Asumamos –así sea por un breve instante- que el único objetivo de la existencia es proteger el acervo genético que palpita en nuestras entrañas y perpetuarlo mediante el alojamiento de este en otros recipientes. Los genes, bajo este supuesto, pueden, en su afán de sobrevivir y perpetuarse, acantonarse en muchos cuerpos, esperar que estos sobrevivan lo suficiente para poderse reproducir y así transmitirse a nuevos receptáculos. Esta táctica requiere, lamentablemente, muchos vehículos: la mayoría de ellos perecerán antes de reproducirse y con ellos expirará parte del acervo genético. Pueden, por otra parte, ingresar a pocos cuerpos y cuidarlos hasta que lleguen a la edad de la reproducción y así asegurar su prolongación. Este método demanda, lastimosamente, la colaboración de otra persona para cuidarlos hasta la edad de la reproducción.
Pensemos, por otro lado, que el hombre puede tener al año tantos hijos como eyaculaciones dentro de mujeres ovulando; en tanto que ellas, en el mismo periodo, sólo pueden tener un hijo. Es claro, entonces, que la estrategia que deben emplear ellos, para prolongar su acervo genético, es la primera y la óptima para ellas es la segunda. La mujer, por tanto, siente la necesidad de seguridad con una pareja estable en cuanto que el hombre se siente inclinado a la promiscuidad.
La naturaleza, dado que no malgasta energía ni materia en ninguno de sus procesos, prefiere sustentar la carga genética mediante parejas estables que cuiden de sus hijos hasta la edad de reproducción. Esta exigencia biológica se transmitió -como muchos otras- a las culturas mediante prohibiciones: por ello todo aquel que sea infiel cargará con el estigma de actuar contra el establecimiento, lo cual no es otra cosa que estar actuando contra los imperativos biológicos.
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