Tuviste la testarudez de hundirte lentamente, sin afanes, sin prestar oído a los amigos que te suplicaron que vendieras el negocio antes que los rumores se transformaran en hechos tangibles. Entre más te aconsejaban más te aferrabas a las estanterías, a los piñones, a los amortiguadores que te sacaron de las estrecheces de la pobreza y de las infamias del hambre para ubicarte, después largos forcejeos con la suerte, a la cabeza del monopolio de autopartes de Chevette. Es imposible, decías, que la fortuna me abandone ahora que tengo el dinero con el que soñé en la adolescencia. Por ello, en lugar de vender, que era lo razonable, atiborraste las bodegas con piezas traídas de contrabando desde Sao Paulo y les subiste el sueldo a las vendedoras para incitarlas a vender.
Meses después salió al mercado el primer automóvil ensamblado en Colombia y con él tu fortuna se desvaneció como las sombras que se pierden en la noche. Fueron suficientes, por tanto, cuatro semanas antes que te vieras precisado a vender las bodegas saturadas de mercancía, cuatro locales y tu casa para evitarle a tu familia la vergüenza que los embargaran.
Tu esposa, en muestra de lealtad, te dio noventa millones para que iniciaras la fabricación y venta de pinturas. Este capital fue suficiente para pagar insumos, contratar un químico y comprar un escritorio que cojeaba y en el que ubicaste el emblema de gerencia que rescataste del anterior derrumbe. Al comienzo las utilidades fueron buenas pero se escurrían por las rendijas de los hábitos: extraías dinero de la caja para almorzar en restaurantes de epígrafe, para comprar corbatas italianas o, con mayor frecuencia, para el Whisky y la cocaína que consumías, sin el menor recato, en el escritorio de gerencia. Luego las ventas empezaron a decaer y al final, cuando la quiebra era inminente, tomaste el dinero y te fuiste sin dejar huella para evitarle a tu esposa un nuevo fracaso.
Con el dinero compraste una camioneta desvencijada, traperos, escobas, baldes y cepillos; embutiste todo en ella y te fuiste a venderlos en pueblos vecinos. Al final de cada día comprabas una botella de aguardiente, la tomabas en el parque o dentro de la camioneta hasta dormirte. A la mañana siguiente pedías un baño prestado, te cepillabas los dientes, te echabas agua en la cabeza y emprendías el itinerario por los caseríos que se aferraban a la cordillera. Cuando no quedaban más que papeles y cabuyas en el vehículo viajabas a Bogotá para compara mercancía, aguardiente y, si habías tenido suerte en la venta, algunos gramos de cocaína. Pagabas el alquiler de un Motel donde te encontraba el sueño mientras fantaseabas frente a videos pornográficos. Al siguiente día te bañabas, almorzabas en algún restaurante de la décima, llenabas el tanque de gasolina y seguías hasta Briseño donde te estacionabas a contemplar el ocaso que se introducía en las grietas de tu piel…
Esa fue tu rutina hasta que tu hedentina afectó definitivamente el trabajo. Decidiste, en aquel momento, vender la camioneta, o lo que quedaba de ella, a un mecánico de Zipaquirá. Con el dinero compraste un carromato de madera y algunas frutas que intentaste vender en la carretera pero que nadie compró porque temían que fuera una excusa para robarlos. Fue entonces que decidiste vivir en el inquilinato de la sexta y sobrevivir de vender el papel, el cartón y las botellas que hallabas en los barrios altos en los que viviste.
Por aquellos años nos conocimos en el naufragio de porros y aguardientes. Me lanzaste una mirada opaca, larga como el amanecer. Para ti es gratis, te dije para acelerar lo irremediable. Accediste con un gesto que invitaba a seguirte. Caminamos, poco después, con los ojos enredándose en bolsas de basura acribilladas por manos hambrientas. Luego me desnude lentamente, sin temor a que apresuraras el polvo; encendí la lámpara para mostrarte lo que queda de este cuerpo que crispó los estudiantes de la Universidad Nacional y de la Universidad de Buenos Aires. No te equivoques conmigo: conocí mejores años, afirmaste con voz angulosa, casi cortante, al reconocer la arrogancia de mis movimientos. Te levantaste y fuiste hasta la esquina en la que te esperaba una caja de cartón. La abriste y extrajiste recortes de revista y periódicos en los que, bajo titulares enfáticos, posabas con sonrisas forzadas. En ese momento las evocaciones te pesaron en el pecho lo suficiente para apuñalar el deseo. Vístete, susurraste en la zozobra de las seis de la tarde. ¿La estufa sirve?, pregunté para esquivar la melancolía. Moviste la cabeza. Me vestí, salí y regresé dos horas después con una maleta atiborrada de ropa, tres platos, dos ollas magulladas y media libra de arroz. Cociné mientras bebías rabiosamente. Al final de la botella comiste con desconfianza, diste media vuelta y te entregaste al sueño entre gruñidos y murmuraciones. Me quedé, después de lavar las ollas y los platos, con la mirada clavada en las sombras que crecían y se hacían intensas y que luego desaparecían entre el rumor de carros.
Así empezamos a subsistir: tú raspaba las canecas de los barrios en los que viviste durante décadas mientras yo alquilaba mi cuerpo para que los hombres olvidaran, durante tres o cuatro segundos, el infortunio que los devoraba. Evocábamos, en las noches en las que el alcohol no te llevaba por los senderos del rencor, los días en los que eras un comerciante prestigioso o los años en los que viví en Buenos Aires gracias a una beca del gobierno argentino. Luego te hundías en mi cuerpo, en mi tristeza de alondra, y lo sacudías hasta hacerme olvidar el hambre que rasguñaba las mañanas grises, la miseria de la que nunca saldré, los hombres que entraban en mí cuerpo en rapiña: apedreando las ventanas por las que me asomó a la nostalgia y acuchillando los sueños que la noche fue acumulando en rincones polvorientos.
Las cosas venían funcionando de tal manera que alcance, de hecho, a suponer que el amor también invade los cuartos descascarados donde los hombres hacen fila para entrar en la misma mujer, en la misma soledad parlante. Fue tanto el entusiasmo, repito, que hasta llegue a convencerme que la relación sobreviviría a pesar de tus silencios de plomo y de tu rencorosa forma de gobernar. Lastimosamente los hombres piensan con la cabeza y no con el corazón: entendiste, después de ocho meses de vida compartida, que era demasiado trabajo soportar el olor a hombres vencidos y demasiada carga los incontrolables arranques de histeria en los que caigo cuando escasea el dinero, cuando falta la vicha que me salva de la realidad…
Y así paso, amorcito, la incertidumbre de las horas. Algunos días, como si el tedio se cansara de jugar con mi tristeza, vienen a decirme que te han visto deambulando por Pasadena o que parchas bajo el puente de la Calle Cien. Los parceritos, al preguntarles por tu paradero, niegan con la voz fatigada de pegante. Otras veces, justo cuando la ilusión florece en las ciénagas de la vida, llegan vecinas o compañeras a consolarme porque reconocieron tu cuerpo entre los que ajusticiaron en la Calle Once o los que cayeron en las falanges de lo que la gente llama (y que seguramente tú también denominaste en tus días de corbatas italianas) Limpieza Social. Voy, entonces, a reconocerte entre los ñeritos acuchillados, desmembrados con machetes o moto sierras, adolescentes con los ojos abiertos por el sobresalto de la muerte. Contemplo, una vez levantan la tela ensangrentada, las manos que, a pesar de la cochambre o de los pellizcos de alicates, no corresponden a aquellas que trazaban, en las aristas de la madrugada, el esqueleto de proyectos que nos repatriarían a barrios altos, a cátedras en universidades de renombre. Después de deambular por calles y avenidas con la cabeza puesta en los recuerdos regreso al cuarto de paredes grises en el que espero que emerjas de alguna grieta para que continúenos muriendo lentamente, sin afanes, como lo hacen los árboles del Parque Santander…
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