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Crujido de los engranajes (4)

Vienes desde el rincón inconcluso donde el silencio y las tinieblas se construyen. Tu mirada de cachorrito me conmueve hasta las lágrimas. Me contengo, sin embargo, y te saludo con un abrazo nervudo. Aunque no me dices nada tus ojos me anuncian que el gran secreto te fue revelado en las tierras del algodón y las brisas. Te miro con ternura. Te debates entre el amor instintivo que abre puertas a empellones y el temor que enfría las venas. Te abrazo de nuevo para apaciguar los embates que crujen bajo tu respiración. Te aferras con fuerza a las arandelas de mi alma. Te sueltas y me miras a los ojos; sabes que estos ojos te contemplarán en la lobreguez de las tormentas y en la claridad de las auroras. Sientes el impulso de besarme tiernamente pero te dominas. Me inclino ligeramente y tú saltas a mis labios como el aire franquea el viento. Nos besamos largamente…

Una hora después estás llorando en la puerta de inmigración. Me miras como si quisieras grabar mi imagen en la las grietas de tu cerebro. Mi mirada navega, en contaste con la tuya, en el piélago de la calma. Piensas que es injusto que debas abandonar la barca cuando el mar cesó de gemir y cuando el plomo abrió sus puertas para dar paso a un sol radiante. Me acerco hasta ti con pasos cortos; te miro a los ojos y te digo: antes que el ácido del escepticismo socave la ternura de tu mirada viviremos juntos. Tus ojos quieren creerme pero la experiencia te dice que las promesas son sal que irrita la felicidad. Doy media vuelta e inicio a caminar hacia las escaleras. Sales por debajo de las cintas de inmigración y corres hasta mí. Me llamas con desesperación. Me detengo y apenas alcanzo a girar cuando te aferras a mí como una tenaza. Tus lágrimas mojan mi pecho, mis lágrimas lavan tus rizos. Me miras a los ojos y me besas con la pasión del naufrago de amores. Das media vuelta y te devuelves a la fila que de nuevo te llevará a la tierra del algodón y las brisas

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Repliegue

Su despedida te esperaba sobre la mesa de noche. Tu sorpresa fue mayúscula al saber que había decidido emigrar con el susurro de mar. Los que antes eran pasos cortos se trasformaron en zancadas y estas se convirtieron, con el auxilio de la angustia, en un trote desesperado. Recorriste las doce cuadras que, impasibles y mudas, te separaron durante doce años de ella. Cuando la puerta negra te confirmó, por alguna vía inexplorada por la razón, que ella te había abandonado en ese estercolero inhabitable y fétido la golpeaste con fuerza. Luego pateaste las paredes al tiempo que maldecías su nombre. Cuando los nudillos te sangraron y las piernas se fatigaron de patear el negro acero y los silenciosos ladrillos, te resbalaste sobre el asfalto húmedo como un muñeco con las articulaciones gastadas.

Ahora que el dolor retoza en la boca del estómago recuerdas aquella sonrisa luminosa que alumbraba los domingos de melancolía y las noches de soledad. Reconstruyes, asimismo, el castillo de sueños enganchado con terrones de arena. Emites un suspiro agrio. Contemplas las bolsas de basura que esperan recostadas en un poste el arribo de unas manos sarmentosas o, quizás, de los orines de un perro. Ves a través de una talega blanca un objeto verde, del tamaño y forma de una hoja; te levantas rápidamente; el temblor de las manos te impide abrir con eficiencia el nudo del fardel; después de mucho trabajo puedes abrir la bolsa; ensartas tus manos como si estas fueran tenedores hambrientos; buscas desesperadamente el objeto que viste minutos antes; sientes una hoja rígida en tus manos; la sacas; la miras; volteas para verla a la luz plomiza de la tarde; no hay ninguna duda: es el collar que le compraste mientras esperabas que cediera el nudo de los compromisos. Te dejas caer sobre el andén. Contemplas el cordel verde que sujetaba el collar al tiempo que recuerdas la manera en la que el cordón circundó la piel blanca, dulce, tierna, de su cuello. Suspiras de nuevo. Deseas buscar los aretes que tu corazón supone que reposan en el mismo lugar; miras el talego y la idea se evapora con las cornetas de la buseta que pasa frente a ti…

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Crujido de los engranajes (3)

A finales del año 2001 yo estaba frente al hidrante rojo que espera incendios y catástrofes. Las tinieblas se deshacían en una masa ambarina de neblina y ansiedad, al tiempo que me desmigajaba en reflexiones ociosas.

Luego, cuando el viento se hizo llovizna, rasguñaste el amanecer con tu mirada de cachorrito. Llegaste hasta el hidrante y me miraste en silencio. Al verte a los ojos entendí que querías que me acercara a ti. Lo hice. Quedamos, en un instante espeso, frente a frente. Sentiste el impulso de abrazarme; sentí el arranque de besarte apasionadamente. Nos quedamos, sin embargo, inmóviles. Al final me incliné y te bese tiernamente en la mejilla. Me miraste a los ojos para tantear mis pretensiones. Sonreí ingenuamente. Respondiste con una sonrisa tímida…

Al término de una conversación grumosa te despediste y penetraste en las sombras de la mañana. Yo me quedé pensativo, acaso imaginando. El golpe en el hombro del sol anunció la apertura de las responsabilidades y la consecuente clausura de la fantasía.

La vida nos ha congregado en conversaciones protocolarias o en reuniones apolilladas. Siempre que te veo recuerdo aquella madrugada de diciembre y siento el impulso de confesarte que aquel día el destino me dijo al oído que tu mirada de cachorrito me contemplaría en las madrugadas de amor.

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Crujido de los engranajes (2)

Hace un par de semanas viajamos al pliegue del cielo y el mar. Tu cabello adquiría el tono de la felicidad y tus ojos se hacían cada vez más transparentes. Tus palabras, contrario a lo que supuse al salir, se enredaban en el murmullo de las olas o se elevaban al cielo.

Al medio día los compromisos se anclaron en tus tu voz invitándome a desaparecer por los médanos y las dársenas de tu recuerdo. Luego, cuando el sol inició su carrera hacia el mar llegaste a la palmera de mis ensoñaciones con una sonrisa rosada que hacia juego con el cielo sangrante. Te sentaste a mi lado a escuchar el agua lamiendo la arena y el rumor de risas ahogándose en las penumbras…

Estas son las estelas que brillan esta noche solitaria.

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Crujidos de los engranajes (1)

Venías del otoño hacia el invierno. Los árboles exhibían sus ramas sin hojas -salvo aquel arbusto rebelde que seguía verde a la sombra del tiempo-.

Venías distraída mirando al grupo de estudiantes que rasguñaban el sosiego del lugar. Caminabas, como decía, entretenida con la algarabía y con el suéter azul que vendría debajo (o quizás encima) de la docena de chaquetas que te amparaban de las uñas del frío invernal. Los rizos venían para mi desazón trincados por una cinta y tu cara imitaba el brillo del cielo.

No sabías –ni nunca sabrás – que te espiaba con el lente de ciento cincuenta milímetros que capturo el instante en el que retornaste a la niñez que escondes bajo los ribetes de la formalidad.

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