Archivo mensual: octubre 2010

467 días (103 de unión libre)

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Encuentro algo tuyo en todas las campiñas, huertos y alamedas que constituyen mi existencia. Esto, lo sabes mejor que yo, no tiene nada de asombroso: estás en cada amago de lágrima, en cada destello de silencio, en cada conato de felicidad. Lo habitas como si fueras su dueña y señora: podas las zarzas de la melancolía, lustras la felicidad que empieza a oxidarse por el salitre de la cotidianidad y frotas las paredes y los pisos de mi memoria (teniendo la precaución de arrinconar en el último cuchitril del olvido el rastro de aquellas ex novias que tanto te estorban). Lo novedoso, mi niña preciosa, es que no sólo habitas lo que sobrevino a aquel amor que se ha prolongado por 467 días, sino que empiezas a poblar aquellas ciénagas de la niñez en las que me lanzaba a la fantasía para crear universos con dos canicas y un trompo viejo, los minutos en los que me hundía en los barrancos del alcohol y los años en los que besaba y acariciaba impunemente. Empiezas a transformarte, por tanto, en la madre que mimaba mis travesuras, en la adolescente que me inició en los ejercicios del amor, en todas las jóvenes que quise a pesar que no me querían, en quienes me amaron sin haberlas amado, en las que me dieron noches sin esquirlas y en los cientos de mujeres que en tu imaginación han colonizado nuestro presente y que amenazan el futuro…

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Confesión

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“No menciones el amor: bien sabes que sería profanarlo.
Déjalo ser en silencio, para que sientas la música
de los dedos que rozan una piel amada”
Darío Jaramillo Agudelo

Hasta este momento nos la habíamos arreglado para gustarnos sin tener que declarárnoslo y sin tener que explicarle a tu esposo que algunos de tus suspiros me pertenecen ni tener que decirle a mi esposa que algunos de mis pensamientos se enredan en aquel caprichoso mechón que desdeña peinillas y secadores. Hasta aquí habíamos logrado hablar sin que la vibración de mi voz o el temblor de tus dedos delataran aquel amor en ciernes, aquel embrión de ternura, que ata nuestros ojos cuando nadie nos ve. Lo habíamos conseguido hasta que hallé la manera –involuntaria e irrevocable- de desterrarlo de las cunetas del futuro (aquella entelequia en la quizás tú, en la que quizás yo, en la que quizás nosotros): lo envolví en la maraña de confesiones categóricas (todas gastadas de tanto repasarlas en mi mente) para abandonarlo, poco después, en las praderas de lo que pudo ser, en las trincheras de lo que nunca será…

(no sé por qué continúo hablando de la esperanza y del olvido; de aquellas cenizas del alma, de aquel polvo del tiempo)

Quedamos frente a la declaración, con un centenar de respuestas inútiles, una ternura extraviándose en los caminos de la prudencia y con la extraña sensación de haber cometido el peor error en el ejercicio de los amores imposibles: haber transformado una duda conveniente en una certeza inquietante…

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Las calles del amor

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El corazón se detiene al verte con tus pantalones de cuero y tu mirada festiva. Me acerco a pesar que sé que te gustan los hombres que irrumpen con sus manos olorosas a oscuridad y con el odio revoloteando en sus ojos, como luciérnaga extraviada. ¿Qué haces por estos parajes?, preguntas con los labios humedecidos por las blasfemias del bravucón que te lleva al baño después de la tercera botella de whisky. Vengo a perderme en la turbulencia de tus ojos, en el frenesí de tu voz de cigarros y vodkas, en las canciones melancólicas remojadas en cerveza y en el mechón rojo que me regalaste en las tinieblas de una noche de noviembre, confieso con el resentimiento ronroneando en mis palabrasl Le faltan a tus promesas las tinieblas de bares fragantes a a orines y atardeceres endulzados con fenobarbital y ron, aseguras con el pesimismo desmigajándose como pan mohoso; deberías irte antes que Bartram te vea hablando conmigo.

(Nota a pie de página: Bartram fue un adolescente brillante hasta que se cruzó en su horizonte una mujer que cargaba una colección de porros y amaneceres lluviosos. Ella le enseño a rasguñar las madrigueras del deseo, a esconder sus frustraciones en nubarrones de marihuana, a teñir la nostalgia con rayas de perico y a solucionar los problemas con el concurso de los nudillos)

Entretanto Mick afirma con su voz a prueba de excesos,

better come back later next week
‘cause you see I’m on losing streak.

Una tristeza densa encaja arena en mis pulmones. Quiero verlo. ¿A quién?, inquieres detrás de la octava copa de Brandy. A Bartram; anhelo que me parta la cara y que me escupa; que me borre de tu vida y de mi vida; que me exprima las palabras que te dije una noche de noviembre, entre estrellas, entre aguardiente, entre porros; que me arranque los brazos que te tocaron, la lengua que te habló, los ojos que contemplaron tus nalgas celestes y la nariz que olfateó tus sueños; eso quiero. ¿Tanto alboroto por una noche embarcada en las naves del desenfreno? ¿Tanta bulla por un orgasmo entre botellas y colillas? No hay duda que eres demasiado bueno para mí, concluyes después de esnifar un pase de perico. Me llega de la barra la compasión de una mujer de mirada azul al tiempo que Jagger (discrepando de la agresividad etílica) canta dulcemente en su noche -en la noche de fosas y nostalgias-, desde la eternidad que lo espera con inquietud:

You had the moves
You had the cards
I must admit
You were awful smart
The awful truth
Is awful sad
I must admit
I was awful bad
Walk the streets of love
And they´re drenched in tears

No te equivocas Mick (¡nunca lo haces!): las calles del amor están empapadas de lágrimas, de noches oxidándose en los abismos del olvido, de silencios rencorosos, de reencuentros amargos… Asger, princesa, tú tampoco te engañas: los versos de Ángel González y de Jattin, los amaneceres sin pepas ni alcohol, son demasiado buenos para ti… Mick, el buen Mick, continúa pontificando detrás del parlante coronado por latas de cerveza:

And I, I, I, I, I, I, I
I walk the streets of love
For a thousand years

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Letanía fúnebre

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Contemplo la procesión escondida atrás de un arbusto, para que no me vean tu esposa, tu hermana o tu mamá. Se ven tan tristes, tan acongojadas, como si una parte de su vida (acaso la más valiosa) se hubiera ido contigo al abismo de la muerte. Ellas siempre te imaginaron ajeno a los caprichos de la carne, a los dientes de la ira, a la traición…si supieran la clase de persona que fuiste en vida; la violencia con la que me hacías tuya en los moteles a los que me llevaste por años, las dos criaturas que nacieron de nuestra relación y los puños y patadas con las que decías defenderlas de mí (como si yo tuviera la capacidad de amenazar su estabilidad de oropel)… ¿Recuerdas cuando nos conocimos en la universidad? Yo era una niña incapaz de calificar la bondad de los humanos; llegó, al poco tiempo, aquello que las adolescentes ingenuas y los novelistas de tercera llaman amor y, después de él, la violencia (tú única arma) con la que me obligaste a acostarme con tus amigos para financiar el inicio de tu carrera de degradación… se escucha, mi querido capitán, la tierra golpeando tu cajón (¡cómo odio ese sonido que presagia el vacio eterno!). Empiezan a llorarte tus mujeres (entre quienes me incluyo a pesar de haberme prometido no concederte una lágrima de despedida). Los empleados lanzan paladas – tras, tras, tras- con el afán propio de los que dejan el aguardiente y la noche temblando en los labios de una mujer; no miran a nadie, simplemente lanzan la tierra contra la sombra del destino, sin la menor consideración con los dolientes. Una llovizna viscosa cae sobre la espalda de los obreros, sobre el dolor que roe la respiración de tus mujeres, sobre el odio que amenaza desbarrancarme, sobre la indiferencia del tiempo. Los jornaleros dan la última palada; recogen las herramientas y se marchan dando trancos urgentes. Los pocos asistentes se amparan, cuando la llovizna deriva en aguacero, en los árboles vecinos. Queda, en medio del tropel de personas corriendo, las coronas pisoteadas, tu esposa vislumbrando su estrenada condición de viuda y el olvido erosionando tu pasado…

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Mínimas (24)

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Fue inevitable regresar con los pensamientos encandilados por la luz que nimba el desconcierto de tus ojos; quererte en silencio (de la misma manera, y con la misma intensidad, que lo hice en los años que precedieron la confesión de aquel amor que se fue diluyendo en las sombras que se intrincaban [y aún se intrincan] en nuestras conversaciones) y calcular cuánto de mí se debe al arco de tu sonrisa, a la anarquía de tu nombre y a aquella ternura sin encajes que revolotea en tu cabello (también tasé cuánto de ti se debe a mí [¡qué vanidad suponer que son útiles estas manos que rasguñan la piel de la tierra, este cerebro marchito y estas imprudentes palabras!])…

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