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Esquirlas (2)

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La brisa tibia saluda los toldos que amanecen atiborrados de hombres vociferando improperios al tiempo que sus manotazos exagerados magullan el viento tibio. Al lado de los toldos, sentada en la playa, está una muchacha con un top rojo abrazada a sus rodillas. Camino hasta ella lentamente. El ruido de la música lucha contra el golpe manso del mar sobre la arena, al tiempo que la aurora amedrenta el último lucero del horizonte. Me paro al lado de la joven que se pierde en la contemplación de la línea blanquecina que separa el mar del alba. Hola, digo con voz queda. Su cabeza gira lentamente hacia la izquierda. Contempla mi mirada serena. Hola; ¿cómo te ha ido?, dice imperceptiblemente. Bien. Te creí muerto, dice mecánicamente. Tu amigo Julián me perdonó la vida, le respondo indiferente. Un silencio viscoso penetra la conversación. Me acomodo a su lado mientras el mar toca sus pequeños pies con ternura. Siento el impulso de abrazarla pero me contengo. ¿Por qué lo hiciste?, inquiero con voz temblorosa. Porque me pago bien, responde con un dejo de melancolía. ¿No te importó nada que me asesinaran? No pienso en esas cosas; si pensara en ellas simplemente no lo haría, dijo mirándome a los ojos. El sol que emerge perezosamente del mar aviva la embriaguez de los sobrevivientes de la jarana al tiempo que crispa los acordeones que retumban en los parlantes. ¡¿No te importó ni un poquito que Julián me incinerara?!; grite enardecido. No, respondió secamente. ¡Eres una perra!, le increpo con violencia. ¡Y tú un huevón!, responde inmediatamente. ¡¿Un huevón?!, inquiero con el ánimo hundiéndose en la ciénaga de sus ojos cafés. ¡Sí; un huevón!; sólo a ti se te ocurre creer en el amor a los veintinueve años de edad; ¡imbécil! La respiración empieza a rasguñar la boca del estómago. Veo el agua filtrarse por las ranuras de la arena. Libera las rodillas al tiempo que me mira contemplar el eterno embate del mar sobre la ribera. Me alegra que no te haya asesinado Julián, dice con la misma voz azucarada de aquel atardecer hundido en el fango del tiempo. Mi voluntad empieza a caminar sobre terrenos cenagosos. No creas que era fácil mirarte a los ojos sabiendo que te tenía que entregar a ese descerebrado; dice con la mirada hincada en mis ojos. Lloré un pocotón cuando esos gorilas te sacaron arrastrando del apartamento. Entiéndeme, dice después de una pausa; ¡si no le hacía caso a la que sacaban arrastrando del apartamento era a mí! La gente de Julián estuvo buscándome por meses para matarme pero no me encontró. ¡Entiéndeme, por favor!, dijo con la voz granulada. La miro con ternura. Con el índice de la mano derecha le quito el cabello que quedó preso en la comisura del labio. No te he podido olvidar, dice con la voz esponjosa. Sólo quería saber eso, digo después de contemplar la piel del mar. Me levanto lentamente; doy media vuelta y empiezo a caminar por la playa. Ella me mira caminar con los ojos temblorosos.

Dieeeeggggggooooooo, grita en un ataque repentino. Me detengo. Giro sobre mis talones. La veo correr hacia mí. Cuando está a cincuenta centímetros se abalanza sobre mí. No puedo contener el embate y caigo sobre la arena con ella aferrada a mi cuello. En el piso, con el rumor del mar despidiendo el estrépito de los últimos borrachos, siento la mansedumbre de sus labios oprimiendo los míos. Se separa para mirarme a los ojos. Eres un bacán, dice con los ojos brillantes. La miro con tristeza. ¿Por qué tienes esa cara?, inquiere con el ceño fruncido. Porque ahora sé qué sentiste cuando me entregaste, digo al tiempo que escucho el golpe seco del bate golpeándole la cabeza…

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A más de mil kilómetros de ti (9)

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Subo por unas escaleras decoradas con cáscaras de plátano y bolsas plásticas. Contemplo, asimismo, la huella del agua en las paredes viejas y siento el olor a vejez que consume el edificio. Veo en la pared un letrero en lata que anuncia el arribo al cuarto piso. La placa está, además de oxidada, adornada por corazones atravesados por flechas. Tomo aire para recuperar el aliento perdido durante el ascenso. Salgo a un corredor largo paredes descascarillándose. Camino hacia la puerta que se ve al final de él. Mis pasos son deliberadamente lentos. El taconeo rebota en los viejos tabiques. Cuando estoy frente a la puerta introduzco la mano en el bolsillo derecho de mi pantalón y extraigo una llave plateada. La introduzco en la cerradura y hago fuerza hacia la derecha y hacia la izquierda en un movimiento frenético. Las guardas ceden al término de la décima oscilación. Las bisagras chillan en el viaje de la puerta hacia adentro. En el interior se ve un hombre desnudo abrazándose las rodillas. Diego, digo con voz firme. EL hombre no se mueve. Diego, repito con más fuerza. Diego levanta la cabeza lentamente. Abre los ojos con dificultad. Me contempla largamente. Gustavo, dice al final del tanteo visual, ¿qué hace acá? ¿No me reconoce?, inquiero con arrogancia. Míreme bien. Diego me contempla de los pies a la cabeza con desgano. ¡Deje de joder!, dice cuando sus ojos llegan a la altura de los míos. Mire Diego, mi nombre verdadero no es Gustavo, es Julián; Julián Alvarado. ¿Julián Alvarado?, dice Diego con la mirada perdida en los meandros de la memoria. Estudie con usted en el bachillerato, le digo en amparo de sus recuerdos. Me mira con los ojos perdidos. ¡Déjese de maricadas Gustavo! Siento un mordisco manso en la boca del estómago. ¡Mire gran hijueputa; nos sentábamos en la esquina del fondo –al lado de la caneca-; usted se la pasaba recostado contra la pared mirando la ventana en clase; yo era el que le pasaba la copia de álgebra!, el corazón me palpita en el cuello. Me mira con escepticismo. ¡¿Me está diciendo que en los dos años que he trabajado con usted no me he dado cuenta que es Julián?! ¡Pura mierda! En los pliegues del estómago se agita una espuma oscura. En noveno la niña que le robaba el aliento se llamaba Yenny González; era alta, cabello y ojos negros y vivía cerca a su casa. Los ojos de Diego se abrieron desmesuradamente. ¿Cómo lo sabe? Preguntó con la respiración agitada. ¡Imbécil; se lo vengo diciendo desde hace una hora: porque soy Julián Alvarado! Un silencio espeso detiene el tiempo. Saco del bolsillo interior de la chaqueta una foto y la lanzo hacia Diego. La fotografía navega por el aire y luego, cuando toca el suelo, se desliza hasta sus piernas. ¿La reconoce?, pregunto con insolencia. Sandrita, dice con la voz temblorosa. En realidad se llama Melyssa; la conocí en un burdel del norte. Es una mujer, que además de atractiva, vendería su madre por dinero. La contraté hace un par de meses para que lo sedujera. ¿Acaso usted cree que una mujer así se fijaría en usted? Los ojos de Diego empiezan a temblar de ira. Intenta levantarse pero el cansancio lo abate. Cristina fue más difícil: tuve que sembrarle cizaña por años; cada vez que podía le decía que usted algún día la iba a cambiar por otra mujer. Nunca me creyó: decía que usted era un hombre maravilloso. No sabe cuán enamorada estaba esa mujer de usted. En ese momento Diego se levantó y se abalanzó sobre mí. Hago un esguince y lo recibo con un puño en la cara. Cae pesadamente sobre la mesa. Se levanta y se lanza nuevamente contra mí. Esta vez lo recibo con una patada en el estómago. Escapa de su boca un gemido; queda inmóvil un segundo y luego se desploma. Contemplo cómo se hunde en una asfixia viscosa. Cristina, como le venía diciendo, lo amaba mucho; pero todo sentimiento tiene una espalda inmensa y peligrosa: ese amor se fue trasformando en un odio si orillas que fui puliendo durante meses. Cada arista, cada filo fue moldeado por mis palabras hasta que Cristina estuvo dispuesta a asesinarlo sin piedad. La conecté con algunos amigos que la guiaron hasta la casa de Susan Hans. En ese momento saco del bolsillo otra foto y la arrojo sobre Diego. Ella se llama Karol; amiga canadiense de Melyssa. Es, sin duda alguna, una gran actriz. Después vino la llamada de Fred (otra foto cae sobre el suelo), que en el bajo fondo se conoce como El Cuaji. Después la idea de quemarlo. Claro que no permitiría que muriera de esa forma: me aseguré personalmente que el cilindro no tuviera la cantidad suficiente para explotar; dejé, además, baja la batería del despertador para que el destello fuera mínimo. Miro el reloj de mi muñeca y constato que debo irme. Bueno mi querido Diego, es hora de irme. Camino hacia la puerta lentamente. Un corrientazo en la cabeza me recuerda que debo devolverle el celular a Diego. Giro sobre mis talones quedando frente a él. Extraigo del bolsillo derecho el celular y lo lanzo sobre la cama. El aparato viaja por el aire y rebota en la cama cuando cae. En los contactos le dejé el teléfono de Melyssa, en caso que quiera contratar sus servicios. No se preocupe por el asunto de Yenny, digo al tiempo que doy media vuelta: con la paliza y el susto del despertador ya quedó saldada. Bajo el marco de la puerta saco una agenda de tapas duras. Tomo la cinta roja que descolla entre las hojas y la aprieto con los dedos índice y pulgar. Halo con fuerza hasta que los papeles ceden. La agenda queda abierta en una hoja que dice en marcador rojo: “Pendientes”. La miro con detenimiento; tacho la palabra “Diego Rodríguez”; miró abajo y encuentro el nombre “Yenny González” acompañado de la palabra encerrada entre paréntesis: Medellín. Sonrío al tiempo que me digo: es hora que el ángel justiciero vuele sobre Medellín…

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A más de mil kilómetros de ti (8)

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¿Creíste que te ibas a quedar sin castigo?, pregunta Cristina mientras camina de derecha a izquierda y de izquierda a derecha. Pues no. Cada una de las noches de estos dos meses estuve diseñando mi venganza. Primero tenía que averiguar quién era esa niñita. Para eso me ayudo tu amigo Gustavo -con quien, sea dicho de paso, me acosté varias veces-. Él me dio el número del celular que te regalo esa perra. Con el número pude buscar el nombre en la base de datos de Telcel. Fue muy ingenuo, o muy imbécil, seguir en la misma compañía de celulares: ¿no te paso por la cabeza que tengo acceso a sus bases de datos y que podía hacer algo con esa información? Claro, qué le iba a pasar por la cabeza una idea de esa envergadura a un imbécil que es capaz de acostarse con la esposa de un traficante. ¿Un qué?, preguntas con los ojos abiertos. ¿No sabías?, responde Cristina con ironía. La estúpida te compró el celular con su tarjeta de crédito; en ella aparece como Sandra Hans. Después de dos meses de búsqueda conseguí la dirección de Susan Hans, hermana de Fred Hans, el esposo de tu adorada princesa. Fui a su casa y la puse al tanto de las aventuras de Sandra contigo. Inicialmente no me creyó, pero después de mostrarle las fotos que les tome durante un mes se convenció de la veracidad de mis afirmaciones. Me pidió el teléfono y me dijo que en un par de días tendría una respuesta. Esa misma noche me llamó un hombre que dijo ser Fred. Hablamos durante una hora sobre ustedes. Al final de mi relato me dijo que él se encargaría de todo. Me preguntó, antes de concluir la conversación, cómo quería que te asesinaran. Le dije que bastaba que te golpearan brutalmente y que te dejaran amarrado en este lugar.

El cuarto se balancea sin control. Sientes que la razón pierde el rumbo. Deseas con todas tus fuerzas cerrar los ojos y desaparecer el dolor que te agobia y la confusión que te abate. Cierras los ojos e imaginas que todo es una pesadilla. Una patada en la pierna derecha te recuerda que no estás soñando. Intentas abrir los ojos pero los párpados te pesan. ¡Hijueputa!, dice Cristina al tiempo que lanza una bofetada seca. Cae tu cabeza hacia adelante y empieza a oscilar imperceptiblemente. Escuchas los pasos de Cristina irse hacia la cocina; oyes el grifo abierto lanzando agua a un balde. Los pasos se acercan y cuando están cerca de ti sientes el impacto del agua sobre tu cara. ¡Despierte cabrón de mierda!, te dice al fondo del túnel de paredes anchas en el que te sumieron sus palabras. Intentas levantar la cabeza pero te pesa demasiado. Te toma del cabello y te levanta la cabeza con violencia. Sientes un fluido tibio descender por tu nariz después que te escupe la cara. ¿Qué harás conmigo? Preguntas con voz ahuecada. Te voy a asesinar, responde con naturalidad. Lo primero que haré es abrir la llave del cilindro de gas, dice mientras camina hacia la cocina. Haciendo un esfuerzo sobrenatural levantas la cabeza y abres los ojos. Ves a Cristina luchando con la manguera azul que sale del tambor de gas. Ríes con desgano. ¡Callese!, responde. Levanta el cuchillo del lavaplatos y empieza a cortar la manguera. Una vez concluida la incisión abre la llave que está sobre el cilindro de gas. Escuchas el ligero murmullo del gas escapando por la boca de la manguera. ¿Me vas a ahogar con un cilindro semi desocupado de cincuenta libras?, le preguntas con sorna. No; pienso quemarte, te responde con altivez. Extrae del gabán un despertador unido por dos cables blancos a una bombilla. Los cables que ves acá están unidos al parlantico que suena cuando el despertador funciona; la bombilla tiene el vidrio roto; cuando el reloj dé las doce activará la bombilla; pero como esta no tiene vidrio, simplemente encenderá el filamento que prenderá el gas que flota en el cuarto. ¿No es genial?, pregunta con júbilo. ¡Creo que te hizo daño ver tanta televisión!, respondes con desgano. Como sea, creo que es hora de irme, dice Cristina mientras mira las manecillas del despertador. Levanta la palanquita del despertador y lo deja sobre la estufa, frente al tambor de gas. Toma las llaves que la esperan sobre la cama y se dirige a la puerta; mete la llave en la cerradura y empieza a girarla frenéticamente hasta que las guardas crujen. Cuando está bajo el marco de la puerta gira sobre sus talones. Estaré esperando, con una cerveza fría, la detonación en la tienda de Freddy. Gira de nuevo, da dos pasos y cierra la puerta.

Supongo que este es el final del camino, te dices con resignación. Tu cabeza se descuelga al tiempo que cierras los ojos. Escuchas el zumbido del gas escapándose y el taconeo del segundero del despertador…

¡Ni mierda!, gritas con furia después de una breve pausa. Halas con fuerza los brazos. Sientes un dolor insoportable en las muñecas. No te importa; halas con más fuerza. Escuchas crujir la varilla a la que estás atado. Empiezas a lanzarte hacia a delante con lo que te queda de vigor. Crepita la pared. Sientes un fluido tibio que te baña las manos. Debe ser sangre, piensas entre jadeos. Te lanzas, de nuevo, hacia adelante. Una puñalada te fustiga los músculos abdominales. Sientes que el aire entra con dificultad. Te levantas hasta que tu espalda toca la pared fría. El oxigeno ya no llega a tus pulmones. Presientes que te desmayarás en ese instante. Tomas aire por la nariz con fuerza y te lanzas, en un último y desesperado intento por sobrevivir, hacia adelante. La pared muge cuando la caña se desengancha. El impulso te lanza hacia adelante hasta que sientes una presión insoportable sobre tu cintura; te quedas inmóvil un segundo y luego empiezas a ladearte hacia la derecha; caes lentamente; ves el piso alcanzar tu cara mansamente; un golpe esponjoso anuncia tui llegada al piso. Escuchas vacilar los libros que reposan sobre la mesa. Estiras los brazos hasta que tocan tus nalgas. Levantas la cola al tiempo que bajas los brazos. Sientes que las nalgas cruzan los brazos. Haces fuerza hacia adelante para que las muñecas avancen. Cuando llegas a la mitad de los muslos el brío te abandona. Piensas que no importa; que lo mejor es extinguirse como un fósforo en mitad de las tinieblas. Tus músculos se relajan completamente. Oyes el zumbido del gas y el manso repiqueteo del despertador. La figura de Sandra visita los pliegues de la memoria. Sientes una llama que se enciende en el pecho. Encojes las piernas con fuerza al tiempo que alargas tus brazos intentando llegar al talón. Sientes el roce del talón con las muñecas. Las plantas de los pies, en un instante glorioso, transitan las muñecas amoratadas. Empujas hacia adelante hasta que tienes los brazos frente a tus ojos. ¡Lo logre!, te dices en medio de estertores. Te levantas y corres hacia la cama. Sacas debajo de ella una caja llena de hojas y recortes de periódicos. Volteas la caja sobre el suelo y empiezas a revolcar con frenesí los recortes y las hojas. Bajo un recorte bilioso aparece una llave plateada. La tomas y corres hacia la puerta; intentas introducir la llave en la cerradura; esta resbala a causa de la sangre que corre abundantemente; ¡Hijueputa!, gritas con el corazón palpitándote en la garganta; te agachas y la tomas; te levantas e intentas meterla de nuevo; oyes las guardas abriendo paso; una brisa fresca baja por tu espalda; intentas girar la cerradura a la derecha pero una fuerza la detiene; ¡ahora no llavecita malparida!, dices al borde del llanto; empiezas a girarla con violencia; no cede; giras la cabeza hacia la derecha y ves el segundero llegar al doce; clac, chasquea el despertador. Debí coger el despertador en lugar de buscar la llave, piensas al tiempo que ves el filamento de la bombilla lanzar un destello amarillo…

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A más de mil kilómetros de ti (7)

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Estás con la cabeza apoyada contra las barandas de la cama de Sandra; ella duerme con la cabeza sobre tu pecho y estás viendo Casablanca. Sientes, sin embargo, una molestia en el fondo de tu alma que marchita la alegría. ¿Será que me inquieta la ruptura con Cristina?, te preguntas mientras ves a Humphrey Bogart poner cara de cachorrito. ¡Qué mierda!, te dices la tiempo que intentas enderezarte sin despertar a Sandra. Imaginaste que apartando a Cristina de la fiesta, y tendiendo a Sandra como la tienes ahora, correrían por las calles ríos de leche y miel; pero la realidad es otra: no los has visto brotar en los dos meses que llevas saliendo con Sandra. Miras el vaso que reposa sobre la mesita esperando verlo vibrar por la inminencia de la inundación láctea. Nada; no sólo no vibra sino que está desocupado. Sientes deseos de tomar un vaso de leche acompañado con un bocadillo veleño. Ves el cabello de Sandra naufragar sobre tu pecho y piensas que algún día le pertenecerán a otro hombre. ¡Al marido, incluso!, dices en voz baja. Te llega la imagen de un hombre con la cornamenta de un alce trotando por las playas de Galveston como David Hasselhoff en guardianes de la bahía. Le sonríes a los relámpagos que salen del plasma. Los ojos de Ingrid Bergman reviven la mirada acuosa de Sandra cuando aclaraba los vínculos con el vecino. Te retuerces a causa de un mordico en los bordes del Alma. ¿Qué será la vida de Cristina?, te preguntas con la mirada perdida en las vetas del techo. La ves amenazándote con un cuchillo, en medio de los escombros de su ira, la madrugada de un domingo perdido en el tiempo. ¡Te juro que te arrepentirás!, te decía desde la calle cuando lograste sacarla a empellones. Después de ese circo no supiste más de ella. Estará maldiciéndome en algún rincón de su vida, te dices al tiempo que miras el vaso sobre la mesa. No brota la leche del suelo como un geiser. Miras las curvas de Sandra sobre la sábana. Sientes un cosquilleo en los testículos. No me caería mal un poco de sexo antes de entregarme al sueño, piensas al tiempo que las yemas de tus dedos toman el cabello que está sobre la cara de Sandra. Lo arrastras hasta el borde de su oreja. Luego le tapas la nariz para despertarla. Abre los ojos y te mira desde el fondo del letargo. Pones cara de idiota. Sandra, mientras emerge del sueño, acaricia tu pecho. La miras con deseo. Interpreta tu mirada y empieza a bajar su mano…

Cuando estás encima de ella moviéndote con apasionamiento sientes un golpe en la nuca. Una mano te toma por el cuello y te despega violentamente. Te arrastra por el cuarto y en el pasillo te suelta. Sientes una patada en el estómago que te deja sin aire. Luego sientes un puntapié en la espalda. Alguien te hala de una pierna y te arrastra hasta la sala. Escuchas los gritos de Sandra emergiendo del cuarto. Sientes el deseo de levantarte pero un aguijón en el estómago te hace desistir. Escuchas dos bofetadas sonoras que silencian los alaridos de Sandra. Te sueltan la pierna; sientes, segundos después, la contundencia de un golpe en la cara. Crees desvanecerte en las tinieblas del embotamiento hasta que un martillazo en la mano te hace consciente de tu lucidez. Intentas abrir los ojos pero sólo puedes separar los párpados del derecho. Reconoces entre las sombras la silueta de Sandra. Está sentada en el futón. ¿Qué mira cabrón?, dice una voz ronca al tiempo que sientes un puntapié en el muslo derecho. Cierras los ojos con fuerza. El dolor sucumbe al silencio que abruma tu cabeza…

El sonido seco de una cachetada te despierta. Intentas abrir los ojos pero la inflamación te lo impide. Entre la grieta de tus párpados entra una luz punzante. Cierras los ojos para evitar el agobio de tenerlos abiertos. Otro bofetón te separa definitivamente del sopor en el que estás sumido. ¡Abra los ojos gran hijueputa!, dice una voz al lado de tu oído. Sientes el tufo de aguardiente rancio. Recibes, en respuesta a tu negativa, un puño en la nariz. Intentas abrir los ojos a pesar de la hinchazón. Ves, en medio de dos bultos que supones que son hombres, el contorno de Sandra. Sientes el agua fría que baja por tu frente hasta llegar a tus hombros. Quieres agradecer la indulgencia de los matones pero te contienes. Una esponja áspera te limpia con frenesí la frente y los ojos. Listo señorita, dice la voz ronca. Abre los ojos, te dice la voz de Sandra a doce milímetros de tu cara. Los abres lentamente. Ves a Sandra mirándote con curiosidad. ¿Estás bien?, te pregunta con ternura. ¿Qué parece?, respondes en medio del desasosiego. ¿Quiénes son estos malandrines? preguntas con la voz engolada. Son empleados de mi marido, te responde con la voz temblorosa. Permítame señorita, le dice un hombre con una camiseta negra y un tatuaje en cada brazo; se acerca y te levanta con cuidado. Cuando intentas dar un paso sientes el peso del cuerpo sobre tu tobillo derecho; un corrientazo en el pie te lanza contra el suelo; intentas mover las manos para amortiguar el golpe pero están amarradas a la espalda. El piso te recibe brutalmente. ¡Bestia!, le dice Sandra al hombre de camiseta negra. Perdón, le responde este al tiempo que te toma por los codos para levantare. Sientes un ardor que nace al otro lado de las costillas. ¿Dónde lo llevamos?, pregunta el de voz ronca al que está bebiendo aguardiente de una botella envuelta en papel. Don Fred dijo que lo dejáramos amarrado en su cuartucho, responde después de limpiarse la boca con el antebrazo. Señorita, continúa; arréglese porque el señor Fred la espera mañana en Galveston para hablar con usted. Todos miran el piso sin saber qué decir. El silencio se rompe por los pasos de Sandra. Llévenlo, ordena el hombre del tufo a los otros dos. Yo me quedo vigilando a la señorita; no sea se le ocurra escurrirse por la ventana.

Farfullas incoherencias al tiempo que tu cabeza intenta levantarse. La frente pesa más de lo acostumbrado. El frío empieza a rasguñar tu cuerpo desnudo. Las manos están dormidas a causa del los nudos sobre tus muñecas. La respiración es arenosa. Las piernas están dormidas a causa de la posición. Escuchas unos pasos acercarse por el corredor. Imaginas las paredes oscuras y descascaradas, además del piso de granito del pasillo. Oyes la llave entrar en el cerrojo de la puerta y el movimiento frenético que hay que imprimirle para que las guardas cedan. La cerradura sucumbe al tiempo que las bisagras chillan. Los pasos resuenan piso de madera. La puerta se ajusta en el marco. Las llaves tintinean en su vuelo hacia la cama. Caen en un golpe sordo sobre las cobijas. Percibes los pasos acercándose a la barra dónde estás amarrado. Los pasos se detienen a escasos centímetros de ti. Te dije que me vengaría, dice Cristina con voz de triunfo.

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A más de mil kilómetros de ti (6)

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Estás sentado frente a la ventana de tu cuarto escuchando la retahíla de Cristina: ¿Dónde putas dejaste el celular?, pregunta con los ojos salidos de sus órbitas. Ya te dije que se lo preste a una amiga para que le metiera la sim card de su celular y lo usara esa tarde. ¿Y por qué no usaba su propio celular?, inquiere con voz aguda. Porque se le había descargado, le respondes en medio de bostezos. Bueno, se lo prestaste, ¿y por qué no te lo ha devuelto?, dice manoteando. Ya te dije que le metieron la mano al bolso y se lo robaron, dices al tiempo que te levantas para ir a la cocina a servirte más café. Cristina te sigue resoplando. ¿Se puede saber quién es la amiguita que te botó el celular?, pregunta mientras te ve tomar la olleta contusa en la que hiciste el café. La miras a los ojos con disgusto. Caminas hacia la silla que te espera al lado de la ventana. Te sientas a observar a las palomas acomodarse las plumas con el pico. Desde la cocina Cristina te repite la pregunta: ¿Se puede saber quién es la amiguita que te botó el celular? Sandra, le respondes cuando las palomas vuelan espantadas por el estallido del exhosto de una buseta que cruza la calle. ¿Quién es esa perra?, pregunta salida de sí. Una compañera del trabajo, te lo acabo de decir. ¿Por qué no me has hablado de ella?, te cuestiona interponiéndose entre la ventana y tú. Porque no, respondes secamente al tiempo que giras con la silla ciento ochenta grados. Esa no es una respuesta, grita a tu espalda. Te quedas callado con la mirada perdida en las motas que nacieron al lado de la pata de la cama. Cristina empieza a resoplar y a caminar por el cuarto clavando el talón con fuerza. Eres un hijueputa completo, grita con la garganta adolorida. Lo mejor que podemos hacer es terminar esta mierda, le dices mirándola a los ojos. Cristina se queda clavada al piso. Sus ojos vibran y empiezan a humedecerse. ¡Va empezar a llorar!, te dices involuntariamente. Cristina, en efecto, empieza a sollozar. ¡¿He sido una mala novia?!, dice con la voz desmenuzada. No, para nada, dices imperceptiblemente. ¿Entonces?, te interpela con la cara a diez centímetros de la tuya. Le das la espalda quedando de nuevo frente a la ventana. El cielo gris presagia nuevas tormentas. El recuerdo de Sandra te invade la piel. Suspiras sonoramente. En la terraza de la casa del frente un perro duerme apaciblemente. Creo, dices después de una pausa, que debes irte. Ves en el reflejo de la ventana a Cristina cubriéndose la cara con las manos en un ademán que te parece ridículo; luego se sienta en la cama. Caminas hacia el camastro; la miras a los ojos; te quedas quieto por un par de segundos y te diriges a la puerta; la abres y sales al frío de la tarde.

Dos horas después regresas con el mismo desasosiego con el que saliste. Antes de abrir la puerta sientes un olor agradable que te recuerda el ayuno del viernes. Debo hacer algo de comer, piensas mientras giras frenéticamente la llave en la cerradura. Oyes pasos al otro lado. Sientes que la puerta se abre con energía. Al otro lado está Cristina con una sonrisa incompatible con el gesto teatral de la tarde. Sigue, te dice con naturalidad; te preparé crepes de pollo con champiñones. El estómago gruñe en señal de aprobación. Desde la puerta ves dos platos humeantes sobre la cama. Al lado de ella hay una rosa y lo que parece ser un sobre. Entras con desconfianza. Te sientas en el catre al tiempo que Cristina cierra la puerta. El olor a pollo te abre aún más el apetito. Come, te dice Cristina desde la cocina. Clavas el cuchillo en la tela pastosa. Con el tenedor trinchas el pedacito que queda libre después del corte y lo introduces a la boca con miedo. Le das un bocado y sientes la fastuosidad del matrimonio de los champiñones con el pollo. En un minuto estaré revolcándome en el piso a causa de los efectos del veneno, piensas mientras la masa desleída baja por la garganta. Te quedas quieto por tres segundos. Nada, no hay ninguna reacción. Quizás tomé el plato equivocado, te dices. Trinchas otra porción de crepe y le hundes el cuchillo al margen de los dientes del tenedor.

Están recostados escuchando los conciertos de Brandemburgo. La cabeza de Cristina reposa sobre tu pecho. En medio del sexto concierto la palma de Cristina baja desde el abdomen hasta tu pene. Sientes un cosquilleo en los testículos. Creo que esa no es una buena idea, le dices a Cristina. ¿Por qué no?, pregunta sin dejar de sobar el bulto que se dilata vertiginosamente; mira que él sí tiene ganas. ¡Maldito traidor!, le dices mentalmente; ahora sí te paras sin dilemas. Cristina desabrocha el botón y empieza a bajar la bragueta lentamente. Insisto: no es una buena idea. Introduce los dedos entre el boxer y toca la punta de tu pene. El corazón empieza a galopar instantáneamente. Le ordeno que se arrugue, le dices mentalmente al pene. Él sigue creciendo. Maldito pedazo de carne: no estás atado al mandato de tu dueño, le dices mientras Cristina intenta bajarte el pantalón. El timbre del teléfono sacude los zócalos del silencio. Cristina se levanta de un brinco. Te mira desde la mitad del cuarto. ¿Quién te llama a esta hora?, inquiere con el ceño fruncido. No tengo ni idea, respondes al tiempo que la imagen de Sandra se pasea por las comisuras de la memoria. El teléfono sigue repicando en la fronda del mutismo. ¡Conteste!, te ordena con los ojos rojos. Debe ser número equivocado, dices al tiempo que giras sobre tu espalda. ¡Conteste!, grita a tu espalda. Suspiras mientras alargas la mano para alcanzar el teléfono. Alo, dices con voz temblorosa. Hola mi vida, dice la vocecilla de Sandra. ¿Cómo estás?, respondes con las sienes palpitándote. Aunque estás de espaldas sabes que Cristina está llorando con los brazos cruzados. ¿Estás con alguien?, pregunta Sandra desde la otra orilla. Sí, respondes temeroso. ¿Me quieres?, te pregunta Sandra con voz seca. No sabes qué responder; el silencio se hace tangible. Escuchas a Cristina poniéndose los zapatos apresuradamente. Giras y encuentras su espalda. ¿Puedes llamarme más tarde?, le preguntas a Sandra. Ella te tira el teléfono. ¿A dónde vas?, le preguntas a Cristina mientras cuelgas. Empieza a sollozar. No te vayas; mira que es tarde y te pueden robar. Levanta los hombros. Quédate y te juro por mi mamá que te digo la verdad, le dices con voz pastosa. Cristina se queda quieta; gira el cuero hacia la derecha y te mira a los ojos. ¿Toda la verdad Diego? Un bulto sube a tu garganta. Sí, Toda la verdad.

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A más de mil kilómetros de ti (5)

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Estás recostado en su cama compitiendo contra el sueño. Oyes los pies descalzos sobre el piso de madera. En la penumbra ves una sombra. Escuchas el clic del interruptor y la luz emergiendo como un relámpago a tu espalda. Frente a ti, bajo el marco de la puerta, está Sandra. La miras, como conviene en estos casos, de abajo hacia arriba: sus pantorrillas; sus muslos perfectos, apetecibles al tacto y al labio; las arrugas del jean que nacen en la entre pierna y que se aferran a los diminutos bolsillos; el botón amarillo y la línea oscura sobre la piel que se pierde diez centímetros arriba el top negro; las curvas convergentes de su cintura; las colinas bordeadas por la tela negra; las amenazantes clavículas y los tersos hombros; el largo cuello; el mentón y el paréntesis que encierra sus labios delgados; sus ojos negros y las cejas enarcadas. Esperas que en cualquier momento suene el mesías de Händel y que bajen dos ángeles con preservativos celestiales y lubricante bendecido. Miras a los dos lados de la cama y no aparecen ni ángeles ni querubines; llega, por el contrario, el eructo acuoso de Sandra. Miras de nuevo hacia la puerta y la ves luchando contra el top. Te divierte verla con la tela en la cabeza y los brazos moviéndose frenéticamente. En un giro sale el top por la cabeza y quedan completamente libres sus senos; te alegras que la gravedad, contrario a lo que pensaba el amargado de Newton, no atraiga todos los cuerpos al centro de la tierra. Te solazas contemplando las líneas blancas del brasier que resaltan en el entorno cobrizo de sus hombros y cintura. Sandra baja las manos al tiempo que te mira sugestivamente. Desengancha el botón amarillo y baja la cremallera lentamente. Camina hacia ti con las pequeñas alas del pantalón abiertas. Ves el borde negro de su panti y la línea negra de su piel que se introduce en él. Esperas que suene la Cabalgata de las Walkirias. Después de dos pegajosos segundos no escuchas nada. Sandra continúa el acercamiento. Te debates entre el temor y la excitación. Cuando está a dos centímetros de la cama sujeta el pantalón por los pasadores laterales y empieza a empujarlo hacia abajo lentamente al tiempo que contonea su cadera. Sientes un hormigueo en los testículos. Cuando Sandra está finalizando el primer tercio de su muslo agacha la cabeza y se baja el pantalón con rapidez. Cuando está en sus tobillos saca una pierna con lentitud y luego la otra. Se sujeta al borde de la cama y sube la rodilla izquierda. Se inclina hacia adelante y sube la otra. Se viene gateando hasta ti. El hormigueo en los testículos sube por la cintura hasta estacionarse en el cuello. Sientes que te vas a ahogar. Ella sigue gateando. Cuando su cabeza está a la altura de tus muslos se detiene; te quita el cojín que te cubre las partes pudendas; baja la mirada y abre los ojos. Miras hacia abajo y ves tu pene desinflado. ¡Hace un momento estaba duro como una piedra!, te defiendes. Ella te mira a los ojos. ¡De verdad!, puntualizas. Tranquilo: de eso me encargo yo, te dice con la lengua enredándose en las consonantes. Pasa las yemas de sus dedos por el borde interior de tus muslos. Un corrientazo capaz de encender todas las luces de las pistas del aeropuerto John F. Kennedy surca tu cuerpo. Tu pierna derecha empieza a temblar cuando Sandra toma sus testículos con las falanges menores. Se inclina y lame tu testículo izquierdo. Sientes una descarga eléctrica. Te inclinas hacia adelante y ves tu pene desinflado, mirándote con pesadumbre por su único ojo. ¡Hágale hermano; no me haga quedar como un culo!, le dices mentalmente. Sientes las rugosidades de la lengua pasar por la raíz del pene y llegar hasta el glande. Sientes que te palpitan los ojos. Una fuerza poderosa, y quizás ciega, empieza a levantar al muerto. ¡Excelente!, te dices mientras miras el techo blanco. Sientes la punta de su lengua rodeando el glande y el calor de su boca en torno a tu pene.

Después de diez minutos de succiones y lengüetazos te envalentonas: le tomas la cabeza para separarla del resucitado. La atraes con ternura hacia arriba. Ella te mira a los ojos y entienda la señal. Sube caminando sobre los codos. Cuando la tienes al alcance la besas apasionadamente. Sientes la carne de sus labios y la flexibilidad de su lengua jugando con la tuya. Retrocedes tu cabeza y la miras a los ojos. Le tomas el cabello con la mano derecha y lo lanzas atrás. Queda el cuello desabrigado en su flanco izquierdo. Te lanzas a lamerlo con fuerza y a succionarlo. Su respiración se agita. Bajas por el hombro y entras por la clavícula hasta llegar a su seno. Con la punta de tu lengua lames el pezón. Este, ante la embestida, se endurece. Introduces todo el seno en tu boca y lo chupas con energía. Escuchas un leve gemido de Sandra. Tu mano derecha, que hasta el momento había estado indecisa, empieza a tantear el contorno austral. Sientes las punticas lacerantes de su vello púbico. La mano baja un poco más y encuentra la gruta húmeda y vibrante. Introduces el dedo cordial hasta sentir las paredes mojadas y rugosas. Al tiempo de la exploración táctil lames con suavidad el pezón. La oyes gemir más fuerte. Tienen razón los izquierdosos: hay que combinar todas las formas de lucha, te dices mientras el dedo corazón se baña en el aljibe; algo que tendremos que agradecerle al viejo Marx, te dices mientras te levantas y la miras a los ojos. Ella quiere mirarte pero está navegando en aguas profundas. Te paras sobre tus rodillas; das un paso corto hacia la derecha y luego otro largo para cubrir sus piernas con las tuyas. Tomas el panti por sus delgados hilos laterales y lo bajas lentamente. Una vez queda desabrigado el delta del placer, lo tomas con tus dedos índice pulgar y separas sus dos pliegues. Te inclinas e introduces la punta de tu lengua en la grieta húmeda. Sientes un sabor amargo. La lengua empieza a moverse con frenesí. Sientes la gruta cada vez más húmeda. Abandonas el ejercicio lingüístico. Subes lentamente y cuando están a la misma altura empiezas a mover la cadera para que la punta de tu pene retoce con su vagina. Sientes la mano de Sandra tomar tu niño y ubicarlo en la puerta de la caverna. Empujas con fuerza y sientes tu pene rozar las paredes remojadas mientras ingresa…

El silencio se ve interrumpido por el timbre del teléfono. Sientes que la cabeza se te parte con el repiqueteo. Contesta, le dices con voz grumosa a Sandra. Ella lanza la mano sobre la mesa y toma el teléfono que está debajo de su panti. Aloo, dice con desgano. Oyes un bisbiseo metálico que sale del fondo del auricular. Sandra sale del cuarto de dos saltos largos. Te entregas al sueño.

Tienes que irte, te dice Sandra desde la cocina. Te debates entre el sueño y la vigilia. Déjame un ratico más, le dices con la voz empijamada; mira que no he dormido nada. Tienes que irte porque en una hora llega mi cuñada. ¿La esposa de tu hermano?, le preguntas para hacer tiempo. No; la hermana de mi esposo, te responde con voz neutra. Sientes una puñalada en la nuca…

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A más de mil kilómetros de ti (4)

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Estás a las seis de la tarde esperándola. Levantas la cabeza y ves el borde anaranjado de las nubes. Bajas la mirada y observas las colillas de cigarrillos abandonadas. Sientes el impulso de encender un pielroja para amilanar el desasosiego. Metes la mano al bolsillo y te encuentras con un bulto de papel que cruje cuando lo aprietas mansamente. Lo sacas; ves al indio ceñudo y su plumero ridículo. Un sonido espumoso nacido en los entresijos desentierra la noche anterior. Una fuerza nacida en el pecho se trasmite a tu mano cerrándola violentamente. Crepita el papel de la cajetilla y el plástico que lo protege. Percibes cuando los cigarrillos se tronchan bajo la presión. Lanzas violentamente la cajetilla al piso al tiempo que empiezas a caminar hacia el oriente. Vas dando zancadas largas y violentas cuando una voz te hace zancadilla: Diego. Frenas en seco. Giras la cabeza hacia la derecha y ves sobre tu hombro los ojos de Sandra. Hoy te parece más joven, casi una niña. Mi celular, le dices secamente. No me hables así por favor, te dice con voz esponjosa. Sus ojos vibran como los de las caricaturas japonesas cuando van a llorar. Te quedas quieto a pesar de oír el desplome de tu voluntad. ¿Estás de malgenio? Te pregunta con voz palpitante. ¿Qué crees?, le respondes golpeando las consonantes. Se acerca lentamente y cuando te tiene a cuarenta centímetros se abalanza sobre ti. Sientes sus brazos cubriéndote la nuca y el calor de su mejilla derecha en tu pómulo izquierdo. Resistes el impulso de rodearle la cintura con tus brazos. Se separa rápidamente y te mira a los ojos. El silencio se hace palpable. ¿Por qué carajo estás enojado? Te pregunta con voz grumosa. Porque me da la gana, le respondes tajantemente. Sus ojos se acaloran. Da media vuelta y empieza a caminar clavando con fuerza el talón en el pasto. La sigues imitando sus trancos. A la cuadra para en seco y gira rápidamente. No alcanzas a frenar y la embates con tu cuerpo; ella da un traspié y pierde el equilibrio; la sujetas con los brazos para no dejarla caer. Ella, después que se ha equilibrado, se aferra a tu cintura con sus delgados brazos y mete su cabecita de algodón entre tu quijada y tu clavícula. Le besas en el hueso parietal izquierdo. Sientes como se ablanda dentro de tus brazos. Perdóname, le dice al viento frío que levanta hojas y papeles en la acera. Mi celular, le dices con los labios pegados a la cabecita. Dale con el taqui taqui, te dice con ternura; te doy ese bicho si prometes acompañarme a tomar un café. ¡Vamos!, le dices con la voluntad desmigajándose.

Mientras esperan el arribo de los cafés Sandra presiona los dedos índices desde la mitad del cachete hacia el frente empujando sus labios hacia afuera al tiempo que enarca la ceja izquierda y baja la derecha. El gesto, por alguna razón impenetrable, causa un cosquilleo en el xifoides. Se planta en tu cara una sonrisa que colinda con la idiotez. Sandra sigue perdida en los meandros de sus reflexiones. Miras el crucifijo de plata que oscila sobre los las colinas tersas de sus senos. Contemplas, por aproximación geográfica, los hermosos collados y la oscura pisada del sol en ellos. ¿Has visitado la playa en los últimos días?, le preguntas sin retirar la mirada de los graciosos cerros. Levantas los ojos y te encuentras con una mirada reprobatoria. Sí, te responde con voz rugosa. ¿Cuándo?, le inquieres mirándola a los ojos. Hace quince días visité a mi mamá en quilla, te dice con naturalidad. ¿Dónde?, le preguntas con la frente arrugada. En Barranquilla. ¿Eres de allá?, inquieres de nuevo. Sí, allá nací, pero me vine a Bogotá cuando tenía nueve años. Luego, cuando tenía quince años, me fui para Galvestón y hace un par de meses regrese acá. Sonríes al comprobar que tu hipótesis sobre sus raíces no estaba errada. ¿De qué te ríes cachaquito?, te pregunta mirándote con picardía…

Dos horas después estás, para tu sorpresa, en la entrada de un bar de música protesta. El corazón cabalga a todo galope en tu pecho. ¡No lo puedo creer!, te dices al tiempo que miras las paredes tapizadas por costales y armatostes viejos. ¿Al lado de la barra está bien?, te pregunta entre la voz lanuda de Atahualpa Yupanqui. Caminan hasta la mesa y se sientan lentamente. La mesera que sale de la barra enciende la vela que concluye un rugoso mogote de cera derretida. ¿Qué les sirvo?, te pregunta. Miras a Sandra a los ojos. Dos cervezas, dice Sandra sin vacilar. No tengo un peso le dices a Sandra después que la camarera se va. Por plata no te preocupes, te dice con voz neutra; mejor dime qué hiciste anoche después de abandonarme. ¿Abandonarte?, le preguntas con los ojos abiertos; pero si fuiste tú la que se largo con ese tipejo a la Calera. ¿Que me fui con quién a dónde?, te responde, como acostumbran las mujeres en estos casos, con una ristra de preguntas. Que te fuiste con ese pisaverde a la Calera, le respondes con la voz tensa. Óyeme, no; me fui con él porque tú no quisiste acompañarme, te dice con la voz vibrante. ¿Pretendías que bailara hasta el amanecer y que me fuera sudoroso y con los ojos en la nuca a trabajar? Como se ve que no sabes lo que es la vida. A mí me toca trabajar de sol a sol para ganarme la vida, no como a ti que… en ese momento los ojos de Sandra se iluminaron como un farol. Perdóname; le dices con voz suave. Lo que pasa es que… un bulto oscuro y oleaginoso te impide articular palabras. Lo que pasa es que… intentas de nuevo. No pasa nada, concluyes con los ojos clavados en las vetas de la mesa. Levantas la cabeza y te encuentras con una mirada amortiguada por tu embarazo. Segundos después las yemas de sus dedos navegan por las praderas del dorso de tu mano…

A las cuatro de la mañana están flotando en una borrachera bíblica. Sandra te guía por un pasillo oscuro. A cada paso te golpeas contra las paredes que imaginas azules. Tu tobillo derecho gira antes de tiempo lanzándote contra el piso. En tu caída arrojas a Sandra contra la oscuridad. Un golpe seco contra la pared estimula la risa en Sandra. De risas acalladas pasa, en dos segundos, a un ataque de estrepitosas carcajadas. La acompañas en su atronadora vorágine. Sandra, cuando las risotadas cesan, vuelca el contenido de la cartera sobre el piso y empieza a tantear en la penumbra los objetos. Acá está, dice con la lengua enredada al paladar. El tintineo de las llaves inunda el pasillo. Escuchas la llave penetrar la cerradura; el cerrojo girando y luego ves una inmensa boca gris abrirse. Entra cachaquito, te dice con una voz que quiere sonar sensual. Te levantas del piso y entras. Sandra se devuelve y empuja con el pie la cartera y los objetos que encuentra a su paso hacia adentro.

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A más de mil kilómetros de ti (3)

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Buscas en las líneas del remante del café las razones de su abandono. ¿Por qué putas, te preguntas con cara de velorio, tenía que dejarme desamparado a las tres de la mañana? Claro, te respondes inmediatamente: el caribonito te invitó a un after y no podías declinar su ofrecimiento. Me exhortaste, es cierto, a ir a la calera a bailar hasta que amaneciera para luego seguirla en algún lugar. Seguirla en algún lugar, repites al tiempo que niegas con la cabeza. Dejas el pocillo encima del escritorio y miras la bruja de camisa azul que lo regenta. Un puntillazo en el estómago te recuerda que no has almorzado y que no lo harás a causa del gasto desmedido de la noche anterior. ¿Cómo putas me pude gastar trescientos mil pesos en ese vieja? te preguntas al tiempo que miras la pila de carpetas que te esperan desde la tarde de ayer. Eso ni que nos hubiéramos tomado toda la cerveza del lugar; ella se tomo seis cervezas y tres cócteles; yo me fumé dos cajetillas de Kool y me tomé tres botellas de agua. ¡Qué hijueputa lugar tan caro!, concluyes al tiempo que giras tu silla para mirar por la ventana. ¿Y todo para qué? Para que se fuera con el primer pisaverde que le calentó el oído; es que hay que ver cómo son de fáciles las mujeres de hoy en día: cuando yo tenía veinte años a las mujeres había que rogarles durante dos semanas para que salieran a cine; ahora no; ¡Es el colmo! ¿Dónde putas están los padres de esta niña para darle cascarita de ganado? Sientes un regato espumoso en la boca del estómago. En la acera del frente cruzan dos novios abrazados. Giras la silla y quedas frente al hatillo de pliegos que continúan esperándote. Es que esa niña no tiene consideración: después de obligarme a bailar reggaetón durante toda la noche me sale que “la sigamos” hasta el amanecer; es que no piensa que los riñones tienen un límite y que las piernas resisten, a lo sumo, una hora de saltos y meneos. Una sonrisa alumbra tu rostro cuando su olor inunda tus fosas nasales y recapitulas cada centímetro de sus hombros tersos y sus nalgas rozándote el pene. Evocas, como si los anteriores recuerdos no fueran capaces de dilatarte la bragueta, el perfecto arco de su cintura circundado por tu brazo. Sientes una picada en la boca del estómago. Los recuerdos se evaporan. ¿Por qué putas tenías que irte con ese boquirrubio? En ese momento entra Gustavo. Oiga marica, acaba de llamarme una tal Sandra y dice que tiene su celular. ¡Jueputa, el celular!, te dices al tiempo que recuerdas que ella te lo quitó cuando Cristina empezó a llamarte insistentemente. Gustavo te mira con cara de periodista. Lo miras a los ojos sin decirle una palabra. Esa vieja dijo, continúa Gustavo al cerciorarse que no sacará información, que lo espera esta tarde a las seis en el mismo lugar. Sientes que la silla se hunde en un foso de arenas movedizas. Si vuelve a llamar dígale que coma mierda, le dices a Gustavo con rencor. Te quedas callado por un instante. No le diga nada: mejor se lo digo personalmente esta noche. Gustavo levanta los hombros, da media vuelta y sale. El teléfono empieza a timbrar. Lo miras con desprecio. Giras la silla para ver la llovizna empapar los andenes. El teléfono sique repicando a tu espalda. Será que Cristina no se cansará de llamarme, te dices al tiempo que apoyas los pies sobre el borde inferior de la ventana.

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A más de mil kilómetros de ti (2)

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Estás en la esquina del parque donde la conociste con una chocolatina en la maleta y la certeza que la mujer de acento mar no llegará. Miras el reloj por quinta vez. Siempre me ven la cara de güevón, te dices mientras miras hacia las tinieblas del parque. Los recuerdos te hablan de viejos plantones en esquinas, semáforos, parques y bibliotecas. Sientes el impulso de sacar la chocolatina, lanzarla al suelo y pisotearla con ira. Suspiras. Das dos pasos hacia la calle. Una mano invisible que, a falta de un nombre mejor, llamas destino te retiene. Miras hacia atrás esperando ver los dientes del amor sonriéndote. Sólo ves oscuridad y silencio. Das media vuelta e inicias a caminar lentamente hacia el lado contrario. Lanzas improperios a la noche, al amor y a la inocente chocolatina. La sacas de la maleta y la envías, en un lanzamiento de tres puntos, hacia el cesto de basura. El sonido metálico te anuncia el arribo de esta a la cesta. Levantas los brazos para celebrar la única victoria del día. Un relente de felicidad hace que la ira se desvanezca en las tinieblas de la noche. Caminas apaciblemente por el parque. Llegas a la otra esquina. Vas a pasar la calle cuando una voz lanosa te llama: Dieeeegoooo. Giras la cabeza. Encuentras la sonrisa radiante de Sandra. Oye niño, ¿dónde estabas?; ya me iba a ir, dice ella sin desenganchar la sonrisa. En la otra esquina esperándote, le respondes con voz granulada. ¿Mi chocolate? Inquiere ella. ¡ayyy; la chocolatina! Le dices con un timbre que quiere sonar a confusión pero que llega, a duras penas, a reproche. Si quieres te compro una ahora mismo, dices para compensar la silencio que sobrevino. Nooo; yo quería que sorprendieras con un chocolate; ahora se perdería toda la magia. ¿Magia?, preguntas con cara de asombro; ¿cuál magia?; técnicamente no habría tal ya que no la saco de la nada sino de una tienda; ni que hablar de sorpresas: si ya sabías que llegaría con un chocolate –como tú le dices- no habría sorpresa por definición de esta. No entiendes un carajo del amor, te dice mientras te clava una mirada reprobatoria. Levanta los hombros y camina hacia la otra acera. La sigues. Cuando llegan al otro lado miran la orilla que abandonaron. ¿Qué hacemos? Te pregunta emocionada. No sabes qué responderle; sabes que tus planes la aburrirían mortalmente por no ser ni ruidosos ni, ¿para qué negarlo?, emocionantes. No sé, dime tú, le respondes para desprenderte del problema. A mí no me eches ese muerto, te dice con un timbre que navega en las aguas donde converge la burla y el reproche. Te hundes en el barro de la confusión. La verdad, le dices con voz arenosa, no sé. Te mira con asombro; ¿cómo que no sabes niño? Llévame a dónde sea. ¿A dónde sea? Te preguntas. Vamos a tomarnos un café mientras decido qué hacer, dices después de un silencio espeso.

Una hora después estás en la cafetería preguntándote a dónde la quieres llevar. Tu cabeza te sugiere un lugar con espejos en el techo, cama doble, jacuzzi y silla de consultorio ginecológico. Tu prudencia, en la otra orilla, te aconseja levantarte e irte. En la mitad está la cordura proponiéndote bares con música ligera y cerveza nacional. Mientras escuchas los argumentos de tus tres amigos mentales Sandra te habla detalladamente de las discotecas que más le han gustado (incluyendo cómo llegar a ellas) y la que quieres conocer “un día de estos”. En medio del debate una voz dice: “!cállense!; escuchen a esa vieja”. Sales del sopor de la meditación y te encuentras con un par de ojos que te miran con rabia. ¿Qué me decías?, le preguntas con la voz emergiendo de la reflexión. Sus ojos se encienden como dos antorchas. ¡Te decía que eres un imbécil! Un corrientazo enfría el aire. Se levanta repentinamente y sale dando trancos fuertes. Un segundo después haces lo mismo y la sigues. En la puerta la tomas por el brazo. Espera, le dices entre jadeos; ¡Vamos a Malena! Gira y te mira con asombro. El fuego de sus ojos se extingue y le da paso a la dulzura. Me parece bien; vamos, te responde como si no hubiera pasado nada.

En el taxi empiezas a hacer cuentas mentalmente: tranquilizar su humor fulgúreo: ciento diez mil pesos (una botella de ron: cien mil pesos; una cajetilla de cigarrillos: cinco mil pesos; una botella de agua: cinco mil pesos). ¡Masterd Card no tiene razón!, te dices mientras tanteas el bolsillo derecho del pantalón; Nota Mental, continúas pensando mientras la mano derecha sube hasta la manija del techo: demandarlos por publicidad engañosa. Un tropel de personas te saca del ensimismamiento. Soy tan cagado que este es el lugar, piensas mientras tu cabeza gira de derecha a izquierda y de izquierda a derecha. ¿Dónde lo dejo jefe?, te pregunta el taxista con una sonrisa sostenida por un palillo mordido. Acá está bien, dices con el ánimo partido.

Después de una docena de pisotones y una dos centenas de codazos logras alcanzar la barra. ¿Por qué dejan la barra al fondo del bar?, le preguntas a una mujer con un pantalón ceñido al cuerpo y un top diminuto. ¿Cómo dijo? te responde ella con cara de querer pegarle un botellazo a alguien. Una cerveza, una botella de agua y una cajetilla de cigarrillos, le dices temeroso. Te mira a los ojos con rabia. Da media vuelta y camina hacia una nevera que alumbra como una nave espacial. Desde la barra puedes ver las turgencias y las hondonadas en toda su fastuosidad. Mamita-rica, dices en letra pegada a la barahúnda. Al minuto ella te entrega las dos botellas y la cajetilla de cigarrillos. No tiene algo que no sea mentolado, le preguntas al constatar que los cigarrillos son Kool. No, te responde secamente. Bueno, no importa, le dices para evitar ser tú el que se gane el botellazo en la cabeza. ¿Cuánto es? Son treinta mil pesos. ¿Cuánto? Preguntas con los ojos abiertos. Treinta mil, te dice ella con los ojos más abiertos. Metes la mano al bolsillo y sacas un billete de cincuenta mil; te duele la pierna como si te hubieras arrancado el billete de ella. Adiós almuerzos del mes, te dices con amargura. Recibes el cambio y das media vuelta. Ves un ovillo descomunal de brazos y piernas. Nota Mental: no volver a salir con mujeres de veinte años, te dices al tiempo que recibes el primer pisotón.

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A más de mil kilómetros de ti (1)

Estás en el restaurante que inauguraron a una cuadra de tu trabajo. El viento mueve los árboles y estos, en su leve cabeceo, licencian las hojas que caen lentamente. A pesar del fragor de ollas, tendedores y platos escuchas la nostalgia crepitando bajo las hojas. Te inclinas a rasguñar sobre el cuaderno las palabras que te han venido martillando desde la mañana. Levantas la cabeza para encontrar el recuerdo que acaba de huir. En la puerta te encuentras con una mirada tersa de, a lo sumo, veinte años. Sus ojos, contrario a la corazonada que te acosa todos los atardeceres, son cafés. Sus cejas, delgadas y arqueadas como corresponde a una niña de su edad, se levantan al contemplar la anarquía de voces. Mira para todas las direcciones en busca de una mesa. A su izquierda encuentra una mesa desocupada. Se sienta en cámara lenta, como sucede en aquellas comedias rosadas que ves en secreto. La miras descaradamente y ella lo sabe. Ves su pequeña nariz; el paréntesis que encierra unos labios delgados y vibrantes; los dientes que destellan cuando su mirada decide enfrentar la tuya; el cabello que forcejea entre el castaño oscuro y el rubio de cartel publicitario; el extenso cuello y los picos amenazantes que custodian su base; la doble cadena con pepitas blancas; la camiseta blanca con un cuello en V y los dos collados que invitan a la exploración por vía del tacto.

Bajas la mirada para escribir estas líneas. Te llega el almuerzo, frío y desabrido, como es la especialidad de la casa. Bates el salero enérgicamente sobre la sopa durante un par de minutos con la esperanza que el potaje asimile algún sabor. Bates el caldo con la cuchara y lo empiezas a masticar con estoicismo. Cada tercera cucharada levantas los ojos para vigilar los movimientos de la jovencita. Terminas el brebaje. Acercas la bandeja con lo que promete ser unos fríjoles fríos con un arroz, que además de compartir la temperatura de su colega de plato, sabrá a pimentón (esto lo deduces de los puntos rojos que sobresalen en la llanura blanca). Revuelves el arroz con los fríjoles y los bombardeas con seis cucharadas de ají para animarte a ingerirlo. La primera cucharada pasa la prueba. Descubres que la niña te está mirando desde su mesa con curiosidad. Mastique con la boca cerrada, te dices al tiempo que bajas la mirada. Sientes, sin embargo, sus ojos clavados en tu enorme frente. Levantas los ojos para corroborar la suposición. Encuentras, en efecto, sus mirada luminosa. Sonríes tímidamente. Te responde con una sonrisa oronda. Sientes el impulso de irte a su mesa a decirle que la amas. Desenganchas una sonrisa amplia al imaginarte la cara de ella después de escuchar esa estupidez. Te amo, repites con ironía al tiempo que el tenedor arrastra el fárrago de fríjoles y arroz.

En la cuarta cucharada del amasijo le llega el almuerzo a la muchacha. Verificas que pidió un jugoso churrasco. Ves las papas desbarrancarse sobre la mesa. Las recoge al tiempo que te mira. Un pequeño rubor invade sus pómulos. Sientes el sabor amargo de la victoria. ¿cierto que es horrible hacer el ridículo? le preguntas mentalmente. Ella baja la cabeza y empieza a almorzar; haces lo propio.

Cinco minutos después estás pagando de mala gana los siete mil pesos que te cobraron por aquel almuerzo. ¡Jamás volveré a entrar a este lugar!, te dices indignadísimo. Caminas hacia la puerta mascullando improperios contra el establecimiento y contra tu suerte. Atraviesas la calle y te diriges directamente a la banca del parque que no está ocupada. Antes de sentarte compruebas que las vigas son firmes y que no están sucias. Sacas del bolsillo izquierdo de tu pantalón una cajetilla blanca con un indio de mirada adusta y penacho extravagante. Sacas de ella un cigarrillo quizás más ajado que la cajetilla. Lo hueles; miras dónde está el logotipo del indio para no fumarle el alma y ganarte, por conducto de una maldición ancestral, una muerte repentina o, cuando menos, un mal día. Sacas del mismo bolsillo una caja de fósforos regentada por la irónica sonrisa de Lucifer. De la cajilla extraes un fosforo de testa roja; lo rasgas con fuerza contra la lijilla de uno de sus costados y escuchas el estallido manso al encenderse. Acercas la antorchuela a la punta del cigarrillo e inhalas con fuerza hasta que sientes que el humo ocupa tus pulmones. Sacudes el fosforo hasta que se apaga y lo lanzas hacia la caneca que está a diez metros. Ves el camino de humo que deja el fosforo. Ladrones hijueputas, dices mientras miras hacia el restaurante. Ves, mientras aspiras, que la niña sale por la puerta de la tienda. Observas cómo viene caminando con la misma cara de disgusto con la que saliste. Cuando levanta el pie para subir el andén un presentimiento te enfría la respiración: ella viene hacia ti. Aspiras con fuerza para espantar la conclusión. Ella, mientras tanto, continúa su trayectoria. Antes que expulses el humo la tienes frente a ti. ¿Puedo sentarme contigo?, te pregunta con voz dulce. Contemplas lo que la mesa no te dejo ver: el borde inferior de la camiseta y la franja de abdomen que esta no cubre; el jean descaderado que faculta al ojo para contemplar aquellas regiones inhóspitas que los labios quieren besar apasionadamente. ¿Me vas a mirar o me vas a dejar sentar? te dice con acento de agua salada. Claro, siéntate, le dices al tiempo que oyes crujir las hojas bajo el peso de la euforia.

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