Archivo mensual: diciembre 2012

Mínimas (32)

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A partir del próximo año no sufriré porque estoy privado del último hit tecnológico ni padeceré porque debo usar los pies para ir o venir por la vida, no tendré más techo que el cielo ni más tierra que la que se enrosque en mis pasos, no seré trabajador de ocho horas, seis infartos y tres pensiones, no encadenaré mis anhelos al sistema bancario, seré un soñador compulsivo, no envenenaré mi sangre con estrés ni apuñalaré mi cerebro con preocupaciones, seguiré los designios de la ternura, obedeceré a mis impulsos como si fueran la palabra de Dios, desconoceré los mandatos de la razón por interesada y mezquina y sólo tendré para mis hermanos la dulce incertidumbre de la palabra…

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Pajazo: bosquejo de una retractación

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La primera vez que me masturbe fue… fue… ¿cuándo fue? No recuerdo. Dicen los entendidos en la materia que la masturbación destruye la memoria, la aplasta con sus miríada de corrientazos que lo trepan a los últimos peldaños de la inconsciencia. Vuelven la memoria chicuca, como dice mi mamá cuando las cosas caen y se despedazan. Aunque en este caso no cae sino que sube a niveles extraordinarios. Pero igual se destroza, se fragmenta, se arruga y quiebra por todos lados hasta ser una masa deforme que no sirve para nada. O para casi nada. Sirve, al menos, para recordar los eventos que despiertan los bajos fondos, aquellos que su sola mención hace que la sangre corra en tropel a las regiones australes con algarabía cercana a la demencia.

No sé exactamente cuándo fue, pero sé, a pesar de las lagunas generadas por efectos de la masturbación, que sucedió durante el apagón del noventa y dos. Fíjense que la masturbación desmantela algunas evocaciones y preserva otras. Recuerdo que días antes, o quizás meses, no recuerdo, Juan Manuel Santos, entonces ministro de Comercio, hoy presidente de la república, a las doce de la noche del primero de mayo de ese año, con un par de teclazos, adelantó la hora oficial en el Laboratorio del Tiempo de Icontec…

Me masturbé, venía indicando antes de perderme en detalles históricos, una tarde del noventa y dos, al amparo de las sombras que crecían como una inundación. Lo hice con una destreza asombrosa si se tiene en cuenta que lo hacía por primera vez en mi vida. Esto acaso indique que nací con el instinto masturbatorio bastante desarrollado. Posiblemente todos los humanos nacemos con él. Por eso me causa curiosidad que la iglesia la enjuicie ya que, al hacerlo, condena a quien creó dicha destreza. Es decir, la reprobación de la masturbación es, a la larga, la censura del mismísimo Dios…

Exponía antes de extraviarme en especulaciones teológicas, que fue una tarde del noventa y dos (la masturbación también causa que el cerebro sea reiterativo y se pierda en los atajos que le salen al paso). Dije, asimismo, que lo hice con una maestría instintiva. También fue instintivo el temor de ser descubierto haciendo aquello que no sabía cómo se llamaba. Meses después supe que mis compañeros le llamaban paja o pajazo, por una razón que aún desconozco. Lo cierto es que prefiero ese nombre que cualquier tecnicismo gestado en las mentes de los hombres y mujeres que no se masturban por estar ocupados investigando la manera y forma en la que se pajean sus semejantes. También prefiero ser llamado pajuelo en lugar de ser denominado onanista. De hecho, ya que hablamos del señor Onán, hijo de Judá, no fue ningún pajuelo. Su pecado, si acaso se puede denominar así, era practicar el coitus interruptus con su cuñada Tamar, viuda de su hermano Er. Eso, aunque no lo crean, fue suficiente para que Jehová le quitara la vida. Lo pueden encontrar, en caso que les cause curiosidad o que no me crean, en génesis 38: 7-10.

Esa fue la primera vez. Luego lo repetí a lo largo del apagón que finalizó el siete de febrero del noventa y tres. Concluyó no tanto porque El Niño cesara en su empeño de calentar hasta las nieves perpetuas, sino por los buenos oficios que Juan Camilo Restrepo, ministro de Minas y Energía, hiciera con el sindicato de Corelca. Juan Camilo fue ministro en ese tiempo y lo es ahora: antes de Minas, ahora de Agricultura. No es extraño, entonces, que los colombianos tengamos la sensación que nada ha cambiado en el país en los últimos veinte años. Nada excepto mis pajazos: ahora no los hago con tanta frecuencia porque tengo esposa y dejé de ser aquel niño que no tenía nada que hacer. En realidad ahora tampoco tengo oficio, pero hay electricidad, internet y redes sociales. Es justo aclarar que este cambio no es del todo ventajoso: mi esposa no acude con la rapidez de la mano porque trabaja y ni el internet ni las redes sociales funcionarían si hubiera apagón. De hecho, si retornáramos a él (que no es una idea descabellada gracias a que regresó El Niño a Colombia), volverían los viejos tiempos, y quizás con ellos retornaría a las viejas mañas. No las mañas del país, que nunca se han abandonado, sino las que tuve cuando era un niño de doce año que negaba la paja…

Ese es, para ser sincero, la razón que me condujo a escribir este texto: confesar que era un pajuelo y que, a pesar de serlo, lo negaba por vergüenza y temor. Vergüenza con mis compinches que decían que no se echaban sus pajazos y temor de ser rechazado por «pelar cable». Muchos de mis compañeros fueron, de hecho, marginados bajo el ignominioso rótulo de pajuelos (el cual tuvo la capacidad de ubicarlos en el último piso de la escala social). Debí, como indiqué antes, liberarme de yugo y decir abiertamente que me pajeaba todas las tardes al amparo de las sombras contra las que luchaba Juan Camilo y Gaviria Trujillo, y no tener que pasar la vergüenza de confesarlo a los treinta y tres años de edad, como si fuera un adolescente calenturiento que acaba de ser descubierto en el baño…

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Amor

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Hay quienes dicen que el amor se construye ladrillo a ladrillo, lanzando plomadas para que las paredes caigan perpendiculares al piso, endureciendo la mezcla para que las columnas sean sólidas, poniendo niveles para evitar inclinaciones que ponen a rodar los objetos esféricos, trabajándolo día a día, noche a noche, sin dar espacio a la indiferencia o al olvido. Yo, contrario a quienes así piensan, estoy firmemente convencido que el amor llega instantáneamente, como un estallido que detona en el fondo de nuestros entresijos y que desordena horas y destinos, desgreña prejuicios y desastilla las puertas de la razón. Fuerte, sin dar posibilidad de correr o resguardarse de su avance, crece desde el centro del alma en hondas concéntricas que se dilatan por años o décadas, arrasando todo lo que se atraviesa en su camino…

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El incendio de abril (Miguel Torres)

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Reseña publicada inicialmente en El Espectador

Quien penetra las páginas de esta novela se entrega al vértigo del infierno: cientos de voces que se articulan en torno de la muerte de un líder que era la esperanza de quienes sobreviven rasguñando las paredes del infortunio. Voces que no son voces sino lamentos, gritos de indignación, crujido del futuro cercenado por los delirios de un demente o, quizás, mutilado por la orden de un cobarde amparado en las sombras.

Torres nos va conduciendo por las calles en las que estallan robos, barrios en los que hay cientos de hombres que deciden sacrificar su vida por la muerte de Gaitán y mujeres que asumen su destino de viudas. Emergen, igualmente, disidentes que señalan con bravuconería de matón de esquina, “por fin le dieron a ese negro hijueputa”, sin pensar, al afirmar, que ellos, al igual que el muerto, son herederos de la misma cepa genética, sin sospechar que comparten el mismo destino de la nación que a partir de ese momento empezó a desbarrancarse, a hacerse trizas entre la gritería y los robos, entre los incendios y las balaceras.

Los testimonios continúan avanzando, solapándose, contradiciéndose en una vorágine de vidas que sobrevuelan el Bogotazo, aquella denominación totalizante que pretende encerrar las circunstancias en una palabra que deja afuera las preguntas que penetran, los interrogantes que excavan y socavan, las hipótesis que iluminan. En los corredores de la novela también hay capitanes que le ponen pecho a los proyectiles, policías que se unen a la horda iracunda, médicos que se esconden en ataúdes por temor a ser asesinados por la masa enardecida y temerosos dirigentes liberales (Echandía, Lleras Restrepo, Araújo) encerrados en salas de cine.

Entre tanto naufraga la noche. El centro de Bogotá es un solo incendio que lanza humo y ceniza que el viento dispersa por todos los puntos de la ciudad y de la memoria. Los soldados disparan y disparan, sin reflexión ni motivo, sólo cumplen la orden de matar a todo el que se atraviese llevado por los criterios del azar. Mujeres, hombres y niños mueren, entonces, por cometer el crimen de buscar a sus seres queridos o de regresar a sus casas.

Se extravían, entre el fandango de muerte y desolación, las razones que incitaron a la revuelta. Baste citar, para apoyar esta afirmación, al comerciante Javier Tibaduiza: “queríamos sacarnos de adentro ese dolor de patria que nos agusanaba el alma por la muerte de Gaitán. Pero ya nadie hablaba de revolución. Esa causa se había embolatado con el correr de las horas a cambio del consuelo de acabar con todo, de incendiarlo todo, de asaltar negocios y robar y emborracharse hasta que San Juan agachara el dedo”. Así, en efecto, se hizo: se entregaron al saqueo, a incendiar todo lo que se atravesara en su marcha, a la bebida que enmarañaba los caminos de la razón dejando, en su lugar, una alegría torpe, una euforia malsana que estropeaba los resortes de la insurrección.

Fue en este momento que el país se echó a perder. No se malogró, sin embargo, por las mentes acaloradas por el alcohol, ni por la sevicia de miles de hombres y mujeres analfabetas que robaron, destruyeron y quemaron. No. Se extravió a causa de los dirigentes del Partido Liberal que se escondieron en cines, de los conservadores que huían de la ciudad o que, en un ataque de oportunismo, como en el caso de Laureano Gómez, pedían al presidente entregar el poder a manos de militares, y por culpa del mismo presidente por entregarse al pánico. Ninguno cumplió con su obligación política e histórica. Todos ellos causaron este derrumbe que no cesa de precipitarse por los abismos de la miseria y la desigualdad.

Finalmente la noche dio paso al primer día de los miles en los que Colombia se asesina a sí misma por cuenta de pertenecer a este o a aquel partido político, mientras los dirigentes de dichas toldas debaten pacíficamente gracias a que “la cosa es bien simple: tú, Pombo y yo somos liberales, con nuestra variadas tendencias, y Urrutia, Umaña y Dávila son conservadores con las suyas. Pero unos y otros nos encontramos todas las mañanas jugando golf en el Country Club”. Los únicos que pusieron la sangre y los muertos fueron, por tanto, los que creyeron que hay diferencias entre un partido y otro, sin pensar que el asunto no es de bandos ni de ideologías, sino del poder y sus vergonzosos laberintos.

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No reside destinatario

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A la memoria de Nabyl Cortes

Veintitrés años. Veintitrés años y una semana. Esa era la edad que usted tenía cuando murió. Ahora que soy uno de esos viejos de los que renegábamos, y a quienes nunca les dimos la oportunidad de explicarse, estoy tentado a decir que usted era un niñito, en diminutivo, como si quisiera acentuar la invalidez de su edad. Veintitrés añitos. Casi nada. Ni siquiera había empezado a construir su identidad, como no lo habíamos hecho ninguno de nosotros (los de siempre, los del colegio, los de toda la vida). Aún éramos lo que nuestros padres habían hecho de nosotros. O querían hacer de nosotros. Después nos fuimos apartando de sus directrices hasta ser lo que somos. ¿Qué somos?, se preguntará usted. La verdad, no sé. Le podría decir, en contraprestación, qué hacemos. A mí, por ejemplo, me da algunas veces por decir que soy profesor. Otras tantas me da por decir que escribo.

¿A qué se dedicaría usted en este momento? Quizás habría seguido con la idea de ser bombero y seguro que habría desistido a mitad de camino. Por ahí contaba Walther a propósito del proyecto, que usted le mostró una foto en la que está sobre uno de aquellos carros de bomberos enormes, rojos, llantas veloces, manubrio postizo, que servían para que uno se desmierdara en la primera callejuela inclinada que apareciera. Si ve que siempre quise ser bombero, dice Walther que dijo usted al tiempo que le mostraba la foto. Poco después de habérselo dicho y de que sobreviniera su muerte (que estuvieron bastante cerca), tuvimos la oportunidad de ver la fotografía gracias a que su abuela la había hallado entre los libros de la habitación que aún le decían, empujadas por la inercia de la costumbre, “el cuarto de Nabyl”. Todos miramos la fotografía con el vértigo de quien contempla la profundidad del abismo y sentimos deseos de llorar largamente, como si se hubiera muerto nuevamente.

O tal vez habría cuajado la idea de ser chef. Marica, deberíamos meternos a un curso de chef en el Sena, me dijo usted al margen de la Calle Cuarenta y Cinco una tarde de lloviznas y presagios. ¡De una!, respondí contagiado por su energía. Tres semanas después averigüe qué debíamos hacer para entrar. Usted nunca lo supo. ¡Cómo iba a saberlo si la muerte no le dio tiempo de enterarse de esas pequeñeces! Se lo iba a decir la noche que le conté al Negro que estaba saliendo con Astrid. Usted, poco después de mi confesión, me miró como si hubiera perdido el juicio. No tuve tiempo de demostrarle que tenía razones poderosas para hacerlo: tenía la certeza que usted y Walther detendrían al Negro mientras yo salía corriendo. Ustedes, contrario a mis expectativas, empezaron a caminar para atrás. Un paso, dos pasos, tres pasos. Clac, clac, clac. El segundero transitando mansamente. El Negro levantándose y mirándome con los ojos inyectados en sangre. Otro paso para atrás y los brazos levantados para evitar que les salpicara sangre a la cara. Mi vida completa desfilando frente a mis ojos a la velocidad de las tragedias. Clac, clac, clac. El segundero continuaba en su tránsito circular. No hay problema, dijo El Negro poco antes que la vida retornara a mi cuerpo.

Después vino el largo y minucioso ejercicio de organizar aquella fiesta en una casa semi-destruida de Chapinero. Venían las ideas, venían las cervezas. Emergían nuevas ideas, emergían nuevas cervezas. Irrumpían otras ideas, irrumpían otras cervezas. Hasta que nos echaron de la tienda y tuvimos que irnos a la casa de Walther. Allí seguimos bebiendo, pero las ideas para la fiesta se habían agotado. Tampoco quedaba rastro de mi intención de ponerle al día sobre las averiguaciones del Sena. Sólo quedábamos nosotros y el recuerdo de la época del colegio. Dele y dele al aguardiente hasta que brotó el amanecer, nítido, agresivo, sobre las terrazas de las casas. En ese momento usted afirmó, con su infatigable optimismo, que dormiría media hora y luego se iría a trabajar. A pesar de su buena voluntad, abrió los ojos a las once de la mañana, justo después que le llegara la certeza que tendría problemas con su tío. Al rato nos fuimos caminando por las calles que naufragaban entre las guedejas del sol del medio día, el dolor de cabeza y las nauseas. Hable y camine, camine y hable, hasta que apareció la buseta por alguna grieta de la mítica Calle Sesenta y Ocho. Emprendió, entonces, su patentado pique de choro al tiempo que me gritaba, nos vemos luego…

Pero no nos vimos luego porque usted se fue de cabeza en el lago. En uso de sus facultades o en ausencia de ellas. No importa. Lo relevante es que se fue de la misma manera que huye la sangre de quien se asusta. O como se acallan el murmullo después de un disparo: de tajo, sin aspavientos, de repente, de un solo golpe.

Siempre he querido pensar que aquella noche del trece de diciembre del dos mil dos, justo diez años antes de estas palabras, usted saltó la reja, evadió la seguridad y posteriormente se dio a la tarea de deambular por el parque. Primero caminando entre las sombras de los árboles, tropezando en los altibajos, cayendo en las inclinaciones que aparecían intempestivamente. Después llevado por la inercia del paseo, por el empuje de los pensamientos. Al final el lago: una mancha más oscura que la oscuridad de la noche. No sé si se fue al borde y se hundió lenta pero irreversiblemente hasta quedar aferrado al fango de la muerte. No sé si pegó el glorioso pique de choro y se lanzó. Plash. Un leve chapoteo de agua y luego el blub de su cuerpo abriéndose camino para la eternidad. Así, en medio de la noche, sin testigos, sin un alma que diera fe de lo que hizo, de lo que dejó de hacer o de lo que le hicieron, si es que le hicieron algo. Sólo dejó conjeturas en las últimas horas de su existencia. Conjeturas y un dolor amargo, difícil de digerir, agrio como el óxido del tiempo, una aflicción que vive atravesándose en las arterias de la memoria.

Solo en su soledad se fue para la perpetuidad en la que nos aguarda con su mirada ladeada, con su tumbao de malevo, con sus veintitrés años y una semana.

¡Qué pronto te fuiste Nabylón!

Cómo me gustaría que aún subsistiéramos en medio de la borrasca etílica para ver cómo van cayendo los compañeros, uno detrás de otro, en los pantanos de la borrachera. Puf, puf, puf. Para después quedarnos aferrados al trago y a la charla sobre las mujeres que nos miran desde la altura de su indiferencia. Nabylón, ¿alguna novedad? Ninguna. ¿Rumbeos? Cero. ¿Y usted? A ceros, como siempre. Y como siempre levantaría el codo para espantar la frustración. Pero queda el trago, diría antes de entregarle la botella. Pero queda el trago, repetiría usted con los ojos vidriosos de la borrachera. Después contemplaríamos las esperanzas que se iran tiñendo con la misma serenidad con la que la alborada envuelve las tinieblas…

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Errores en estudio sobre consumo de alcohol

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El reciente Estudio sobre Patrones de Consumo y Consumo nocivo de Alcohol en Colombia 2012, de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (Flacso), afirma que Colombia es el tercer país de Latinoamérica en consumo de alcohol. Pienso, con todo respeto, que el artículo se equivoca por dos razones: la veracidad de las respuestas y la incapacidad de calcular la cantidad de alcohol que se ingiere en un año.

La metodología de entrevistar a ciudadanas y ciudadanos generó, en primer lugar, imprecisiones gracias a que en este país nadie se considera alcohólico a pesar de emborracharse dos veces por semana. ¿Alcohólico yo? ¡Nunca! Sepa usted que nunca me he emborrachado en mi vida, apostaría que dijo más de uno. En este país, además de lo anterior, nadie admite que está embriagado a pesar que no se puede sostener en pie o que está dando botes bajo la mesa después de haber ingerido dos botellas de aguardiente.

Quedan dudas, asimismo, de la manera en la que se llega a la conclusión que se bebe 6,3 litros de alcohol por año. ¿Cómo una persona determina cuánto alcohol ha ingerido en una noche?

Para hacerlo necesitaría, en primera instancia, beber el mismo licor. Esto, como todos sabemos, no se cumple, ni se cumplirá en Colombia gracias a que se acostumbra mezclar tragos. ¿Cuáles tragos? Todos. Acá, por ejemplo, bebemos cerveza, vino que parece jarabe, aguardiente que sabe a juagadura de techo de cantina, tequila de caja, ron y brandy en un breve paseo por la cuadra. Vecino; tómese un ron, dicen los dueños de la casa adyacente. Venga el ron. Vecino; tómese un whisky, dicen los propietarios de la casa contigua a la adyacente. Venga el whisky. Así hasta que al límite de la cuadra caminamos en eses, sin saber para dónde íbamos y desconociendo la razón por la que salimos de la casa. Entonces damos media vuelta y empezamos a dirigirnos a ella recibiendo los mismos tragos, pero en sentido inverso.

Supongamos, volviendo al tema y en aras de facilitar el debate, que ingerimos un solo tipo de bebida. Digamos, por decir una cifra, que esta tiene una concentración del 8%. Ahora nace un nuevo inconveniente. ¿Cuántas botellas se bebió? Si se sentara solo en su casa y las fuera acumulando una detrás de otra, sería fácil hacer la cuenta. Pero el colombiano promedio no toma en la casa. Al menos no lo hace en la propia. Bebe en la calle, mientras va de un punto a otro.

Presumamos, entonces, que se sienta en la mesa de un bar y que deja sobre la mesa todas las botellas. Lo malo es que no son pocos los tenderos que les agregan cascos desocupados para aumentar la cuenta. O, si no es el dependiente, son los borrachos de la mesa vecina quienes cambian una botella llena por la desocupada que tienen ellos sobre su mesa. También acostumbran poner un grupo de botellas para aminorar el importe propio y subir el ajeno. Si el lugar está muy lleno se roban la botella entera y se pierden entre la marejada de piernas y brazos que intentan bailar entre los borrachos.

Establezcamos, para facilitar el ejercicio, que nadie roba o cambia las botellas. Ahora viene el problema de la dosis que ingiera en cada sorbo. Quisiera suponer que ingiere la misma dosis. En Colombia, sin embargo, se bebe directamente del pico de la botella. Así la medida depende del diámetro de la boca de la botella (o de las dimensiones del roto de la caja) y de la tolerancia que se tenga en el momento de empinar el codo.

Lo anterior demuestra que es imposible que un colombiano promedio pueda responder con absoluta certeza, cuánto alcohol ingiere en una sola jornada etílica. Piensen ahora el problema que supone hacer los cálculos de un año entero. Normalmente no recuerda la mitad de las bebetas porque se enlagunó en ellas. ¿Dónde estoy? ¿Quién soy? ¿Qué hice?, se preguntan poco después que se despiertan en una casa ajena, sin ropa, al lado de una mujer igualmente desnuda, igualmente ajena e igualmente enlagunada. En algunos casos la laguna desemboca, incluso, en el asesinato de los compañeros de jarana a causa de alguna pequeñez. Baste citar, para respaldar esta afirmación, el caso que fue ampliamente documentado por la prensa amarillista de Bogotá, del joven que amaneció al lado del cadáver del amigo que ultimó a puñaladas porque cometió la imprudencia de pedir “un vaso de cerveza”, en lugar de “un vaso con cerveza” (bastante peligroso esto de vivir en un país de gramáticos).

En suma, y para no dar más largas, es imposible determinar cuál es la cantidad de alcohol que consumimos en un año y en consecuencia, es falaz el resultado del Estudio sobre Patrones de Consumo y Consumo nocivo de Alcohol en Colombia 2012, de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (Flacso).

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Herencia

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El abogado había cumplido con agilizar los trámites de la sucesión, la escrituración de los predios y la venta de algunas empresas. Esta reunión era, por tanto, la última del largo rosario de encuentros para entregar autorizaciones, ir a notarias del pueblo, Tunja o Bogotá, reuniones con topógrafos o con el séquito de gerentes y administradores de mi abuelo.

Decidimos, después de las últimas firmas, quedarnos para almorzar como la familia que no éramos y, como sucedía en mi caso, para concretar algunos negocios relacionados con la herencia. Durante la comida recordamos a los papás que habían muerto y preguntamos por los ancianos que navegaban en las ciénagas de la demencia. Hablamos de nuestros hijos y de los proyectos que emprenderíamos con el dinero que reposaba en las maletas que se amontonaban contra las paredes del comedor.

Poco después de finalizar el almuerzo se desencajó el aguacero que traía el rebaño de nubes grises y gordas que volaban a menos de seis metros de altura. Nos arracimamos, entonces, en la puerta del comedor para contemplar los árboles arqueados por el peso del agua y las vacas que soportaban el embate con mirada melancólica. Pasó más de diez minutos antes que el primero de nosotros decidiera regresar al comedor. Todos lo seguimos lentamente, abatidos por el clima y el triste destino que nos congregó en la casa del abuelo. Intentamos retomar la conversación del almuerzo, pero el diálogo recaía constantemente en penosos silencios que se veían interrumpidos por el estallido de los truenos.

¡La quebrada se desbordó!, gritó el hijo de uno de mis primos. Corrimos a la puerta para presenciar el momento en el que riachuelo perdía sus orillas y empezaba a devorar todo lo que se atravesaba en su camino. Los árboles se tambaleaban hasta que se escuchaba el crujido de sus maderas rompiéndose y luego caían al agua que se los llevaba inmediatamente, sin dar tiempo de referir el deceso. A medida que crecía, se llevaba enormes porciones de tierra que instantáneamente se transformaban en una mancha de barro que se perdía en el recodo que estaba más abajo del naranjo.

No pasaron más de quince minutos antes que una enorme roca partiera el puente por la mitad. Las dos fracciones se aferraron algunos segundos a sus soportes, pero la fuerza del agua las venció, llevándoselas como si fueran dos briznas de hierba. Ahora sí nos tocó quedarnos, indicó una voz oscura y densa como las aguas que acababan de llevarse el puente. Ahora sí nos tocó jodernos, corrigió alguien. El riachuelo crecía y crecía sin dar tregua, devorando tierra y árboles, cultivos y enormes peñascos.

Las vacas transitaban por lo que ahora era parte del río. Chapaleaban con la misma lenta y triste nostalgia con la que deambulan por el mundo. Las próximas víctimas, sugirió el niño que había anunciando el desbordamiento. ¡No diga esas cosas!, le corrigió la mamá con el énfasis que ponen las mujeres cuando se habla de tragedias. No se los dije, contradijo con el brazo señalando la otra orilla. Las vacas daban vueltas en un remolino grueso que las puso patas arriba y las hundió en una vorágine de ramas y troncos que las engulló rápidamente.

La circunstancia empezaba a ser angustiosa porque el agua se acercaba rápidamente a la casa. Algunos sugerían que corriéramos montaña arriba. Otros tantos decían que no crecería más y que por tanto no tardaría en regresar a su cauce. Lo cierto es que el agua se tragaba todo lo que le perteneció a mi abuelo como si quisiera llevárselo a La Nada en la que él navegaba desde hacía tres meses. La angustia derivó en discusiones que las mujeres intentaban apagar. De un momento a otro el niño gritó ¡Avispa! Ella, la perra de mi abuelo, corría directamente hacia el torrente. Nos unimos en gritos desesperados hasta que la vimos lanzarse a las aguas en el más extraño, pero inequívoco, acto de suicidio. Las mujeres se desesperaron, los hombres peleamos a gritos y empellones. Un empujón me dejó en mitad del porche. Desde allí pude testificar que el agua estaba a menos de cinco metros de la casa. ¡Vámonos!, grité, pero la voz se enredó en el fragor del aguacero.

Tuve la sensación que la borrasca redobló su fiereza. La visibilidad se redujo a la mitad. Distinguí algunas siluetas que corrían en dirección de la montaña. Me levanté y me dirigí al grupo que aguardaba bajo el marco de la puerta. Intenté entrar pero me empujaron nuevamente. Cerraron el portón y giraron el pestillo. No tenía alternativa: debía huir hacia la montaña. Busqué el rastro de quienes salieron antes, pero sólo veía sombras diluidas por el aguacero. Fui hacia una de ellas pero, al acercarme, descubrí que era un grupo de árboles. Al oriente vi un manchón que se desvanecía detrás de la cortina de agua. Vi, al darle alcance, que era el viejo horno de leña. A su lado estaba un rancho del que emergía un primo con una pala. ¿Para qué es esa pala?, grité con toda la fuerza de mis pulmones. Qué le importa, respondió con fiereza. Lo vi correr hacia el cimiento que delimitaba el terreno. Troté detrás de él a pesar de saber que tomaba el camino opuesto a la salvación. Cuando llegué, vi a un grupo de hombres y mujeres extrayendo un cofre que el agua había desenterrado.

No pude reprimir una ira enorme ante la avaricia de mis familiares. Di media vuelta y empecé a correr cuesta arriba. La montaña se derretía en miles de riachuelos de fango y hojas. Corrí en diagonal para ganar altura y buscar el sector por el que bajaba menos agua. Caía de rodillas, me resbalaba, retrocedía algunos metros, volvía a levantarme, volvía a caer. Algunas partes subía aferrado a las raíces que brotaban bajo el chorro de fango para soportar la fuerza del torrente que bajaba con velocidad de tragedia.

Al final me aferré a un viejo roble, di media vuelta y contemplé una enorme franja de lodo que avanzaba lenta, inexorable, hacia las arrugas de la cañada. El techo de la casa de mi abuelo flotaba sobre el fango, desmigajándose a cada golpe. En un giro de cuarenta y cinco grados se llevo en su naufragio a los primos que se aferraban al enorme baúl que lograron desenterrar. El pequeño terreno con el que mi abuelo inició su emporio (el mismo en el que nacieron sus catorce hijos) era, además de la garganta por la que se resbalaba el pueblo de quien fuera el más ilustre de sus alcaldes, el luctuoso teatro en el que murieron su riqueza y los nietos a quienes maldijo cuando el mayor de ellos se casó con su secretaria (quizás la única mujer que el abuelo amó en su vida). Tomé aire y seguí subiendo con la certeza que no moriría gracias a que resultaron verídicos los rumores que afirmaban que soy hijo de Gabriel, el conductor que entraba silenciosamente a la casa, justo después que Bogotá se aferrada a las tinieblas del apagón del noventa y dos…

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