calle sin rumbo conocido, meneando, y espero me perdones la expresión y el ardor con que la diré, esas carnes sabrosas y esa mirada dulce que les hace juego. No fue así; te vi en tu casa, al lado de tu marido, mientras departíamos y bebíamos largamente, mientras ibas y venías con copas, ceniceros, botellas de ron, pasabocas, con tus manos y tus sonrisas encendiéndose con el alcohol, intrincándose en sus efluvios etílicos, hasta que el amanecer bordeó las montañas, hasta el instante en el que los ciotes y copetones anunciaron el domingo que sabíamos doloroso, enguayabado, depresivo, saturado de remordimientos por los besos que nos dimos mientras tu marido dormía en el sofá, besos que se han repetido durante los años y las décadas en las que hemos sido amigos, simples amigos, compañeros que charlan, que hacen favores, que contemplan, como lo hicimos ayer, sus cuerpos con la curiosidad de saber cómo se ven, cómo se sienten, cuando no hay ropa que los cubra…

Creo que debo dejar acá las palabras porque la resaca me está haciendo lanzar expresiones inapropiadas a una amistad que sobrevivirá a las trampas del olvido…

Te envío, desde esta noche fría y tediosa, un abrazo afectuoso.

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Trote de las horas (4)

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A la memoria de Nabyl

Vamos por los tejados, por las tapias de casas apiladas en esta noche fría, melancólica, que se perderá en las circunvalaciones de mi cerebro. Al frente, a dos pasos de mí, está Nabyl, Nabylón. Supongo que fue suya la idea de caminar de casa en casa, de cocina en cocina, en busca de trago y comida; a mí estas cosas no se me ocurren ni siquiera en el estado de embriaguez al que llegué después de algunas horas de brandy barato. Todo inició, para empezar por donde se debe, en el baby shower de la hija del Negro, con pasabocas, con sonrisas inocentes, con el dolor de ver a Carolina con Cristián, con algunos comentarios subidos de tono, con la partida de Cristian, con menos sonrisas, más dolor y más zozobra -tan huevón yo, en lugar de ponerme mejor-; luego alguien, algún ocioso con deseos de iniciar la jornada, puso sobre la mesa cinco mil pesos para invitarnos a acompañar al arrugado billete con otros billetes, quizás con monedas, para comprar aquel brandy o ron, no sé con certeza qué es aquel brebaje que se titula, como película o cuento, Jamaica; lo único que sé es que este pócima, este bebedizo malsano es el más barato del mercado, el más barato y el más dañino, el que está a un escalón del pegante bóxer, quiero decir que un peldaño abajo porque es peor que el pegamento que lleva a los indigentes a las campiñas del silencio, a los umbrales de la muerte; después se fueron los amigos del colegio, los de siempre, los de toda la vida, todos menos el Negro quien debía quedarse por tratarse del baby shower de Paula, su hija, tampoco se fue Nabyl quien, de repente, dijo que él también se quedaba y que a media noche nos íbamos, él y yo, para su casa (más tarde, una hora después de la desbandada, regresó Suarez porque no encontró transporte). El resto fueron seis o siete colectas, nuevas botellas de Jamaica, risas cada vez más atropelladas, conversaciones enturbiándose, enfangándose en las cunetas del enajenamiento, más cigarrillos y menos deseos de irnos para la casa de Nabylón. Así fueron pasando los segundos que se hicieron minutos y los minutos que se transformaron en horas hasta terminar caminando por estos tejados resbalosos, por estas cornisas sueltas, con Nabyl avanzando con una seguridad inusual, con un absoluto irrespeto por la muerte. Pensar, me diré en diciembre del dos mil once, cuando esté escribiendo esta historia, que a ese muchacho de veintiún años le quedaban menos de dos años de vida. Morirá en extrañas circunstancias, ¿de qué otra manera podía morir él? Saldrá de la casa hacia La Universidad de los Andes para pagar el semestre; allí, en efecto, llegará rayando las ocho de la mañana, pagará y se irá, según le informará por teléfono a su tío, hacia el trabajo. Esa llamada será lo último que se sabrá de él; luego se hundirá en las tinieblas de las especulaciones: algunos afirmarán que lo asesinaron los policías, otros que lo robaron, lo mataron y lo lanzaron al Lago, otros más que se suicidó. Yo creo, creeré siempre, que murió en su ley: borracho, llevado en las garras de sus viajes alucinantes, rasguñando las grietas de la felicidad, arañando los pies de la realidad; caminando a la bartola, a la buena de Dios, pasará frente al Parque de los Novios, con rumbo al azar o regresando de él; pensará, imagino, conjeturaré años después, que es buena idea darse un bañito en el Lago; saltará entonces la reja y en seguida, borracho, embrollado en las telarañas del aguardiente, se lanzará al Lago y quedará atascado en el fondo, con la cabeza hundida para siempre en el fango del Tiempo. Pero eso sucederá casi dos años después; por ahora entramos a la sexta casa, o quizás a la octava, no puedo saberlo porque estoy enlagunado, extraviado en las ciénagas de la inconsciencia, desde las diez de la noche. Carolina, tres o cuatro años después me dirá que caminamos por techos y cornisas, antes de esa confesión no lo sabré y, por tanto, no podré preguntarle a Nabylón qué sucedió, cómo hice para guardar el equilibrio en ese estado calamitoso de embriaguez, porque él, para ese tiempo, para el momento en el que me enteraré, estará en la otra orilla, al otro lado de la ventana, como dijo Suarez frente al ataúd en el que dormía eternamente. Por eso nunca sabré qué sucedió a pesar que estuve presente de cuerpo y alma. Lo curioso de todo esto, apreciadas lectoras y queridos lectores, es que a mediados del dos mil cinco emergerán, desde algún rincón de la memoria, el ruido de ollas, el sabor insípido de un arroz y las centellas brotando de la nevera abriéndose en la oscuridad; el resto morirá como lo hará Nabyl el trece de diciembre de dos mil dos. Viernes trece para dar razones a los agoreros de temerle a esa alianza de número y día de la semana. Nueve años después de ese día le escribiré a Nabyl, a Nabylón, un texto de homenaje. ¡Qué poco tendré para ofrecerle a su memoria! Lo honraría más emborrachándome, perdiéndome en la bebida, pero en ese momento cumpliré más de ocho años de abstinencia etílica, más de ocho años de convulsionar violentamente, justamente por los excesos de alcohol, de cigarrillo, de trasnocho, de jarana. El hambre se ha ido y tenemos media botella de aguardiente en la pretina del pantalón. Es hora de regresar a la casa de Carolina a seguir embruteciéndonos con trago y conversaciones largas e inoficiosas. Sale Nabyl por la ventana mostrándome los lugares en los que debo pisar para no caer al vacío y partirme los huesos o quizás lo hace para que no lo aventaje en el viaje hacia los barrancos de la muerte…

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Trote de las horas (3)

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Dedicado a Jenny Bastidas

-me hablas así porque estás con una vieja, afirmó la esposa con la voz sólida, sin una grieta por las que pudiera asomar la duda. ¡Qué mujeres ni que ocho cuartos! ¿Cuál mujer se le mide a un hombre que se la pasa horas y horas sentado frente a un computador? Además a este señor, es decir, a este personaje, poco le importa los bienes materiales y las amantes exigen gruesas cantidades de dinero cuando se trata de cortejos. ¿O cómo hacen para ir a restaurantes, bares, heladerías y moteles? Haber, ¿cómo hacen? Pues con los cochinos billetes. Él, además, es poco atractivo a la riqueza. Por eso cuando le llegan algunas ganancias las malgasta en alguna pendejada, aunque sea en las diez cajas de grapas que compró la semana pasada. Así anda el dinero por un lado y él por el otro, sin molestarse, sin estorbarse mutuamente, sin siquiera verse la cara en este callejón oscuro y estrecho que llamamos Vida. Por eso nos preocupa esa afirmación temeraria en tanto vamos por la Avenida Suba en Transmilenio, con la cabeza enredándose y desenredándose en los hilos del pasado y con los ojos aferrándose a las nalgas de muchachas que corren con las manos en la cabeza para defender el cabello del aguacero que se desbarrancó con ínfulas de tragedia.

-me hablas así porque estás con una vieja, repite la voz desde algún filo de su cerebro. Continua el viaje en el Bus Articulado que empieza a atiborrarse de mujeres de mirada marchita, de hombres de silencios que se aferran a sus manos temblorosas, de niños de infancia melancólica como fue la del personaje, como fue la mía puesto que él y yo somos, salvo por algunas vivencias y por algunas palabras que sobran en los arqueos de esperanzas y desesperanzas, en los cálculos de aciertos y errores, la misma persona, el mismo personaje. De alguna esquina del pasado emerge Jenny Bastidas, Marcela, como le dice ahora porque los años, la Vida quizás, la han transformado en otra mujer, en otro ser humano. Ella ahora le dice Diego a pesar que siempre le decía Motas gracias a un pelamen ingobernable que desafiaba tijeras y máquinas eléctricas; pero hoy él es Diego y ella es Marcela, otro hombre y otra mujer que guardan semejanzas con los niños, porque eso eran cuando se conocieron, que convergieron al mismo colegio, al mismo salón, a los mismos profesores y a las mismas horas muertas en las que se suponen aprendieron química, trigonometría, cálculo, pero que a decir verdad, acá entre nosotros, de aquello fue poco lo que les quedó. Dicen que Jenny se fue a Ámsterdam y que allí vivió varios años y regresó transformada en la Marcela que él desconoce, de quien recuerda la sensualidad montaraz que la acompañó cuando tenía catorce, quince, dieciséis años. De ello, de la sensualidad, son testigos los amigos de siempre, los de toda la vida, los que la desearon sin musitar palabra por el justificado temor de ser objeto de burlas. Después de eso nada sabemos, nada podemos decir sin caer en especulaciones, en murmuraciones, en comadreos inciertos. Lo único que sé es que este texto va dedicado a ella y que empieza a perderse, a desbordarse por todos los canales de la memoria y de la razón, a extraviarse en los parajes por los que la terca escritura los lleva. ¡Ay Jenny; tú esperabas que este fuera un pasaje hermoso sin saber que las testarudas palabras jalan para la oscuridad del pasado, para el barranco de donde extraen recuerdos ensangrentados, lívidos, descompuestos de tantos años y tanto polvo que les han caído encima, para levantarlos, obligarlos a enderezarse y referir los eventos que los lanzaron a ese lodazal! La imagino a ella, a Marcela, con los ojos sobre este texto esperando una frase sublime, un verso luminoso, desilusionándose, después de algunos segundos de lectura, al encontrar esta disertación que no va para ninguna parte, que no posee ningún atributo cercano o siquiera parecido a la belleza, dándose golpes contra estas frases agotadas, estériles, baldías como los pastizales que rodeaban el colegio y en cuyos vértices nos emborrachábamos los estudiantes de todos los grados, de todas las latitudes, de todos los estratos, potrero donde aprendíamos a ser bandidos, vagos, borrachos, porque eso sí aprendíamos en aquellos días. Pero dejemos eso para otro momento puesto que a lo lejos se vislumbra el Portal de Suba naufragando en esta tormenta rencorosa que no quiere suspender su embate.

-me hablas así porque estás con una vieja, reincide su esposa (¿mi esposa?) bajo la tempestad rabiosa. Suelta una carcajada vibrante que obliga a la señora que está a su lado a cambiar de silla entre persignaciones y padrenuestros. ¡Qué viejas ni qué ocho cuartos! Le habló así porque estaba de malgenio, porque tenía hambre, cansancio, dolor de cabeza, dolor de muela, sueño, malparidez cósmica, por cualquier cosa menos porque estaba con una mujer. El hambre, el frío y el cansancio empiezan a agriarle el ánimo, a despeñarlo por las laderas del mal humor. Camina hacia los alimentadores por un túnel que se parece a la Vida, al Destino, a sí mismo, de tal manera que empieza a naufragar en la melancolía. Aparece nuevamente Jenny con su cara adolescente, con su falda a cuadros. Emergen de algún rincón otros compañeros de colegio: Cristina, Rocío, Dolly, Ortiz, Patiño, Diego Navarrete, Suarez, Nabyl, El Negro, Walther, Larry, Mora, Sylva, Sandra Galeano, Fula, David Vargas y decenas de alumnos a quienes ve con el suéter azul claro, con el jean o la falda a cuadros y entre ellos está él, con sus motas, con su irreverencia que han agotando los años, que ha derivado en una indiferencia catatónica y con su barba que contrasta con la edad de sus compañeros. Se acerca para contemplarse mejor; se asombra de verse tan flaco, tan amarillo, tan ojeroso, con los ojos rojos de tanto trasnochar, de tanto beber aguardiente en cantinas de mala muerte, en pastizales, de tanto fumar hierba, de tanto pesimismo traicionero. ¡Qué muchacho tan desalineado! ¡Si fuera alumno mío no lo pasaba por nada del mundo!, afirma entre el estupor de los pasajeros que lo observan, me observan, hablando solo y con la mirada perdida en el horizonte. Este señor, apreciados lectores, que ustedes contemplan en medio del soliloquio, viendo jóvenes que hace años dejaron de existir, es Profesor de Matemáticas y Director de Curso, en mayúsculas para conferirle responsabilidades que no tendría, o al menos eso creen las directivas del Colegio, si se escribiera en minúscula. ¡Si supieran sus alumnos quién fue en la adolescencia no lo respetarían para nada!… o lo respetarían menos, puesto que no es secreto para nadie que aquello que llaman respeto, aquella cortesía de antaño, murió mucho antes que lo hicieran los adolescentes que se retiran bajo las blondas del aguacero. Levanta la mano para despedirse de ellos y del pasado que retorna todos los días a las dos de la tarde. A lo lejos, bajo los crespones de la tormenta, se ve el Alimentador que lo llevará al lugar de la cita. Se acerca el bus lanzando agua a los cuatro vientos y se detiene entre el bramido del freno de aire a cinco metros del lugar donde está de pie con la mirada enredada en los confines del pasado. Todos se alejan de él, ¿de mí?, da igual, por temor, quizás, a que les contagie la demencia. Se sube tranquilo, con los ojos apagados y la sonrisa ladeada que lo acompaña cuando reviven sus compañeros de colegio…

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Trote de las horas (1)

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Dedicado a Diego Navarrete en su cumpleaños treinta y tres

Vamos en medio de la carretera que separa, o mejor, que une a Villa de Leyva con Arcabuco, es de noche, cerca de las ocho, es siete de diciembre de mil novecientos ochenta y siete, Día de la Velitas, en mayúsculas, como todas las festividades en esta nación de conmemoraciones. Las montañas se iluminan por bombillitos pequeños que en realidad son montones de helechos, de hierba seca, de leña quemándose para saludar a la Virgen que pasará levitando encima de las volutas de humo. El año anterior, recuerdo mientras avanzamos en esta oscuridad tan impenetrable, tan densa que hay que separarla con las manos, ayudaba a mi abuelo a reunir helechos, chamizos, troncos grandes y pequeños que se fueron amontonando, que fueron creciendo, avanzando en su afán de remontar las alturas de las que bajaron para transformarse en este cúmulo de materia inerte; después, cuando la tumulto superaba los dos metros, cuando la noche se hizo espesa, mi abuelo prendió un trapo viejo y lo lanzó al montón que se encendió inmediatamente con una furia descomunal, gemían los troncos en su última agonía, la llama crecía y crecía y crecía y crecía en busca del tapete de estrellas que titilaban indiferentes a nuestros destinos, a nuestras desventuras. Yo no sabía si gritar o llorar de la impresión que me causaba esa enorme bola de fuego que expelía un calor capaz de deshacernos con la misma eficiencia con la que la lupa derrite soldaditos de plástico. Entre más crecía más nos alejábamos por la impertinencia de las llamas, “así es el infierno”, afirmaba Cleotilde, la compañera de mi abuelo, la moza, como le decía mi mamá con un odio visceral, “por eso hay que leer las Sagradas Escrituras”, concluía con la mirada extraviada, con la voz perdiéndose en los meandros de la demencia que se la llevaba de año en año por caminos de herradura, por calles empedradas, a gritar incoherencias, a vociferar con la boca llena de espumarajos, con una biblia maltrecha que años después yo le robaría, hasta que los hijos la traían a Bogotá y le daban kilos de Carbamazepina (la misma que consumo pero por razones distintas) hasta hacerla regresar a los esquivos cauces de la razón. Vamos llegando al Alto de Cane, la quebrada suena al fondo, entre las tinieblas, yéndose, huyendo de la vida que vibra en las gargantas de las ranas. Por acá pasaré ocho años después en el techo del bus de Calambres con seis amigos, los del colegio, los de toda la vida, los imprescindibles, los que siempre estarán para recordar o para hablar o para vivir. Íbamos, decía, embruteciéndonos con Ron Tres Esquinas, con Peches, con el viento, con el sol, con el paisaje y con la juventud que parecía eterna y que veinticuatro años después de esta noche de luna nueva, de evocaciones, de recuerdos y premoniciones, se deshilachará en las agujas de todos los relojes que le saldrán al paso, en los amores no correspondidos, en las encrucijadas, en todo quedarán aferradas las hebras de esa juventud que nos subirá a esa bus olvidado de la mano de Dios. Luego tomamos, tomaremos, porque será ocho años después de este viaje que empieza a hacerse largo, diez galones de chicha, 37,85 litros, 37850 centímetros cúbicos de bebida espirituosa, ancestral como la tierra a la que la regresaremos entre arcadas, entre la mirada asombrada de Cleotilde y las carcajadas de Javier. El que mejor estará será Diego Navarrete, a quien va dedicado este escrito, de quien quería hablar, pero la escritura es caprichosa, resabiada como una mula: por más que uno le jale las riendas se va por esos andurriales espinosos, escabrosos, peñas por las que uno se puede ir de cara contra el mundo para levantarse sin dientes, sin un ojo, manco como aseguran que era Cervantes. Diego Navarrete, decía, estará más lúcido, pondrá orden en ese naufragio de murmuraciones, de exclamaciones que pedirán la atención de los demás, de carreras vacilantes para vomitar afuera, al lado del cerezo, bajo los andenes de la Vía Láctea. ¡Tanta lucidez en este laberinto de existencias descarriadas! Tomaremos caldo mientras los otros dormirán los excesos etílicos, redondearemos las pocas ideas que no se fueron por las cañerías de la noche. Después todo lo consumirá el olvido, la negligencia de esta cabeza que recuerda lo que quiere, lo que le viene en gana, de esta cabeza que mastica y bota, que chupa la savia de algunos instantes y bota el resto del día, con todos sus filos, con todo y los millones de palabras que entraron y salieron de ella. Entre charla y charla vamos llegando a la Tienda de Joaquín, la misma que me verá borracho cientos de veces, en la que correré para no morir asesinado por las balas de Jacinto Espitia, un veterano de alguna de esas guerras que le nacen al planeta como verrugas en su lomo, que me verá agonizar de amor por una muchacha que no me dará ni la hora, que me verá comprar una canasta de cerveza para mis amigos del colegio con plata ajena, con dinero hurtado. Es hora de bajarnos de este sonajero de ventanas y puertas desajustadas, contemplo las bombillas que empiezan a extinguirse en las montañas que sobrevivirán al holocausto nuclear al tiempo que llega a mi oído los sonidos lentos, uniformes, que conducen a Joaquín entre las breñas de su ceguera. Tomemos este sendero irregular que nos llevará a la casa en la que mi abuelo duerme su borrachera diaria, su eterna fuga de este vida que lo devorará dieciseises años después, como me devorará a mí, como los devorará a ustedes, pacientes lectores.

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Amor posible

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Dedicado a Oscar Romero

Sólo hay música y una pareja en la mesa del fondo. La conversación serpentea entre las fosforescencias que emite el LCD.

-esta es la razón por la que lo traje a este lugar, anuncia Oscar al tiempo que la mesera sube las escaleras.

Ella dice el nombre pero se enreda en las guitarras eléctricas al tiempo que lanza una sonrisa protocolaria, fatigosa. Nos entrega dos cartones plastificados de cuarto de pliego, da media vuelta y baja por las mismas escaleras que la trajeron a este paraje de miradas extenuadas.

-Mamasita, grita Oscar para desahogarse, para darle vía al deseo carnal, animal, que lo trae cada dos meses a este bar de mesas pequeñas, de sillas incómodas, en el que naufragamos entre los centelleos de un aguacero bogotano. Esa vieja me trae loco, concluye como si no hubiera espacio en esta grieta del amor para otra explicación. Quisiera indagar por los detalles donde, asegura Luis Carlos, habita el diablo, pero la muchacha está nuevamente a nuestro lado. Ahora me doy la licencia de contemplarla descaradamente, sin recato, para entender, si acaso ese verbo tiene lugar en las praderas del deseo, por qué lo trastorna. Ella sonríe nerviosa, intimidada por mis ojos que la recorren como si fuera el mar que me espera amarrado en la bahía de Santa Marta. Pedimos, para calentar la noche, un tinto y una aromática. Gira nuevamente pero esta vez lo hace pausadamente (o así me parece), en cámara lenta, para empezar a deslizarse entre el bajo y la batería de alguno de esos grupos que nunca conoceré.

Ahora la curiosidad empieza a transformarse en deseo, incluso en excitación: no puedo evitar acosarla en busca de su pasado, de su presente, de su edad, de su correo electrónico, de su teléfono o de cualquier reducto que encienda esa lucecita que me aferra a una mujer por años. Contemplo a Oscar y lo veo con la misma inquietud persiguiendo sus movimientos avasalladores, como si quisiera calcular su respiración en la noche o sus carcajadas a orillas del amanecer. Vuelve a subir para llevarse los pocillos. Ahora es ella quien nos mira con curiosidad, ha quedado atrás la vacilación de minutos antes, ahora es, al parecer, dueña de la situación, poseedora del mango de esta sartén en la que burbujean testosterona y feromonas.

-quiero un litro de cerveza de la casa, pide Oscar para evadir la mirada que empieza a acuchillarlo.

-¿con dos vasos?, inquiere con la tranquilidad que supone el intercambio comercial.

-uno solo porque él no puede tomar alcohol, dice señalándome con los ojos y con la voz.

Vuelve a salir de escena. Iniciamos conversaciones fracturadas, atiborradas de hendiduras, de quebraduras por las que entran sus ojos, su cabello negro, sus nalgas enormes, apetitosas como pocas, su espalda ancha, como de nadadora, sus manos acostumbradas a la vida, sus labios que frecuentan el regaño, el reclamo airado

-se ve que es furiosa, digo para evitar ese silencio que se presenta como un barranco por el que podríamos precipitarnos con las horas, con los recuerdos, con las esperanzas y con todo aquello que no se ha llevado la melancolía.

Reaparece con una jarra saturada de un brebaje negro como la noche que se deshace en jirones de lluvia, en hilachas de frío, un vaso largo en el que sirve la bebida y un portavasos rectangular. Da media vuelta y se escabulle de la voracidad con la que Oscar la contempla, del deseo que quiere hacerse demencia, de las ansias que se desbordan en conjeturas, en fantasías que se transforman en palabras, en versos de canciones

«En qué lugar me ocultas,
En qué lugar me pierdes».

Minutos después, entre las manos que se deshacen en el tedio, cae al suelo el portavasos y al levantarlo nos damos cuenta que tiene un texto en el respaldo.

“Salgo en una hora. Manda al calvito a la casa y nos vamos para Chapinero”

Oscar me mira con incredulidad al tiempo que lo contemplo con envidia. Él relee para encontrar una frase, una letra siquiera que explique esta nota que no comparece con la indiferencia que ella mostró en las dieciocho visitas anteriores ni con esa crueldad de Dios o del Destino que impide que nos suceda algo extraordinario, algo que merezca salvarse del olvido, ponerse en letra de molde para la posteridad.

-pida otro litro y pregúntele dónde se ven, afirmo con la resignación que esta noche el amor ha jugado a su favor; si la nota iba para otra mesa ella se hará la loca y ahí quedará el asunto; pero si es para usted no dudará en darle las coordenadas.

A los pocos minutos ella sube sin que nadie la haya llamado. Camina hacia la mesa con un contoneo sabroso y con una sonrisa enigmática.

-¿Desean tomar algo más?, pregunta clavando la mirada en los ojos de Oscar.

-Otro litro de cerveza y saber en qué lugar nos encontramos, responde arrastrado por su sensualidad luminosa que expulsa todas las sombras que la duda había sembrado en su cabeza.

-en una hora en la esquina de la ochenta con once, indica tranquilamente; no tomes mucho que te necesito en tus cinco sentidos, concluye con esa voz que ponen las mujeres para sugerir noches desenfrenadas…

-creo que debo irme, indico al tiempo que me levanto; me cuenta, digo por decir algo, porque a estas alturas de la noche, en esta encrucijada de eventos, no hay lugar para las palabras.

En el bus pienso que a esa hora Oscar empieza a transformar una entelequia en Realidad que es, por definición, inamovible, de acero, , perdiendo, por tanto, cientos de interpretaciones (todas perfectas) por una que será incompleta, que estará atiborrada de tachones, de borrones, de lunares que no se removerán, que persistirán para la eternidad, que crecerán, si acaso tiene la posibilidad, hasta hacerse fallas incorregibles, vicios que devastarán lo bueno que aún sobrevivirá en la relación (sin importar la naturaleza de esta). Yo, por el contrario, me digo mientras el bus esquiva baches y charcos de agua, tendré la posibilidad de tirármela detrás de la barra, o hacer trío con su compañera, o ser quien reciba el mensaje, quien la espere entre la llovizna, entre los taxis y los vendedores ambulantes, para irnos hacia Chapinero a concluir la jornada con una faena amatoria digna de perpetuarse en cintas de treinta y cinco milímetros…

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Tejido del Destino

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Dice Silvio que “la noche es traviesa cuando se teje el azar”, pero olvidaba, al decirlo, que es más juguetona la mañana en la que el destino enfila tus pasos a una calle empedrada que remata en un Café donde te esperan un par de ojos olvidados, perdidos en las telarañas de los años, unos labios sonrientes, unas piernas que se cruzan y descruzan al ritmo de tus interrogantes, unas manos que buscan las tuyas en la densidad de la llovizna que desciende de las montañas o que asciende de la sabana (no puedes determinarlo en estos meses donde las nubes viajan a toda hora y en todas las direcciones cargadas de aguaceros bíblicos), de un pasado que reverdece en los sardineles de las horas que empiezan a detenerse, a llenarse de la misma ansiedad que tuviste en los meses que se hundieron en el naufragio de esperanzas. Luego vienen los arqueos, la sumatoria de amores que sobrevinieron a la ausencia, la novia que se transformó en esposa, el novio que no abandonó a pesar de aquella noche en la que él se extravió en los laberintos del alcohol y que concluyó en un Motel de Chapinero, pero a quien le terminó meses después por un viaje imprevisto. Alguien sonríe en un recoveco de este relato por el tejido de circunstancias que quieres llamar Coincidencia con mayúscula, son cosas del destino, dice ella con una cursiva que quiere hacerse sensual, insinuante, que busca tu cerebro, tus argumentos adoloridos, achatados por los años, para volver a enamorarse, si acaso lo estuvo alguna vez, de aquellas palabras que vibraban en aquel rinconcito del corazón que piensas, que quieres creer, sólo te pertenece a ti. Los cafés se transforman en cervezas, en empanadas para evadir la insensatez de beber sin haber almorzado, en monedas de quinientos que se hacen Canto Social en la rocola, que se hacen recuerdos de universidad, ¿has vuelto?, preguntas, ¿con qué tiempo?, responde, sonríen por quinta vez. Le tomas la mano, le acaricias el torso con el pulgar, ella apresa la mano libre, arriban los recuerdos de tu esposa, los de su prometido, saben que es la última oportunidad de despedirse y dejar el asunto de ese tamaño, pero ninguno quiere irse a la casa o regresar al trabajo a esta hora de la tarde, con esa lluvia que ensombrece el local, con esas ganas de ponerse rebelde con el matrimonio que te hace feliz pero al que no le caería mal una pequeña pausa, con el compromiso que la tiene endeudada con todos los bancos de la ciudad y al que, al igual que tu matrimonio, le caería bien un paréntesis de dos horas. Saben que se irán a la cama a la menor provocación, a la primera propuesta, pero ella quiere que seas tú quien cargue con la responsabilidad, que seas tú a quien pueda culpar esta noche o mañana, cuando el alcohol se desfiguré en dolor de cabeza, en sed insobornable, en depresión, cuando no seas más que la esquirla de sus años universitarios, cuando ella sea motivo de orgullo porque, no lo puedes negar, y menos después de tantas cervezas, que ahora está mejor que en sus épocas de universitaria (días en los que se la pasaba un poco andrajosa, con camisetas de cuellos raidos, con pantalones dos tallas más grandes que su medida, con tenis agujereados). Vamos a un lugar menos ruidoso, te oyes decir sin saber qué o quién habla por ti, ¡listo!, te responde con los ojos vidriosos, con el corazón a todo galope. Salen dando pasos vacilantes, confusos como la tarde que quiere hacerse noche, se dirigen a sus carros, sígueme, dices con la lengua estropajosa, ¡okey!, acepta con las manos sudorosas, enciendes el radio, pones rock, subes el volumen para cantar a voz en cuello, piensas en tu esposa que a esta hora empaca la ropa para irse de tu vida dando un portazo, aburrida que llegue todas las noches borracho, oliendo a mujer, comenta tu ex esposa a una amiga del trabajo mientras desencajona la ropa interior. Ella, entretanto, empieza a creer que no es tan buena idea, después de todo, aquello de darle un alto a una relación que la ha alejado de los periodos de depresión, que la ha estabilizado en todos los campos de su vida, piensa, entonces, en su prometido, en su bondad, en lo respetuoso que ha sido en estos tres años de noviazgo, al tiempo que él está con su amante, quien le recrimina, una vez más, que debe decidir entre su “noviazgo” (usa comillas hirientes) y su hijo de un año, él entretanto piensa en lo bien que se siente con ellos, en lo fastidiosa que se ha puesto su novia con los preparativos de la boda. Ellos, ustedes, entretanto, pasan frente a la Universidad Nacional, la observan con melancolía, recuerdas cuando la viste por primera vez en Piscoanálisis, ella evoca cuando pelearon en la Biblioteca Central por un libro de Amarrortu, los dos sonríen, tú miras por el retrovisor para comprobar que sigue detrás tuyo, ella te mira a través de la llovizna, se les olvida, de nuevo, tu esposa y su prometido, se internan por la Calle Veintiséis al tiempo que suena en algún lado, en alguna parte de mi cerebro, la canción de Silvio Rodríguez que inspiró esta narración, que les dio vida a partir del verso que encabeza este texto y que los tiene al borde de la traición o que los tiene, nadie lo sabe (ni siquiera yo que soy quien les da vida, quien les da movimiento a las los hechos), a las puertas de una relación, de una vida nueva o, quizás, de una existencia diferente de aquella que en este momento los encamina hacia el Motel al que llevas a todas tus conquistas…

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Juramento

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Eran las nueve de una noche de comienzos del noventa y nueve. Esperábamos ansiosos a un grupo de mujeres que Nabyl y El Negro habían enganchado en uno de los primeros chats de hispanoparlantes.

-El futuro está en los chats, afirmaba Nabyl para amedrentar la ansiedad que a esas horas, en aquel paraje solitario y desconocido, empezaba a solidificarse, a hacerse palpable, a transformarse en un silencio compacto, impenetrable. Llegará el día en el que sólo se podrán hacer levantes por ese medio, remataba con una confianza que emergía de las manos que nunca abandonaban los movimientos frenéticos.

A los cinco minutos llegó un grupo de siete mujeres que, a lo lejos y bajo las tinieblas de esa hora, parecían tan atractivas como las imaginaba El Negro cuando chateó con ellas. Llegó el desquite, me decía en tanto se aproximaban tímidas o, acaso, temerosas de nosotros y de nuestras intenciones.

-vaya Nabyl, salúdelas, demandó una voz acostumbrada al trato áspero y quien se encontraba, a esa altura de la noche, lacerada por varias rondas de aguardiente litreado y por no pocas cajetillas de cigarrillos.

Él, habituado a llevar sus planes hasta las últimas consecuencias (especialmente si en ellos se incluían mujeres y romances), fue al sitio donde se detuvo el grupo. A los tres minutos regresó con cara de acontecimiento.

-las viejas no son como las imaginamos; propongo que vayamos con ellas y que cada quien decida qué hace: si quedarse, rumbeárselas, comérselas o irse para la casa, dijo antes que le lanzáramos la primera pregunta.

-¿están muy pailas?, inquirió Walther con la mirada opacándose a causa de la desilusión.

-lo voy a poner en estos términos: la única que aguanta le faltan dos dientes.

Quisimos reír pero todos sabíamos que Nabyl, Nabylón, en estos casos no cometía la imprudencia de mentirnos, de llevarnos con embustes al matadero, de lanzarnos a los brazos del matarife con los ojos vendados.

-eso hagámosle sin asco, invitó el Negro con timbre enérgico.

-de una, apoyé con poca convicción.

Fuimos hacia ellas lentamente, con desconfianza, algunos evitando las risas nerviosas, otros bebiendo de la caja de vino que habíamos llevado para paladear el frío, los de más allá contemplando el pavimento fracturado, deshecho, calamitoso, los más escépticos examinando la luna que se ocultaba tras un rebaño de nubes.

Ellas, imagino, sintieron el impulso de correr al ver a un grupo de doce hombres de miradas agrias, de tufos de ochenta octanos, de camisas raídas, de melenas indómitas, de barbas de varios días, hombres, en suma, que daban la impresión de haber descendido de las montañas o de haber sido liberados, horas atrás, de una prisión.

-pensábamos que eran menos, afirmó una muchacha que descollaba por un abdomen prominente.

Quisimos explicarles que éramos cinco, los cinco de siempre, los del colegio, los de toda la vida, pero camino al bus se fueron uniendo vecinos y amigos que encontramos al paso y quienes al oír de mujeres hermosas, de piernas inabarcables, de nalgámenes apetitosos, se unieron ofreciendo dinero para el trago, tarjetas de amigos que administran moteles y toda suerte de promesas y ofertas que serían útiles en el momento de rematar la velada, pero preferimos callarnos, dejar que las circunstancias continuaran en su desplome, en su inevitable inclinación hacia la desesperanza.

-Nosotros pensamos lo mismo de ustedes, respondió un desconocido que no sabíamos de dónde había salido ni quién lo había invitado. Mejor vamos a bailar, concluyó para zanjar cualquier conato de réplica.

-Conocemos un sitio bueno, afirmó la muchacha que me contemplaba con ojos golosos.

Ellas emprendieron la caminata entre bisbiseos y carcajadas emboscadas en tanto que nosotros, hundidos en un silencio sepulcral, les seguíamos con la certeza que cometíamos un gran error. Dos cuadras después, bajo un letrero oxidado, de letras desteñidas por las encías del tiempo, emergían los compases de vallenatos lastimeros.

-acá es, dijo la desdentada

-vaya marica y nos dice qué tal está el sitio, instó Walther para que yo midiera el caletre del establecimiento.

Me asomé en la puerta y vi en las vecindades de la barra a un joven con una chaqueta enlazada al brazo izquierdo y con una correa en la derecha defendiéndose de otro que enarbolaba una patecabra y quien tenía la clara intención de apuñalearlo.

-hay dos manes dándose chuzo, resumí.

-mejor vamos para otro lado, dijo la voz azucarada de una muchacha que estaba abrazada a un vecino del Negro, al tiempo que emprendía el camino por una calle oscura, tenebrosa, lóbrega como todas las calles del sector.

Fuimos detrás de la pareja que caminaba lentamente, como si quisieran perpetuar el placer de abrazarse y de hablar a media voz, con la sonrisa colgando de las comisuras de los labios.

Ocho cuadras después llegamos a un lugar igual que el anterior: letrero en lata, puerta pequeña, vallenatos magullando la noche. Adentro dos parejas de borrachos bailaban por el empuje de la música mientras una mujer de edad incierta cabeceaba detrás de la barra. Unimos cuatro mesas al tiempo que El Negro, con aquel entusiasmo financiero que lo acompañó buena parte de su juventud, sugería pidiéramos dos botellas de aguardiente en lugar de perder la plata en rondas de cerveza.

Al filo de la media noche, gracias a la acumulación de alcohol, sueño y testosterona, se inició una pelea con botellas despicadas, butacas estrellándose contra paredes y ventanas, improperios y alaridos de mujeres queriendo imponer el orden. Miré, al escuchar el primer estallido, a los ojos a Nabyl para confirmar que haríamos lo mismo: salir corriendo para no pagar la cuenta y, de paso, para espantar la frustración de ver a los otros, a los vecinos y amigos, a los desconocidos que encontramos en el camino, bailando y besándose con las mujeres que nos correspondían por el derecho que concedía el hecho de haberlas cotizado en el escaso y difícil espacio de la virtualidad. Salimos, en efecto, entre la gritería y quinientos metros más adelante, cuando sabíamos que no nos podían encontrar, que nadie nos seguía, nos detuvimos para constatar que estábamos los cinco, los de siempre, los de toda la vida (el último en llegar fue Suarez quien por aquellas intrigas del azar, por aquellas paradojas de la noche, había tomado la calle equivocada).

-de la nevera, dijo El Negro al tiempo que enarbolaba una botella de ron.

-de la mesa, continúe mientras exhibía el remanente de aguardiente que sobrevivía antes de empezar la gresca.

-de la barra, concluyó Nabyl al tiempo que empuñaba una paca de cigarrillos.

Soltamos una carcajada al corroborar que persistían las enseñanzas adquiridas en colegios públicos y y diversos batallones del circuito militar de Colombia. Buscamos, poco después, el parque más cercano para aguardar el arribo del amanecer bogotano entre tragos, risas, evocaciones y todo aquello que brota de las ranuras de las almas irresponsables. A las seis de la mañana, o quizás un poco antes, cuando nace un brillo incierto en los contornos de las montañas, cuando empiezan a trinar copetones desde arbustos completamente secos, me paré con la mirada vidriosa, con las manos temblorosas, los contemplé con dificultad al tiempo que les decía, con la lengua estropajosa: juro solemnemente que este trance lo rescataré de las arenas del olvido, de los barrancos de la ingratitud, para gloria de las futuras generaciones. Levanté, acto seguido, el remanente de ron y lo apuré de un sorbo teatral, pomposo, como todos los movimientos generados por el alcohol al tiempo que la promesa empezaba a diluirse en las circunvalaciones del lóbulo frontal, a desdibujarse de mi cerebro hasta que, a las seis de la mañana de hoy, por aquellas intrigas de la memoria, emergió sólida, concreta, como si la hubiera hecho minutos atrás…

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