Archivo mensual: junio 2009

Bloomsday (Bogotá)

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(Fin de la construcción)

Algunos buscan la poética en el amor, otros en la cálida mirada del tiempo y algunos más en la farmacia o en la taberna. La mayoría supone que la inspiración está lejos de los hombres y mujeres comunes (vulgares como suelen llamarlos en su arrogancia). Yo, contrario a ellos, estoy convencido que la musa camina entre las personas que vemos con frecuencia y que está hecha de fragmentos de cotidianidad: nubes grises, un perfume que trae a la memoria noches de pasión, o el vallenato que sugiere una novela, son más eficientes que sentarse en fríos salones a escuchar a hombres y mujeres (que nunca han escrito una novela) para que nos digan cómo debemos escribir y a quiénes debemos leer…

Las palabras que encontrarán bajo esta breve introducción hablan, por otra parte, de la vida de un hombre común que viaja, en horas de la mañana, hacia la universidad. El sentido y la forma se ajustan al universo de quien las escribe y están, por último, dedicadas a Karen Lozano, la más escéptica de mis lectoras.

Les dejo, sin más preámbulos, una migaja de mi vida.

Junio 16

9:33 a.m.-9:49 a.m.

Estoy en el alimentador que me llevará a la universidad. Me levanté cuarenta minutos tarde y voy, en este momento, media hora retrasado. Siento aquella melancolía que sobreviene a las noches saturadas de sueños con afán de presagio. Llegan a mi mente las brumosas imágenes de una mujer embarazada. Otra culpa que muerde mis noches, escribo en la libreta azul en la que llevo el diario. Levanto la mirada y veo un gallinazo escalando la brisa con aletazos pesados. Un relente de tristeza encrespa mi respiración. Quizás es nocivo hurgar la cotidianidad, pienso mientras el alimentador gira en la esquina del parque que rodeo todas las mañanas. Las objeciones de Karen caen como una hoja llevada por el viento. La cotidianidad es poética, le repetí insistentemente en el chat. Levanto la cabeza y veo un grupo de nubes pastoreadas por gallinazos. Hasta el más plomizo de los días guarda un verso festivo, me defiendo del imaginario reproche de Karen. ¿Qué pensaría ella si estuviera conmigo en este momento?, inquiero al tiempo que el alimentador se detiene frente a una droguería. De Karen sólo sé que anhela escribir y tocar gaita. Anoto en la libreta que debo enviarle, una a una, las canciones de los Gaiteros de San Jacinto. Quizás, pienso al tiempo que contemplo las letras torcidas, debería presentarle la vecina que dice ser familiar de ellos. El autobús se interna en la nube de humo que expele la buseta que lo antecede. A pesar que el alimentador está atiborrado no se escucha una sola voz. Se estaciona frente a una bomba de gasolina. Un perro blanco duerme bajo la silla de madera. Un rumor de ternura ablanda mi respiración. Quisiera acompañar el sueño del can (¿por qué escribí esta palabra tan presuntuosa?) como lo hubiera hecho, con certeza, Diógenes de Sínope. Llegan a mis oídos las vehementes palabras de un hombre tambaleante en el Parque de los Periodistas. Diógenes hizo vacilar el reinado de Alejandro Magno con su actitud de perro, decía al borde de la inconsciencia. Yo, entre tanto, repetía en mi cabeza el nombre del personaje para buscarlo al siguiente día en el catálogo de la Biblioteca Luis Ángel Arango. Entre los libros estaba La secta del perro, de Carlos García Gual, libro en el que hallé, además de Diógenes, a Luciano de Samosata, autor que evitó, por algunos giros del Destino, morir envenenado por mi propia mano. Entre los circunstantes que escuchábamos al elocuente borrachín estaba José quien, además de compartir el nombre con mi papá prestó servicio en el mismo batallón y nació, al igual que mi padre, en 1948. Ha sido imposible, a pesar de los años que nos conocemos, evitar la tentación de comparar sus vidas. Otro de los que presenciaba la alabanza era Guillermo Bustamante, hombre de quien se decía que había sido gerente de un banco en Medellín y que el despecho lo había arrojado al cartucho. Una tarde de 1999, frente al Parque Santander, me dio una carpeta que contenía un legajo de papeles amarillos. Son mis cuentos, me dijo con voz trémula; se los vendo por cinco mil pesos. Abrí la carpeta y leí el primer relato. Me pareció de buena factura. No tengo plata, dije; le aconsejo que no los venda porque son muy buenos. Me miro a los ojos y me dijo: si no necesitara plata no estaría vendiéndolos. Dio media vuelta y continúo caminando por el Parque Santander. Nunca más volví a hablar con él. El año pasado, en la feria del libro de Bogotá, encontré aquellos cuentos editados por Random House Mondadori. ¿Cuántas manos habrán sido necesarias para que esos relatos llegaran hasta acá?, me pregunté al tiempo que ojeaba el libro. El reloj marca las 9:42. Es innegable que gran parte de mi tiempo lo consumo zurciendo retazos del pasado. Creería (o quisiera creer) que soy un artesano del pasado. Todos, finalmente, lo construimos: vivir no es otra cosa que fabricar toneladas de esa materia pegajosa e informe que se adhiere a las cisuras del cerebro y que los más ingenuos llaman Pasado. La diferencia estriba en que la mayoría lo etiqueta, lo introduce en cajas y lo olvida. Yo, por el contrario, lo contemplo largamente; lo tiño con tonos que lo enaltezcan y al final lo sitúo en un escaparate para que todos puedan observarlo. En ese momento una hojita verde cae de la libreta. La levanto del suelo y la miro con detenimiento. En la esquina superior derecha tiene el escudo de Colombia; en la margen opuesta dice CASA MUSEO y bajo la línea sobre la que descansa el enunciado dice QUINTA DE BOLIVAR. Odio que escriban en mayúsculas. Bajo esta frase hay una casa. Se parecen a las fincas que yo dibujaba en la niñez (la casa la rodeaba de vacas de dos patas y extensas plantaciones que ascendían por los collados hasta encontrarse con el sol que emergía en la intersección de ellos). Del fondo del tiempo viene el eco del agua golpeando contra la piedra del jardín de la Quinta. Retorna con contundencia el sueño de la mujer embarazada. La reconozco entre las breñas de la evocación: es una de mis ex novias. El sueño se presenta, en ese instante, sin estrías: ella usaba el mismo vestido de la última vez que nos vimos y estaba al lado de un hombre que tenía chaqueta y  pantalón de paño, una camisa azul clara y una corbata roja (¿vemos colores en los sueños?). Detesto recordar los sueños con tanta exactitud. Mi ex novia me reclama que la haya lanzado a los brazos de ese hombre. Me arrepiento, de nuevo, de empezar a registrar mi vida. Lo bueno, escribo a pesar de los saltos del bus, es que al final del día no habrá anotaciones; y si las hay, serán pocas. Todas las empresas que he llevado empiezan con una agitación vecina de la demencia para luego diluirse con el paso de los días. Al final son una grata anécdota narrada con voz neutra. Entre palabras y reflexiones llegamos al portal. Sin importar el afán que tenga espero que todos desciendan y bajo de último, con la sonrisa ladeada y la mano en el bolsillo. Me paro en la fila de la mitad y saco tres billetes de dos mil (desde el 2006 compro cuatro pasajes; ni uno más, ni uno menos). En la ventanilla de la derecha una mujer discute por el cambio. La taquillera le dice que cada pasaje vale mil quinientos pesos y que dos valdrían, en consecuencia, tres mil pesos. La mujer sonríe ampliamente al comprobar su error. Llegó a la ventanilla y envío bajo la abertura de la ventanilla los tres billetes; miro a la mujer a los ojos y le lanzó una sonrisa cordial; sonríe en compensación. La tarjeta azul se desliza por la ranura. La levanto, doy media vuelta y empiezo a cantar

Corazón martirizado
ya quieres irte sin decir nada
quién te calentó el oído
con frases linda, con frases vanas
sabes que ninguno puede
quererte tanto como te quiero
si quieres me arranco el pecho
y en mil pedazos te entrego el alma

Miro el reloj; 9:49. Anoto la hora en la libreta al tiempo que bajo las escaleras.

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Hablando Solo (5)

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(Fuente de la imagen)

(Capítulo Anterior)

Tus labios reconstruyen la humedad del cuerpo de Juana al tiempo que tu corazón se reseca como el atardecer que irrumpe por la ventana del local. Quieres borrar los dedos que han quedado atornillados en los ribetes de la memoria. ¿Cómo puede dolerme el alma si no es material?, interrogas al cigarrillo que duerme sobre la mesa. Porque, en efecto, te duele el alma. Empinas la botella hasta que la efervescencia del aguardiente te incinera el cuello. Nihil humani a me alienum puto; Terencio, sentencias fanfarronamente mientras dejas la botella sobre la mesa. Contemplas el establecimiento en busca de alguien; sólo encuentras un aparador forrado de almanaques de mujeres semidesnudas. Lamentas que nadie haya escuchado porque te hubiese gustado vanagloriarte de tus inexistentes conocimientos de latín. Nada que sea humano juzgo ajeno a mí, repites la frase de Terencio. ¿Cómo negar la condición humana cuando el dolor magulla la respiración? Deseas tenerla, como la tuviste horas antes, a tu lado; sentarla en tus piernas y susurrarle versos de Carranza al oído. Enciendes el ajado pielroja al que le has hablado toda la tarde. La adiestrada mano de Juana emerge de las tinieblas para subirse a tu nuca. Su contacto produce un tenue escalofrío que desciende por la espina dorsal hasta la mitad de la espalda. Inhalas con fuerza para amedrentar el espasmo. Imagino que así se siente perder una parte del cuerpo, piensas mientras expulsas el humo con fuerza. Tu cuerpo percibe – o quizás concibe- a Juana como parte de sí. O, mejor, tu cuerpo entiende que sólo es un apéndice de su delgada cintura, de los ojos que serpentean en la oscuridad en busca de la melancolía, de sus piernas perfectas, de la cavidad hecha a la medida de tu cabeza y de aquel rinconcito húmedo donde entierras tu fracaso. En este momento eres, quiérelo o no, una pierna sin el cuerpo que le infunde movimiento, un dedo huérfano de mano, un ojo sin brillo o una caricia abandonada en alguna cicatriz. Soy un muñón de enamorado, susurras al ocaso que debilita las iridiscencias que irrumpen por el vano de la puerta. El amor, como puedes constatar, transforma a un hombre en un trozo sintiente de carne que hunde sus verrugas en el alcohol. Te golpea un estallido de indignación en la frente; te paras violentamente y empiezas a caminar sin control en el pequeño espacio que separa la silla del mingitorio. Te sientas, poco después, haciendo vibrar la botella que está sobre la mesa. Tomas de un sorbo el remanente de aguardiente. Escuchas nítidamente su risotada de cristal. Una sonrisa abate la incertidumbre en la que se había hundido tu mirada. Contemplas a Juana riéndose atronadoramente en la cafetería de la plaza San Francisco. Aquel día la viste caminar en la colmena de estudiantes que salen a almorzar. Aceleraste el paso hasta que la tuviste al alcance de tu voz. Juana, dijiste con firmeza. Volteo a ver sin dejar de caminar. Hola, dijo con cansancio. ¿Me recuerdas?, le preguntaste mientras intentabas seguirle el ritmo de maratonista. Sí, respondió secamente. ¿A dónde vas con tanto afán?, indagaste entre jadeos. Una mirada lastimera atravesó tus ojos. A donde tú quieras, dijo sin convicción. Minutos después estaban sentados en la cafetería intercambiando versos de Jattin y de Sabines

Te quiero porque tienes
las partes de la mujer en el lugar preciso
y estás completa.
No te falta ni un pétalo,
ni un olor, ni una sombra.

Recitas de memoriaa Sabines. Después visitaste a Manuel con la esperanza de encontrarla clavando sus miradas en los pliegues del silencio, enmarañando los atardeceres, o leyendo a Borges en la escalera. Luego, cuando no pudiste disimular la atracción frente a Manuel, seguiste sus pasos en la universidad para encontrarla en los pastizales o esperarla a la hora del almuerzo en los restaurantes que frecuentaba. Eres, sin duda alguna, el porcentaje de paraíso que me corresponde, susurras. Atrás del mostrador escuchas las pisadas del tendero. ¿Me dijo algo?, indaga una voz enredada en las telarañas del sueño. Sí señor; respondes pausadamente; deme otro cuarto de aguardiente. Oyes los pies arrastrándose. La respiración se te pone arenosa. Sabes que el alcohol en cualquier momento te traicionará y empezarás a llorar por su ausencia. Acá tiene señor, dice el tendero al tiempo que coloca una botella de Costeñita sobre la mesa. Podría, por favor, poner música, dices con la voz fracturada. El rastrillar de los pies del vendedor nubla las evocaciones. El alma empieza a desplomarse como una cresta de polvo. Desde la esquina opuesta a tu mesa emerge un silbido acompañado de la voz mineral de Héctor Lavoe. El piano preludia la canción que has cantado hasta el agotamiento en las etílicas noches con Giovanny. Empinas la botella y apuras los 175 centímetros cúbicos de un sorbo. Un pequeño ardor te escalda la garganta.

Si alguien le pregunta cuál fue mi destino
no le diga a nadie que tomé el camino
de los que no quieren que los vean llorando
por causa de un amor…

La canción te desmenuza las entrañas. La fuerza abandona tu cuerpo. Crees que te desmayarás de un momento a otro. Aspiras con fuerza el remanente de cigarrillo que muere en tus dedos. Una nausea oleaginosa te impulsa a levantarte brutalmente. La butaca y la botella caen simultáneamente al piso. Te lanzas a la calle para arrojar por la boca el nudo que nace en el margen del estómago. En la puerta de la tenducha decides correr. De dos zancadas cruzas la calle; una vez allí emprendes la huída. A tu espalda el anciano pronuncia una ristra de improperios que se enzarzan con los rugidos de los buses. Huyes como si tu vida dependiera de ello. A los quince minutos sientes una opresión en el pecho; disminuyes la velocidad hasta detenerte frente a un poste; te inclinas y empiezas a vomitar sin control. Sientes, segundos después, un garrotazo en la nuca. Te desplomas como un muñeco de trapo. Adviertes las manos de los indigentes registrando los bolsillos del pantalón. Empiezas a lanzar patadas a la bartola. El resplandor del puñal que enarbola uno de los gamines te disuade de continuar descargando puntapiés sobre ellos. Este hijueputa no tiene nada, anuncia el pordiosero que enarbola el cuchillo; oyes inmediatamente el garrote castigar el viento y el sonido hueco cuando este se estrella contra tu frente; sobreviene al golpe una nube de patadas que castiga tu espalda y el estómago. La oscuridad, en ese instante, se espesa hasta transformarse en un muro compacto…

Escuchas una voz cavernosa. Cierras los ojos para evitar el dolor de tenerlos abiertos. ¿Cuál es su nombre?, vuelve a inquirir el hombre. A pesar que percibes el rumor de las personas no abres los ojos ni te decides a contestar. Sientes que te izan y que entras a un lugar cálido. Escuchas un sonido parecido al de la puerta de una nevera cerrándose y la voz cavernosa desvaneciéndose en el desorden de bramidos y voces. Te hundes en la greda del sopor. El aguijón de la jeringa revuelve las cenagosas aguas del letargo. Abres los ojos. ¿Cuál es su nombre?, indaga con dulzura una mujer de bata blanca. Pedro, dices tenuemente. Pedro; ¿Cómo te sientes?, inquiere de nuevo. No respondes. ¿Quieres que llame a alguien?, continúa la enfermera. Sí; consigues decir con esfuerzo; llame al 2627700; pregunte por Manuel o por Juana. ¿Qué parentesco hay entre Manuel y tú?, pregunta la mujer. Él es mi hermano y Juana es… su esposa.

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