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La infidelidad desde la genética

Genetica3

Asumamos –así sea por un breve instante- que el único objetivo de la existencia es proteger el acervo genético que palpita en nuestras entrañas y perpetuarlo mediante el alojamiento de este en otros recipientes. Los genes, bajo este supuesto, pueden, en su afán de sobrevivir y perpetuarse, acantonarse en muchos cuerpos, esperar que estos sobrevivan lo suficiente para poderse reproducir y así transmitirse a nuevos receptáculos. Esta táctica requiere, lamentablemente, muchos vehículos: la mayoría de ellos perecerán antes de reproducirse y con ellos expirará parte del acervo genético. Pueden, por otra parte, ingresar a pocos cuerpos y cuidarlos hasta que lleguen a la edad de la reproducción y así asegurar su prolongación. Este método demanda, lastimosamente, la colaboración de otra persona para cuidarlos hasta la edad de la reproducción.

Pensemos, por otro lado, que el hombre puede tener al año tantos hijos como eyaculaciones dentro de mujeres ovulando; en tanto que ellas, en el mismo periodo, sólo pueden tener un hijo. Es claro, entonces, que la estrategia que deben emplear ellos, para prolongar su acervo genético, es la primera y la óptima para ellas es la segunda. La mujer, por tanto, siente la necesidad de seguridad con una pareja estable en cuanto que el hombre se siente inclinado a la promiscuidad.

La naturaleza, dado que no malgasta energía ni materia en ninguno de sus procesos, prefiere sustentar la carga genética mediante parejas estables que cuiden de sus hijos hasta la edad de reproducción. Esta exigencia biológica se transmitió -como muchos otras- a las culturas mediante prohibiciones: por ello todo aquel que sea infiel cargará con el estigma de actuar contra el establecimiento, lo cual no es otra cosa que estar actuando contra los imperativos biológicos.

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Declaratoria

Eres una bruja distinta a las que aprendí a odiar en los cuentos de hadas: no usas sombrero negro, ni tienes una verruga en la nariz, ni siquiera tienes esa mirada perversa que arruga flores y espanta las nubes. Tienes, por el contrario, una mirada que invita al diálogo sereno, acaso confidencial; tu nariz, libre de repugnantes forúnculos, es delgada y un poco respingada; tus labios, custodiados celosamente por dos lunares, son apetecibles; tus rizos instan a surcarlos con los dedos; tu cuerpo, ¡ah, tu cuerpo!, invita a navegarte, durante interminables noches de pasión, asido al perfecto arco de tu cintura.

Pero, mi querida niña, el que aparentes ser la princesa que duerme eternamente no elimina el hecho que tu corazón esté seco como una piedra, que tu alma esté edificada con paredes de paja y que habites en las vecindades de la antipatía; tus sentimientos, infectados como la piel enferma, supuran hiel en cada afirmación; seduces con la manzana prohibida de tu cuerpo lujurioso y ávido de hombre; te solazas con el descenso de lágrimas masculinas y con envidias femeninas…

Yo seré, para tu asombro, el héroe que pisará las zarzas de tu ternura y entrará hasta la mazmorra pestilente en la que escondiste, en un baúl de plomo, a la niña que se asusta con los truenos y que vibra con el vuelo de las mariposas. Una vez la halle la sentaré en bajo el sol de la mañana, la peinaré con ternura y me la abandonaré a la deriva de la brisa y de las libélulas.

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Más cifras

Para aquellas mujeres que el post anterior no las convenció absolutamente les traigo cifras contundentes de la misma encuesta:

(Traducción de Inner, El Pendejo)

• El 70% cree que el matrimonio es una institución necesaria; el 4% piensa que es una institución muerta.
• El 57% cocina en su casa y disfruta haciéndolo.
• El 54% cree que una chica le estaría traicionando si besara a otro hombre.
• El 51% afirma no tener miedo a los compromisos; el 25% teme comprometerse con la persona equivocada.
• El 60% cree que una pareja debe convivir bajo el mismo techo antes de llegar al matrimonio, considerándolo como una buena prueba prematrimonial; el 9% cree que esto no es moralmente aceptable.
• El 60% jamás ha engañado a una mujer diciéndole que la amaba para acostarse con ella, ni lo haría jamás.

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Los hombres también lloran

Hace unos años estaba leyendo en mi cuarto cuando escuche las voces de niñas que no alcanzaban, supuse en ese momento, más de quince años. Al ver que no podría leer por la barahúnda que armaron las niñas decidí escuchar su conversación. Media hora después entendí que se habían reunido en el jardín comunal -al lado de mi ventana- para aconsejar a Camila sobre el trato que debía recibir David, su maldito novio. Ellas le decían que no debía aguantarse que la tratara como el trapo de bajar la olla, que él era un hijuep* que no la valoraba, que merecía que se le cayera el pipí (hasta allá llegaron las impúberes), etc. Los denuestos e improperios, que en principio atacaban al pobre David –me solidarice con el vejado-, se extendieron a todo el género, de tal suerte que los hombres, en concepto de las pre adolescentes, somos una caterva de malpar* que no merecemos el aire que respiramos. La lista de defectos concluyo con la siguiente sentencia: “los hombres, dijo una voz aflautada, no tienen corazón, por eso no sienten”. Esa fue la copa que derramo la copa: correi la cortina, abrí la ventana y les dije a las niñas: sí sentimos; es más, en ocasiones sentimos más que las mujeres. Las niñas me miraron con desprecio y se fueron sin decir una palabra.

El año pasado venía en un colectivo. En la silla del frente venían dos muchachas hablando sobre sus novios. La primera habló maravillas de su compañero; la otra, por el contrario, dijo que su novio era un Güev* que la tenía aburrida. Luego empezó a relatar la diversidad de hombres con los que le había puestos los cachos al pobre astado. La amiga, al concluir la ristra de aventuras, le pregunto con cara de asombro: ¿no te da embarrada con tu novio? ¿Embarrada? Le contesto la otra; ¿Por qué si los hombres no sienten? En ese momento me indigne y le dije, al igual que las niñas: los hombres sí sentimos, en ocasiones, incluso, más que ustedes. Las dos muchachas me miraron con cara de asombro; dieron media vuelta y siguieron hablando de temas más amables.

Anoche halle en 20 minutos el respaldo científico de mi afirmación: en una encuesta hecha a más de 70.000 hombres por AskMen.com , más del 75% de los hombres admitió haber llorado a causa de una mujer. ¡¿Cómo les queda el ojo?! Y eso no es todo: el 77% admite que busca novia con “madera de esposa” y el 69% asegura que nunca en engañaría a su novia.
Anoche mismo imprimí la noticia y la llevo conmigo en la maleta para demostrarles a las mujeres que usan este argumento (o pretexto) que los hombres lloramos, al igual que ellas, por la traición o por el abandono.

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La fauna en las rumbas de comienzos de los noventa

Se reconocen porque están sentados al lado de un parlante o de un helecho. Su mirada se pierde en la contemplación de las ranuras de los baldosines o en las sinuosidades del tapete sobre el que descansa el parlante. Su mano siempre está ocupada con un vaso con licor o con una botella de cerveza que los anfitriones le escancian sin descanso para paliar su soledad. Cuando los vapores del alcohol le comunican la vitalidad de su contenido saca a bailar a la más fea de la fiesta.

Esta es, mis queridos lectores, la descripción de un adolescente “desparchado” de los años noventa que entraba a una rumba por la inercia de la música y de la barahúnda de la casa. Nadie sabía quién lo había invitado ni cómo había llegado hasta el rincón donde bebía sin mirar a nadie. Su presencia, incómoda al comienzo, se desvanecía con el paso de las horas.

Otro espécimen de aquellas farras noventeras era el “Chayanne Apolonio”. Este señor llegaba apestando a colonia barata y mascando chicle o, en el mejor de los casos, emergía de la noche fumando vulgarmente. Su mirada indagaba todos los rincones buscando mujeres. Cuando el infaltable Wilfrido Vargas estremecía las paredes con su enérgica voz, el suscrito atravesaba el salón moviendo los hombros y haciendo tronar los dedos hasta que llegaba a la esquina donde estaba la niña que lo veía llegar con cara de “que no venga acá, que no venga acá”. El hombre, haciendo caso omiso a la expresión de la exhortada, extendía el brazo para invitarla a bailar.

Ella, la desgraciada, salía escoltada por las carcajadas de sus amigas. Después de una docena de canciones la infeliz se iba de la fiesta sin dar mayores explicaciones. “Chayanne Apolonio”, ante el abandono de la niña, le decía al que estuviera a la mano: “quedamos de vernos afuera, pero la voy a dejar esperando”. Era, como pueden ver, un patán en el más amplio sentido de la palabra.

Otro personaje clásico en las rumbas noventeras era el borracho irredento. Este individuo, presa de un vicio incontrolable, gotereaba todo el trago que descansara en la mesa. Luego, cuando el brebaje desaparecía del mesón para rotar por los rincones de la casa, entablaba conversaciones protocolarias para tener acceso a un par de tragos de la botella. Al final de la noche se le veía preguntarles a los circunstantes, con ansiedad mal disimulada, si tenían trago.

Entre las mujeres destacaba la mujer atractiva que todos deseaban pero que pocos invitaban a bailar. Su mirada, cálida y tierna como la brisa, brillaba cuando hablaba y su cuerpo perfecto concitaba comentarios inconfesables entre los hombres que la miraban bailar. Al final se perdía por las esquinas del delirio etílico para retornar, noches después, a la imaginación febril de los adolescentes.

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