Al mirar los andenes y las alcantarillas húmedas se entendía que la lluvia había visitado el lugar. Las nubes plomizas confirmaban la sospecha inicial. La tarde presagiaba una siesta después de un almuerzo contundente.
Después del opulento almuerzo el sofá era una elección razonable para digerir parcialmente las viandas. Antes de recostarme en el mueble creí oportuno que el murmullo del televisor asistiera la mansedumbre del sillón. Una vez el bisbiseo del televisor se ajustó a la lenidad del mueble el sueño se apoderó de mis pensamientos…
Cuando ya corría por los pastizales del letargo sonó súbitamente el timbre del apartamento. Un corrientazo cruzó mi espina dorsal. El timbre sonó de nuevo. Me levanté para ver quién era el inoportuno visitante.
Al abrir la puerta me tropecé con una mirada azucarada y unos labios carnosos que sonreían incansablemente. Hola, le dije rascándome los ojos para espantar el sueño. Hola, respondió ella con una ternura que me empezaba a gustar. Nos quedamos mirándonos en silencio durante un inabarcable segundo. Cuando la modorra abandonó mi cerebro le sonreí abiertamente. Ella respondió a mi sonrisa con un ligero rubor. ¿Te han contado de la promoción de bombillos ahorradores?, me preguntó mecánicamente. Nunca, le respondí con el rostro iluminado. ¿Quieres saber de qué se trata? Me preguntó mirándome con sus extraordinarios ojos cafés. Por supuesto; pasa, le dije con cordialidad. No estoy autorizada para entrar a las casas, me dijo abriendo aún más los ojos. ¿Quién no te autoriza? Pregunté con curiosidad. En la oficina nos dijeron que no debemos entrar a las casas porque es muy peligroso. Mírame a los ojos y dime que me tienes miedo, o dime que desconfías de mí, le dije con una sonrisa maliciosa. No, no es eso, me dijo al tiempo que el rubor tomaba tonalidades más intensas; lo que pasa es que… desconfías de mí, completé la frase. Noooo, dijo abriendo los ojos. Entonces, entra. Bueno, dijo al tiempo que calculaba mis pretensiones con una mirada escudriñadora.
Después de un par de minutos la charla viró de los bombillos hacia el clima, y de este saltó a los gustos musicales, de estos brincó al estudio y de allí regresó a la música. Después de este circunloquio le pregunté si quería salir a tomar algo. Su respuesta, para mi sorpresa, fue afirmativa. Entonces, le dije, espera que me ponga un saco que está haciendo mucho frío.
Al concluir la cuarta hora de cervezas y destellos de coquetería nos besamos. Luego arribó el sugestivo juego de manos y con él el enardecimiento de los sentidos. Cuando el ambiente estuvo lo convenientemente caliente pagué la cuenta y nos fuimos a un motel.
Llegamos al lugar, pagamos y entramos al cuarto. Luego de mirarlo de arriba abajo ella me miró a los ojos con compasión. La interrogué con mi mirada. Perdóname, no tenía otra opción, me dijo al tiempo que golpeaban la puerta. ¿Qué pasa?, le pregunté. Bajó la mirada y caminó hacia la puerta. Al otro lado de la puerta estaba Julián, el hermano de Gonzalo, el guerrillero asesinado dos años atrás en una emboscada de la policía.
Mi querido cabito creo que es hora de saldar aquella deuda de dos años, dijo Julián mientras desenfundaba una pistola automática. En ese instante la luz del corredor alumbró el rostro de la niña que me había llevado hasta allí. En un breve instante un recuerdo llegó a mi cerebro como un flash: recordé los ojos de la niña de quince años que había jurado frente a las cámaras que vengaría la muerte de Gonzalo…
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