Vienes desde el rincón inconcluso donde el silencio y las tinieblas se construyen. Tu mirada de cachorrito me conmueve hasta las lágrimas. Me contengo, sin embargo, y te saludo con un abrazo nervudo. Aunque no me dices nada tus ojos me anuncian que el gran secreto te fue revelado en las tierras del algodón y las brisas. Te miro con ternura. Te debates entre el amor instintivo que abre puertas a empellones y el temor que enfría las venas. Te abrazo de nuevo para apaciguar los embates que crujen bajo tu respiración. Te aferras con fuerza a las arandelas de mi alma. Te sueltas y me miras a los ojos; sabes que estos ojos te contemplarán en la lobreguez de las tormentas y en la claridad de las auroras. Sientes el impulso de besarme tiernamente pero te dominas. Me inclino ligeramente y tú saltas a mis labios como el aire franquea el viento. Nos besamos largamente…
Una hora después estás llorando en la puerta de inmigración. Me miras como si quisieras grabar mi imagen en la las grietas de tu cerebro. Mi mirada navega, en contaste con la tuya, en el piélago de la calma. Piensas que es injusto que debas abandonar la barca cuando el mar cesó de gemir y cuando el plomo abrió sus puertas para dar paso a un sol radiante. Me acerco hasta ti con pasos cortos; te miro a los ojos y te digo: antes que el ácido del escepticismo socave la ternura de tu mirada viviremos juntos. Tus ojos quieren creerme pero la experiencia te dice que las promesas son sal que irrita la felicidad. Doy media vuelta e inicio a caminar hacia las escaleras. Sales por debajo de las cintas de inmigración y corres hasta mí. Me llamas con desesperación. Me detengo y apenas alcanzo a girar cuando te aferras a mí como una tenaza. Tus lágrimas mojan mi pecho, mis lágrimas lavan tus rizos. Me miras a los ojos y me besas con la pasión del naufrago de amores. Das media vuelta y te devuelves a la fila que de nuevo te llevará a la tierra del algodón y las brisas