Dedicado a Delmis Muñoz Caro
Todo es imaginación y sorpresa en esta fotografía en la que el cabello continúa despeñándose por la frente a pesar de estar apresado por la mano derecha, en la que las ramas parecen que han cesado, por un breve instante, en su condición oscilante, en la que se adivina, por algún artificio de la intuición, el gorjeo de un copetón situado en la copa del árbol. No se puede determinar, sin embargo, si la sonrisa que despliega la morena viene de una carcajada o se dirige a toda vela hacia ella. Los ojos no dan indicios así como no ayuda la posición que parece, a primera vista, fatigosa, acaso incómoda. Examinando con detenimiento se puede advertir que la mano izquierda retiene, quizás imitando a su homóloga, la falda que de otra manera se dejaría llevar por el viento que viaja en dirección a la montaña. Posiblemente, pienso mientras repaso esa región de la fotografía, la mano cumple la doble función de retener y tapar aquellas comarcas que antaño, entreverada en el olor a incienso y en las camándulas que giraban entre dedos sarmentosos, denominaban pudendas, esto es, torpes, para continuar con su significado latino o, en caso que se quiera seguir su divergencia castellana, vergonzosas. La sonrisa, al trepar a toda marcha por la fotografía y las especulaciones, toma visos de inocencia, de castidad frente a este nuevo detalle que no percibí en la primera ojeada. El cabello, al desandar el camino, sigue en su eterno propósito de despeñarse por la frente. Las inquietudes quieren emerger de algún callejón de mi cerebro pero las reprimo mientras bajo al hombro izquierdo quien toma un brillo sugestivo en esa tarde que amenazaba lluvia. Más abajo contemplo el vestido que se frunce para admirar el nacimiento de un seno quien, se presiente al verlo, conserva las dimensiones de las manos y la pierna que se puede contemplar en toda su magnitud, en todo su esplendor…
Ella, la morena, tenía este mismo vestido que quiere deslizarse, que quiere irse con el viento, que quiere y no quiere, como algunas mujeres, como algunos hombres, como todos los niños que se encaprichan con la vida. Imaginen ustedes, apreciados lectores y queridas lectoras, que en los cerca de treinta y dos años que llevo sobre el planeta nunca la había visto, lo cual es difícil de creer dado que es una mujer de dimensiones colosales, quiero decir que es de los seres humanos que atrae, que llama, que arrebata la mirada como si tuviera un imán o un anzuelo. No se apresure, sin embargo, a decir, a sugerir siquiera, que lo hace porque las piernas o las curvas convergentes atraen la mirada de cualquiera. Ella, se lo aseguro, no atrae por eso, o no exclusivamente: cuando usted o cualquier mortal está a su lado, a su ladito, como diría mi mamá que gusta apocar a aquello que no tiene dimensiones, le quedan atados los ojos a la calidez de su mirada o la ternura de su sonrisa. Pero no me aleje del sendero por donde iba. A ella, venía diciendo, la conocí un sábado de finales de septiembre y tenía, aquel día, ese mismo vestido. Yo venía de trabajar, de trabajar por última vez, para ser exacto, de un colegio que queda en Guaymaral. Íbamos con mi esposa buscando las escaleras para ir al tercer piso a almorzar cuando nos atrajo una colmena de hombres que tomaban fotografías con sus celulares. La ansiedad de ellos me reveló que se trataba de mujeres atractivas, acaso semidesnudas, que sonreían y miraban a la muchedumbre inquieta. Mi esposa insistió para que nos acercáramos para averiguar la razón por la que convergieron cientos de hombres a la entrada del Centro Comercial. Al otro lado de las vallas vimos, en efecto, a dos mujeres, una de estatura descomunal y otra de medidas menos escandalosas, sonriendo y tomándose fotografías con los hombres y mujeres que hacían fila. Ve, tómate una foto con ellas, dijo mi esposa con firmeza. Hice caso y poco después entraba por la rendija que custodiaba un celador. Tome una revista, la primera que encontré entre cientos, y fui directo donde las modelos me esperaban. ¿Está lloviendo?, preguntó Delmis. Había llovido a cántaros y en ese momento sólo quedaba un rocío leve que hundía a la ciudad en una tarde melancólica. No sé qué respondí, si acaso lo hice, porque a esas alturas de la tarde, del hambre y de la desorientación propiciada por la estatura desbordada de Vanessa Badillo, por los ojos cálidos de Delmis, la morena que continúa sonriendo bajo las flores amarillas de la fotografía, no podía articular palabra ni pensamiento. Reflexiono, al leer las anteriores palabras, que ella lanzó la pregunta para que me sintiera en confianza, para que pensara que no había nada que temer. Pero la verdad, lo digo en este lugar e instante, es qué sí había que temer: los ojos cálidos, la mirada dulce, la voz perfecta, la sonrisa luminosa, el tono de piel, el cabello y el cuerpo, todo al mismo tiempo y en esas proporciones tan desaforadas pueden despachar a cualquier humano a las praderas del cielo sin escala en el hospital. Delmis lo sabe perfectamente y por eso interpela para desorientar a la muerte que viene dos pasos atrás, probando el filo de la guadaña con el pulgar. Algo dije, o algo dijo el fotógrafo, o alguna de ellas, no puedo resucitarlo de las cenizas del olvido, el hecho es que reímos con poca convicción segundos antes que estallara el flash. Agradecí y salí caminando hacia el costado donde otro celador custodiaba una grieta igual que aquella por la que ingresé. Al otro lado esperaba Marjorie, mi esposa, con cara de circunstancia. ¿Por qué la vieja esa, la de la derecha, la más bajita, te puso la cabeza en el hombro?, inquirió por el proceder de Delmis. ¿Quién? ¿Cuál? ¿Dónde? ¿A mí? ¿Cuándo? Me desbarranqué en interrogantes encarcelados en signos de admiración. Eso, hágase el bobo, dijo ella con una sonrisa turbia, enigmática, que tenía la misma probabilidad de aceptar que de reprobar…